Poco sentido tiene intentar objetarle a Nietzsche incongruencias en sus argumentos: él no es un filósofo del orden sino del desorden, un precursor del postmodernismo. En gran medida lo más importante de su obra es el intentar sacudir el conocimiento adquirido y reequilibrarlo con aquel conocimiento ¿dionisíaco? que sólo se puede obtener mediante la incongruencia. Como siempre, las cosas se decantan, y el desorden termina otra vez en el orden, como la resaca dionisíaca termina en la náusea y se sublima en la tragedia. El artista de la filosofía vuelve a ser así el filósofo del arte, pero, y al igual que le sucedía a los griegos, ya no le interesará tanto la verdad como la verosimilitud.
Las incongruencias referidas son muchas, y no viene al caso extenderse en ellas: Friedrich critica el interés superficial del lenguaje en la verdad, y al hacerlo demuestra que él mismo diferencia la mentira de la verdad, sin importarle que su argumentación va dirigida a negar la existencia de la verdad; recurre al idealismo kantiano para negar el conocimiento de las “cosas en sí” como si eso no fuera afirmar la existencia de una verdad inalcanzable en el noúmeno, por no hablar de la conceptualización misma que hace de la relación entre pensamiento y conocimiento; utiliza la cruel hipótesis del eterno retorno para que un individuo encare sin temor sus decisiones libres siendo que semejante planteo exige un determinismo laplaciano para cada decisión individual con lo cual la brutal ética egoísta derivada de su vitalismo inmanentista se convierte en compulsión preprogramada a la manera calvinista, cuya realización se descubre en los actos volitivos individuales vividos con una ilusión de albedrío; también intenta descubrirnos el nominalismo a fines del siglo XIX para luego ir más atrás y evocarnos analogías fluviales como si no conociéramos a Heráclito, y para el final, todas sus críticas al concepto de verdad son enteramente kantianas e inseparables de esta filosofía. ¿A dónde quería llegar entonces? Pues nada menos que a recordarnos, giro tramposo mediante, de aparente desprecio por la filosofía precedente, que la conceptualización fenoménica es constructiva y particular para cada filósofo, lo que extrapolado a las teorías científicas –que el propio Nietzsche significativamente menciona– implica nada menos que un interesante adelanto de la epistemología kuhniana. Si se equivocaba o no, poco importa: abrió el camino sin quererlo para una idea que obviamente germinaría, entre tantas otras cosas que quizá él mismo no hubiera considerado tan útiles como la deconstrucción y el pensamiento débil.
Lamentablemente Nietzsche no hizo aquí lo que él mismo profesaba. Llamó a crear filosofías como amplificaciones del yo personal sin intentar acercarse a la verdad, ya que un hombre superado de sus miedos de indigente no debía necesitarla para encontrar paz alguna. Ahora bien, él nunca hizo realmente el ensayo de reemplazar conceptos reglamentados por intuiciones de espontánea belleza, sino simplemente una filosofía para explicar por qué debería hacerse, paradójicamente en nombre de ser honestos respecto a la verdadera condición del hombre. No llegó a vivir para ver la consecuencia de esta “creatividad filosófica” convertida en la arbitrariedad de miles de artistas de segunda. Al fin y al cabo, si realmente compartía, como de hecho insinúa en el primer texto, una visión hobbesiana del trasfondo real de las verdaderas motivaciones humanas ¿por qué diablos se le ocurriría querer liberarlas en fiestas sanguinarias? Si el hombre está a un paso de un “estado de naturaleza” que lo lleve a un “estado de guerra”, que para los contractualistas sólo puede ser descrito como más básico y ruin que la vida de una jauría de chacales hambrientos, sin más presa que sí mismos, hombres ya casi enfermos de tan miserables ¿qué esperaba encontrar al remover el peso de todas las sublimaciones apolíneas, hábilmente adquiridas tras siglos de desarrollo de la cultura, si no era a repeticiones cada vez peores de Marcel Duchamp y Charles Manson? Claro que aquí Hegel, Marx, o quizá mejor aun Spengler, podrían haberle explicado qué iba a suceder con su victoria pírrica contra un calvinismo moribundo confundido con la Iglesia de la contrarreforma, al liberar al individuo moderno de todo residuo cultural y moral. En el último hombre la cultura sólo puede sobrevivir en forma represiva, como herencia: contra ésta la transgresión puede engendrar arte, y quizá incluso sea ésta la única forma burguesa de innovar, pero sólo lo consigue como parte de una liberación entrópica que, paso a paso, acerca la cultura a su extinción, hoy ya casi definitiva. No fue pues el superhombre el heredero de su filosofía.
Otra cosa interesante que me recordó releer estos textos es cuan precursor fue Nietzsche de Freud, por no hablar de de Weber. Sin embargo, el dionisíaco universo del inconsciente sólo dejaba aflorar en Freud pulsiones indiferenciadas, básicas y elementales, que serían la queja frecuente de Erich Fromm, mientras que la imagen nietzscheana es mucho más bella: uno puede casi transportarse a universos lisérgicos donde la sensualidad se embellece, donde la impulsividad de lo sumergido del espíritu nos arrastra en un viaje extracorpóreo a paisajes humanos maravillosos, a mundos terribles y placenteros, a una belleza inabarcable y sin límites claros, un caos exuberante de lo mejor que podría hacer posible una producción onírica, donde el encantamiento orgiástico sucede bajo arquitecturas babilónicas y oscuros ritos germanos. Desgraciadamente para él, la liberación dionisíaca que nuestro alemán de alma tormentosa esperaba se convirtiera en un efluvio de belleza y una suerte de renacimiento embriagado, terminó siendo el mejor instrumento del último hombre que con razón detestaba. Y el volkgeist mágico, que supuso su filosofía de vida podría desatar, apenas existió salvo en reducidos movimientos contraculturales de principios del siglo XX, o en el surrealismo: en Occidente las orgías paganas que se liberarían no despertaron a ningún asiático espíritu colectivo en el que la individuación se esfumara y se liberara de sí misma, salvo en alguna secta mediocre de California. Para el resto, su realización plena no sería más que un estado de sugestión narcótica grupal con fines narcisistas: el arte de inflar hasta el límite el artificial hedonismo individualista de Occidente en bacanales fluorescentes donde se puede gozar epidérmicamente de la soledad, y unos aquelarres de fin de semana frente a los cuales los paraísos artificiales de Baudelaire nos parecen verdaderas epifanías. ¡Vaya “pueblo de artistas” que logró ayudar a resucitar! Si sólo hubiera sabido que los pocos letrados de entre estos “griegos” capitalistas viven citándolo en bares y facultades como su mentor personal, como el profeta de la autoexpresión y gurú del carpe diem, quizá y probablemente se hubiera cuestionado, piadosamente, su desprecio por la responsabilidad y la culpa.
Baudelaire es realmente quien retrata la vida moderna, quien se adelanta a la prostitución general, más despiadada que la clásica. Ligado a un catolicismo apenas disimulado, su postura es descarnada (aunque muy carnal), incómoda, más ligada al espíritu de la Iglesia primitiva que a la cáscara vacía en la que se fue convirtiendo. Incluso nos recuerda a Pascal. Su nihilismo no es sensualista y vital sino existencial y trágico. Ultravital, si se quiere. No tiene ningún pudor en juzgar al mundo real desde un mundo trascendente, no con el oprobio de una ascesis culpógena sino señalando el traicionero pacto que la vida natural tiene con la muerte, y donde la victoria es sólo y definitivamente de la segunda. Baudelaire es la contracara de Nietzsche: se adelantó al fracaso de su prédica. Vio mejor que el alemán cuanto de lo horrible, y de lo que ambos odiaban, se liberaría junto con la naturaleza. Mientras Nietzsche no quería ver el color de la sangre, porque su presencia delataba la mentira, el doble juego, el chantaje de la vida, Baudelaire la trae a primer plano, apenas sutilmente. Por eso, profetizó lo que aquel no pudo, y puso piedras en el camino de lo que aquel ayudó a crear, aun sin desearlo. El nihilismo de Baudelaire no es exactamente nihilismo, y parece uno casi estar leyendo el Eclesiastés. Abre los ojos a la vida y la acepta, le reconoce su fuerza y poderío, pero no negocia con ella, no la acepta con los brazos abiertos. Entiende cómo es, sin remilgos ni pusilanimidad. La vive, y la experimenta, pero no se inclina ante ella como a una gran diosa. Su pobreza no le es indiferente, y es así que la entiende mejor que nadie. Tiene buen corazón, y no intenta renegar de él para poder vivir más.
Nietzsche notó la enorme fuerza, fría y mecánica, del último hombre. Confundió esa fuerza, sin embargo, con un vitalismo estrecho. “El hombre no se afana por la felicidad –decía–, sólo los ingleses lo hacen”. ¿Pero es que había otra cosa salvo ese sentido estrecho de la felicidad? Lo vital no rompería con el más frío de los monstruos fríos, porque tras toda la embriaguez y la calidez festiva sólo había una frialdad mecánica. Baudelaire lo vio antes que él. Por eso no fue el padre de la postmodernidad, sino su principal profeta desilusionado. Sin embargo no se centró en lo que habría de seguirle. Nietzsche, Heidegger, sí, pero todos ellos estaban aun atrapados por el antropocentrismo, y sólo imaginaron sus propias formas de superhombre. No Baudelaire. Pero Baudelaire intuyó la ajenidad dentro del mundo, como una fuerza ajena al hombre. Incluso encontró en la mecánica crueldad de la modernidad a una nueva entidad sobrehumana, y a través de ella pudo prever mejor la modernidad del siglo XX y hasta la del XXI. Nietzsche se encandiló con las costumbres efímeras, pero Baudelaire vio lo constante en ellas. Aun en su oscuridad y malevolencia creciente, pudo ver su belleza porque buscaba su realidad. Por supuesto su toma de posición lo alejaría de unos jardines de la vida cada vez más apropiados por el mal, pero no lo privarían de esperanza ni lo sumirían en la desilusión. Esto quedaría para los tiempos del siglo XX, en los que la maquinaria industrial de la felicidad crecería más que la felicidad, o al menos que el entretenimiento. La postmodernidad ha invertido esto desde mediados de los 70s. Allí se engendraría el verdadero nihilismo, donde esa modernidad podría lograr definitivamente lo inimaginable: que la naturaleza pudiera funcionar sin altruismo y sin belleza, que pudiera destruirlo todo y aun así seguir funcionando, y ya no necesitara vestirse y contenerse con los ropajes de la cultura, la moral y la religión.
Esa relación cada vez más tensa de Baudelaire con la civilización occidental sólo se puede explicar así: ésta era menos natural que las sociedades primitivas que recién se empezaban a colonizar, pero también era, sin embargo, mucho más catalizadora de lo natural en la explotación de sus impulsos. Con claridad lo podemos leer en su “Elogio del maquillaje”. Hoy vivimos una fiesta dionisíaca permanente, industrialmente edificada por una factoría apolínea sin otra belleza que el marketing. Lo que en Malthus, Spencer, Darwin, Freud y Huxley parecía una exageración, una reducción, un materialismo eliminativo, tiene más sentido si leemos a Baudelaire. Pero éste no se encontraba tan desesperanzado: todavía veía a Dios, veía belleza detrás del mundo, detrás de la evidencia del mal. Hoy nos desilusionamos de Dios, pero con razón también de la vida. No necesitamos moralizar el asunto para acusar a la vida: se trata de mera biología, esclavitud al plasma germinal. Mejor no elogiarla, ya que de una u otra forma recordaremos qué es, sabiendo que no hay escatología que redima a este animal racional, no hay teodicea que le de sentido, y no hay superhombre que le pueda dar la forma que desee: es la vida la que nos da la forma, y ésta no tiene la grandeza que Friedrich esperaba. Si se quiere disfrutarla, es preferible vivirla, triunfar en ella, pero jamás pensarla seriamente. A menos que se viva con la frialdad psicopática del humanismo secular, cosa que difícilmente hubiera elegido. Volvamos a Charles: “Es la filosofía (hablo de la buena), es la religión la que nos ordena alimentar a parientes pobres y enfermos. La naturaleza (que no es otra cosa que la voz de nuestro interés) nos ordena aplastarlos.” O serles indiferentes, que para el caso es lo mismo, o peor: simular preocupación para poder mantener el orden moral como mera estética. Aquella estética con la que la “bestia rubia” pretendía reemplazarlo todo.