El componente creativo del arte,
insondable en sus determinaciones, y quizá hasta en sus indeterminaciones, parece conformarse por una suma infinita de contingencias que confluyen en un alma, en la conciencia única del “artista”, que se expresa en cada obra concreta y que es, al decir de Walter
Benjamin, inseparable de su aura original. Puede tomar nuevas formas, ser una
nueva obra cada vez en un contexto distinto, pero eso no cambia lo esencial: la
obra de arte es, como cada cosa particular, algo único, nuevo e irrepetible. Lo
que la distingue es ser un producto de la conciencia, y un reflejo de la misma
en su propio lenguaje.
Ahora bien ¿es esa capacidad de novedad
inteligente una cualidad que posibilite ser determinante de la vida cultural y
social? La premisa de base en todo este posteo es una respuesta rotunda a esta
pregunta: no. Las condiciones de vida generales y su desarrollo tienen una inercia
propia, y todavía más, son estas condiciones las que ofrecen la materia prima
al artista. Su influencia contingente sobre el mundo no puede cambiar el rumbo
necesario con el que éste articula sus partes, de la misma manera que aunque
las moléculas de agua en el mar tuvieran voluntad propia jamás podrían regular
la altura de la marea. Son las relaciones las que forman la vida de los
hombres: si las deciden las heredan, y si no las heredan no las deciden. Sus
transformaciones son producto orgánico del pasado, no de una creación
contingente. No pueden ser como los inventos humanos, puesto que los hombres se
constituyen dentro de sociedades que no se pueden inventar. Como el lenguaje,
adulterarlo conscientemente es como jugar con piezas de lego ya existentes: no
se puede desarrollar desde la consciencia. Al menos no hasta que podamos ser
conscientes de todo lo que somos, o al menos de lo que es clave de nuestra
constitución, y seamos a la vez capaces de coordinarnos sin minar las bases de
nuestra consciencia. Lo que ya es cierto para la vida económica, para el
desarrollo tecnológico y la producción, lo es también para la vida cultural,
para el arte y para las ciencias.
Las arriesgadas y en muchos momentos simplistas reflexiones que conforman el presente texto y que resumen mi improvisado acercamiento a la filosofía del arte, están dedicadas a esto, a la relación entre los cambios de la vida social, que creo siguen una cierta lógica necesaria, y los cambios en la naturaleza de las creaciones humanas, personales, en base a una
cultura que seguiría a su vez una lógica necesaria. Me limité muy someramente a
la historia occidental de la Edad Media a la actualidad, porque en este período
se nos presentan las dos expresiones más avanzadas de los extremos opuestos en
las posibles formas de relación entre vida social y vida cultural. No es
etnocentrismo: sería ocultar la cabeza suponer que fue accidental la supremacía
que la civilización occidental logró y le posibilitó dominar el mundo entero.
Tiene este escrito evidentes
características de un ensayo, pero a pesar de la prosa rozando la poesía, intenté
que resultara lo menos pomposo que me fuera posible. Me atuve, un poco presuntuosamente, a
mi propia perspectiva sobre el tópico, sin dejar de remitirme a las bases
conceptuales y a los paradigmas a los que, aun sin adscribir enteramente, considero contienen los ladrillos fundamentales e irreemplazables de la comprensión de lo social. No podré dejar, a lo largo del texto, de abrevar en éstos para mis afirmaciones.
¿Qué significa modernidad?
Todos hablamos de la
modernidad: que somos modernos, cuáles son los caracteres del hombre moderno,
en qué consiste la vida moderna, qué implica, cuáles son sus clases sociales,
cómo es su forma de vida, su vida cultural, su arte. Pero rara vez se recuerda
de dónde ha salido esta importante distinción categorial respecto al resto de
la historia. Y lo más importante: aun menos se recuerda qué la fundamenta. Los
autores que han creado los cimientos de nuestro armazón conceptual para
entender el fenómeno moderno a menudo son citados para entender muchas
cuestiones distintas salvo ésta en particular, y cuando se utilizan para
entender estas diferentes cuestiones se olvida que su criterio de análisis
varía de acuerdo a si se analiza la premodernidad de la modernidad. En
cualquiera de los dos casos, y por esto mismo, no se recuerda que los
fundamentos de su análisis sin inseparables de la distinción entre estos
momentos históricos, que más cabría considerar como sistemas de organización
social. Rara vez se cita a los autores para distinguirlos, pero incluso cuando
se lo hace no es para entender claramente el porqué de la distinción sino en
aras de la definición.
Suelo recordar en mis escritos las categorías fundantes del modelo clásico de la teoría de la modernización
desarrollada entre el siglo XIX y XX: status vs. contrato en Maine, organicismo vs. individualismo en Gierke, solidaridad
mecánica vs. solidaridad orgánica
en Durkheim, Gemeinschaft vs. Gesellschaft (comunión vs. asociación)
en Tönnies, coerción extraeconómica regulada internamente por una estructura tradicional vs. coerción intraeconómica regulada exteriormente por el proceso del capital (dependencia personal con producción pautada para el uso directo vs. dependencia material con producción independiente para el intercambio) en Marx, autoridades tradicional y carismática vs. autoridad
burocrático-racional (economía consuntiva vs. economía lucrativa) en Weber, sociedad
estamental vs. sociedad clasista
en Mousnier, ciudad vs. metrópoli en Simmel, asociación primaria vs. asociación secundaria en Cooley, etc. Cada una de estas categorías suelen superponerse en un mismo
lugar, ya que casi todos sus autores, explícita o tácitamente aprueban las
distinciones también hechas por los otros, aunque cada uno se centre en
diferentes en base al énfasis dado y al rol que le dan en los nexos causales
que hacen que la modernidad exista como tal. ¿Qué tienen en común
todas estas distinciones? ¿Y qué autores logran unificarlas más
característicamente en un mismo lugar? La segunda respuesta no es muy original:
Marx y Weber. Estos autores a su vez dependen de otros que no es tan importante
mencionar aquí, pero que fueron los primeros en descubrir la importancia de
esta categorización. Respecto a la primera pregunta, la respuesta es la
respuesta al capítulo: la modernidad es un tipo de “socialidad”: un entramado
de relaciones sociales, articuladas impersonalmente (contractualmente) y
coordinadas por fuera de dichas relaciones. Esto que a primera vista resultaría
una observación apenas interesante, es la afirmación de que entre la vida
social en la que vivimos y la que le precedía existe una diferencia abismal, radical,
cualitativa, pero sólo visible al espectador cercano en el tiempo: una
diferencia que es tan medular como la diferencia que existe entre la relación
entre un padre y un hijo, o un hermano y otro en un mismo hogar, respecto de la
relación entre un comprador de mano de obra y su vendedor, o entre un cliente y
un negocio. Lo que media entre ambos tipos de relación varía por su opuesto:
solidaridad versus rivalidad, ayuda versus disputa, obligaciones recíprocas
dentro de una relación vinculante, permanente, pautada y heredada, versus
intereses intercambiados dentro de una relación coyuntural, evanescente,
negociada y azarosa. La estructura social que se constituye con estos dos
diferentes lazos sociales es tan distinta como la que existe entre un sólido y
un líquido.
Se suele recordar cómo
en la modernidad los individuos ganan en dominio de una mayor libertad y
pierden en términos de seguridad e intimidad, pero pocas veces se recuerda que
lo que estos principalmente han perdido es el control sobre las condiciones
sociales de subsistencia, y que nadie ha tomado el lugar del mando perdido: se ha
automatizado. Los roles sociales modernos son como casilleros vacíos a ser
ocupados, creados por expectativas mutuas de individuos separados. El
entrelazamiento y la forma que estos casilleros van adoptando no depende ni
puede depender de los individuos que ocupan cada lugar en un momento dado. Los
contenidos culturales, los hábitos personales, el arte, la religión, la
filosofía, la ciencia, la práctica, el afecto, incluso la racionalidad: cualquier
componente individual o social de la personalidad de cada hombre se torna
irrelevante salvo como un elemento de perturbación exógeno de una arquitectura
de relaciones totalmente independiente de los seres humanos concretos.
Uno de los pocos
autores que ha ahondado con mayor claridad sobre esta cuestión ya crucial en
Marx y en Weber, ha sido Karl Polanyi. Para Polanyi en la sociedad moderna la
economía se desencastra de lo social en general (lo social que es, a la vez,
cultural, político, económico, religioso, etc.), convirtiéndose en una esfera
autónoma. Por supuesto esta esfera autónoma se realiza por y a través de seres
humanos, que ahora dependen del desarrollo espontáneo de un entramado del que
forman parte y al cual se adaptan y reproducen.
Desgraciadamente la
deuda de Polanyi con Marx y Weber termina ahí: su intento populista de asociar
política con sociedad le hace olvidar lo descubierto por aquellos: no se trata
sólo de la autonomía de la economía, sino de la política, de la religión, de la
cultura, de todas las esferas respecto de la socialidad general de los
individuos entre sí.[1]
Esta disociación, sin embargo, toma dos formas opuestas, ya que donde lo privado queda enteramente individualizado, lo público debe quedar enteramente colectivizado. En tal sistema cada espacio privado sólo puede ser demarcado políticamente desde fuera, por un criterio impersonal y mecánico de adjudicación de los bienes que es una forma de adquisición igual para todos y no contradictoria (el intercambio mercantil), por lo cual dicho espacio no puede ejercer poder político (que rige las condiciones de adquisición) sin derivar en caos. Es así que lo privado se reserva todas las tareas económicas. A la inversa, el espacio público que rodea a los individuos debe quedar regido por un único poder político que sea ajeno a los particulares y que preserve el mecanismo conmutativo de adjudicación mercantil de bienes, y éste no puede autoadjudicarse en forma totalmente libre cualquier patrimonio sin acaparar el poder económico y oprimir las premisas de su existencia. Es así que la
economía y la política quedan escindidas y, en resumen, constituyen dos infraestructuras públicas
interdependientes: la sociedad civil (el mercado como vida económica general) y
la sociedad política (el Estado como vida política general).[2] La
primera se utiliza para todas las funciones sociales excepto para las
relaciones de poder, mientras que la segunda monopoliza sólo estas últimas y se
encuentra ocupada únicamente por profesionales que no cumplen otra función que
la de ejercer poder, no personal sino como parte de una estructura dedicada a
esa función. Una masa mayoritaria y laboralmente diversa de mercaderes
uniformes regidos por una versión dietética del derecho romano, y una minoría
de funcionarios públicos subordinados por necesidad a la causa del buen
funcionamiento de la sociedad que rodean. Estos últimos tienen sus pies humanos
dentro de la sociedad civil (cuando no lo tienen acontecen cosas como el
jacobinismo, el bonapartismo, los bolchevismos, los fascismos y el
nacionalpopulismo) mientras que los pies de la estructura de la que forman
parte se encuentran ligados directa y literalmente al nuevo terreno nacional
(nacional, se sobreentiende, en un sentido moderno). ¿Qué sucede entonces con aquella otra disociación, la de la religión y la cultura, donde se cultiva o
cultivaba el arte? Antes de contestar esta pregunta, debemos pensar nuevamente
en la escisión previa, y compararla con lo que ocurría antes de dicha
separación.
La comunidad como obra de arte y la personalidad comunitaria
Cuando pensamos en las
condiciones premodernas del arte nos encontramos siempre tentados a pensar la
cuestión desde el lado del arte: “antes” el arte era religioso, político,
étnico, tribal si se quiere; “ahora” es secular, burgués, cosmopolita,
individualista. “Antes” tenía pertenencia, “ahora” tiene libertad, etc.
Pensamos así porque, precisamente, ya pensamos las cuestiones (el arte, la
filosofía, la economía, la política) como disociadas y, por lo mismo, cuando
queremos restablecer la unidad perdida lo hacemos mediante soluciones
lapidarias ya que presumimos que la separación implica libertad cuando nos
apetece y subordinación cuando nos disgusta: si el arte “libre” se mercantiliza
es porque los criterios del mercado “dominan” al arte; si la política “libre”
se vuelve economicista es porque los agentes de la economía “dominan” a la
política, etc. Como no podemos comprender la disociación interna en la que
vivimos, la proyectamos hacia afuera, retratada en grupos sociales. Ya
volveremos sobre esto. Por lo pronto tengamos en cuenta que nuestra visión
moderna nos impide ver que esta libertad moderna es a la vez y en el mismo lugar,
un sometimiento: una libertad articulada mediante un sometimiento mutuo y un
sometimiento libremente articulado. Y que la servidumbre de la vida premoderna
era producto de un denso entrecruzamiento de voluntades que, sin embargo y aun
atrapadas por la herencia de la tradición, no se violentaban mutuamente (al
menos no debido a ese entrecruzamiento) y tenían control sobre las condiciones
sociales que creaban, ya que debían organizar su subsistencia mutuamente.
Como vimos recién, el
eje está puesto en el aspecto de lo “emancipado”, abandonado a su suerte. Y su
comprensión se malogra por cuanto no se comprende cuál es el nuevo tipo de
relación que lo emancipado tiene con aquello de lo que se ha emancipado. Y no se
comprende porque para ello primero debería verse la contracara de la
emancipación: cuando el arte se emancipa de la religión, es la religión la que
también se emancipa del arte; cuando la cultura se emancipa de la economía, es
la economía la que también se emancipa de la cultura. Y lo mismo ocurre entre política y economía, política y
religión, economía y religión, y, lo más importante, entre individuo y
sociedad. Cuando el individuo se emancipa de la tutela comunitaria, la
comunidad se emancipa al mismo tiempo del individuo. El individuo es libre pero
sigue dependiendo del todo social y ahora como un entero impersonal en
crecimiento.
¿Qué sucedía, pues, en
la sociedad premoderna? Allí el arte es religioso porque la sociedad es
religiosa, y la sociedad es religiosa porque el individuo es religioso, y
viceversa. No hay aspectos culturalmente separados de la vida porque casi no
hay aspectos de la vida separados en ningún sentido. No hay una plena
separación entre individuos como para que pueda distinguirse dónde termina lo
privado y dónde empieza lo público: casi todo el espacio es común (no confundir
con colectivo), incluso donde reside lo privado y donde entra en conflicto. El
interés religioso se ha degradado a un interés político, pero el interés
político en sí es religioso a su vez. Esto es más fuerte aun en el Occidente
medieval, donde el progreso subyace a un retorno casi de características
neolíticas a la vida agraria, por lo cual incluso la abstrusa separación de la
Antigüedad entre Estado y población se difumina enteramente en el peculiar
fenómeno occidental del feudalismo. Todas las relaciones personales se ejecutan
con una carga de obligaciones jurídicas y políticas mutuas de pequeña escala,
personalizadas y específicas, en relaciones de propiedad privada encastradas y
rigidizadas, sea entre miembros de una aldea, entre una aldea y otra, entre los
aldeanos y las aristocracias guerreras dentro del manor, entre un noble y otro,
o entre un feudo y otro.
El arte no es la
excepción. No hay tal cosa como una subordinación totalitaria del arte a los
fines de la propaganda religiosa, como se suelen pensar las relaciones de
sujeción entre ámbitos distintos en la modernidad, y como de hecho
necesariamente toman forma en la modernidad: como totalitarismos que subordinan
el arte al compromiso político o a una causa religiosa organizada desde arriba.
En la modernidad, las convicciones políticas no pueden ser responsabilidad de
un individuo que per se es un sujeto
separado, y por ende deben encauzarse con un partido político y centralizarse
en el Estado. Una genuina politización del arte requiere de su estatización
(aunque sea en función de un Estado futuro proyectado), y para que conserve su
carga ideológica el Estado no debe ser neutral sino de un partido único.[3] En
la modernidad el arte o es confesional o es libre, o es ideológico o es libre.
El artista libre de la
sociedad moderna debe servirse compulsivamente a sí mismo para subsistir
económicamente, y si se encuentra afiliado a una meta “común” (por voluntad propia
o no), debe servir a una causa externa (que sigue siendo externa aunque la
adopte como propia) para no ser castigado. Esta distinción no tiene sentido
alguno allí donde, como en las formaciones precapitalistas, el artista es dueño
del mundo de su producción artística y a la vez vive su propiedad como parte de
un entramado comunitario que es a la vez político y económico del cual a su vez
tiene dominio a su nombre: su obra es “suya” pero él mismo es de “a quienes se
debe”. Como un guerrero medieval que no ocupa un cargo público ni tampoco un
lugar reemplazable en un mercado, el artista no debe “someterse” a la causa, ya
que su interés personal sólo se realiza por y a través de la causa misma: su
vida existe dentro de ella. No en una finalidad abstracta y colectivista, sino
en su propia vida privada. Las autoridades apenas pueden ponerle condiciones
arbitrarias, pero él tampoco puede proponer condiciones nuevas. El obstáculo de
todos no es externo sino interno: es cultural, puesto que la sociedad misma es
cultural. Su vida privada se encuentra, precisamente, entrelazada en una serie
de relaciones de obligaciones mutuas con personas específicas, a quien se debe
y quienes le deben sus vidas. Sus fines individuales y sus obligaciones
comunitarias no ocupan dos instancias separables, porque desde el vamos están
constituidas como una fusión. Por tanto, las más pequeñas transformaciones
culturales implican complicados cambios en la organización social y
modificaciones problemáticas en la organización interna de la producción de
bienes y extracción de recursos.
A diferencia de la
sociedad moderna, en la que los individuos deben adoptar ciertos roles
genéricos para sobrevivir con independencia de lo que piensen, cumpliendo
siempre expectativas recíprocas que los entrampan, en las formas premodernas de
organización social lo que se hace productivamente depende directamente de lo
que se piense, ya que todo esfuerzo conjunto exige un acuerdo mutuo previo a
cualquier expectativa (por supuesto esto lo sabía Marx y no lo consideraba una
refutación: el pensamiento podía igualmente haber sido engendrado a partir de
las necesidades de producir de ciertas formas o cualesquiera otras razones
materiales, pero en cualquier caso la relación es mucho más compleja allí que
entre nosotros, ya que entonces la infraestructura económica era la
infraestructura de una sociedad religiosa cuyas finalidades económicas son
parte de la finalidad religiosa). Allí la cultura lo es todo, y la herencia, la
costumbre y la religión son la única garantía de orden. Por tanto, el miedo al
cambio cultural es casi inevitable. Todos, desde el rey hasta los caballeros,
desde los maestros a los aprendices, desde los abades hasta los monjes, todos
en la cadena vasallática se hallan sujetos a sus lazos recíprocos, pero éstos no son algo externo e independiente a sus voluntades personales porque son lazos personales. Por tanto su sujeción es voluntaria: se encuentran voluntariamente sujetos a las tradiciones que mantienen a estos lazos estables, a
leyes personales (privadas) que ponen límites mutuos y que los asignan en deberes y derechos autoasignados personalmente y preasignados culturalmente, a su vez condicionados por mandamientos que condicionan a todas
las jerarquías. Ahora bien, precisamente, esta misma voluntad se ha cultivado en el mismo
entramado de parentescos y lealtades, con lo cual no puede desarrollarse fuera de ella salvo muy gradualmente. Allí no es la estructura social la que tiene fuerza propia sobre los individuos, sino la cultura sobre la estructura, y esto necesariamente se da en forma directa a través de los individuos que portan la cultura: personalmente (cultura que obviamente, como Marx reitera y Weber acepta, se formó al calor de vida social en dicha estructura y en sus necesidades). Esta voluntad, por ende, es esencialmente tradicionalista, y su variabilidad racional y afectiva surge, paradójicamente, de lo que tiene de religiosa, respectivamente en su carácter místico y teológico doctrinal, que siempre, y en particular en la cristiandad medieval, depende de un conjunto de revelaciones y de un magisterio que depende de un dogma a manera de núcleo hermenéutico de las escrituras. Tal voluntad, por ende, no engendra demasiada
originalidad cultural y artística, o no al menos por fuera de las finalidades
religiosas y tradicionales. Aunque exista una vida cultural floreciente, la
originalidad personal que la alimenta se encuentra siempre articulada con fines
comunitarios. Falta en este universo (salvo en germen debido al particular intelectualismo y misticismo universalista del cristianismo occidental) la consciencia de la individualidad, porque
sencillamente el individuo no está compelido a sentirse como tal, a vivir una
existencia basada en su separación e independencia. Las personas no están por
esto estandarizadas, al contrario,[4]
pero experimentan lo personal casi enteramente en forma relacional, a través de
las otras personalidades, de su posición con éstas y de sus relaciones
feudatarias recíprocas: en esta conformación mutua de la personalidad el
individuo no tiene que buscar fabricarse a sí mismo, ya que se identifica con
el significado que él y sus prójimos comparten en una historia común, y con el
rol heredado que ha adoptado de sus padres en un horizonte casi imposible de
identificar. No tiene sentido afirmar que allí no hay libertad. De hecho, la
hay en un grado casi inimaginable, incluso para nosotros. Lo que faltaba
entonces era el individuo, no la libertad. Sería la burguesía la que no
tardaría en descubrirlo.
La socialización impersonal y la personalidad como obra de arte
La universalidad del
cristianismo y la vida mercantil enteramente no pautada se combinan y hacen
posible al burgués occidental. La centralización del poder y los requerimientos
del desarrollo tecnológico crean nuevos centros urbanos como verdaderas sedes
para éste.[5] El
protestantismo se convierte en su religión ideal, ya no reducida a una élite de
burgueses renacentistas, y éste a su vez remueve todos los obstáculos
estamentales para que como resultado, tragedia de los anti-comunes mediante,
esas mismas aglomeraciones se transformen en antros de fealdad y hacinamiento.
Hasta aquí, nada nuevo por decir.[6]
Pero la emergencia de la noción de individuo se explica sólo desde esta
situación. El resurgir del derecho romano para una forma de propiedad privada uniforme como la burguesa (que impide su articulación interpersonal mediante bienes comunes y la desconecta del espacio público que se transforma así en un mercado) no está separado del resurgir del romanismo en el llamado Renacimiento, que
sólo fue una forma particular y muy distinta de los renacimientos que se habían
dado durante toda la historia medieval. El nuevo individuo comienza a pensar al
arte desde sí. Al descubrirse a sí mismo como algo separado, su descubrimiento
del mundo comienza a tomar necesariamente formas personales aisladas. Las
finalidades comunes han realmente desaparecido en un espacio público
despersonalizado, y frente a esto el individuo debe inventarse una identidad a
partir de sí mismo. La conformación caótica de su nueva personalidad debe ser
reprocesada racionalmente y sometida a los juicios del intelecto. La
originalidad informe es, por ahora, disciplinada y apolínea, y cada individuo
debe crear entonces cultura y arte en función de un mundo ordenado y
geométrico. En sus obras debe dejar el sello de su nueva individualidad. El uso
aparentemente creciente de la libertad es en gran medida una ilusión: su
libertad se ha simplemente concentrado en la esfera privada. Allí realmente es
cabal, pero como las relaciones sociales recíprocas ya no dan forma a su
identidad, el mapa dentro del cual se pueden elegir caminos libremente se
convierte en un cuadro en blanco, una tabula rasa, que sólo puede ser llenada
con el reflejo de la propia apariencia o de las vivencias personales. En tanto
éstas no presentan una racionalidad propia, es la percepción del mundo como un
todo abstracto lo que ocupa el lugar de la inspiración religiosa tradicional.
El arte religioso se convierte en representación: ya no hay simbolismo sino
esteticismo. Sólo así puede el individuo entrar en contacto con lo religioso, y
el sello que la personalidad le da al descubrimiento de la naturaleza disociada
de la comunidad es la firma del artista.[7]
En forma creciente las
formas sociales burguesas colonizan los diferentes ámbitos de la vida social.
También intentan hacerlo en la política. En Francia los burgueses intentan
bajar sus abstracciones impersonales de su cielo ciudadano, creando una
carnicería finalmente con sus propios cuerpos. Su objetivo real era destruir
las unidades campesinas y no liberarlas de feudos que hace tiempo habían
desaparecido. En Inglaterra, más pragmáticos, saben que sus pies están en la
tierra de los mercados, y ponen al ideal ciudadano al servicio de la realidad:
su moderación les hace ver que todavía no están listos para ir derrocando el
residuo absolutista que el rey representa de la sociedad estamental y de la
comunidad campesina en proceso de destrucción. Esto crea dos particulares y muy
diferentes universos artísticos: el romanticismo francés y el neoclasicismo
inglés.
En todo momento, sin
embargo, los cánones artísticos siguen teniendo como referencia la vida
aristocrática y su visión del mundo. El burgués todavía no ha perdido, como
sucediera en el siglo XX, a la nobleza como modelo de lo que debería ser su
sentido de trascendencia. Cuando se decide a combatirla y se arriesga a agitar
las huestes del populacho para aniquilarla, lo hace siempre con la pretensión
de que su causa “general” es más noble que ella. Todavía tiene en la nobleza,
mal que le pese, a algo superior a su inmanente egoísmo mercantil: ella sola no
puede apuntar a algo superior a sí misma salvo contradiciéndose. No tiene otra
imagen del hombre heroico capaz de liberarse de las exigencias de su propia
vida mercantil. En contraposición a los estamentos, todas las clases que surgen
dentro de su seno o bajo el mismo, como el proletariado, tienen sus mismas
características y son parte de un mundo hecho a imagen y semejanza de la vida
especulativa. No sólo las profesiones independientes: también las diferentes
relaciones de producción. El asalariado es el extremo de la vida del mercader,
y quizá la apoteosis de la degradación de este tipo de vida: donde la persona
se vende a sí misma sin nunca desprenderse de su cualidad de vendedor, como sí
ocurría en el caso del esclavo.
¿Qué significa esta nueva
vida social burguesa? Aun antes de integrarse en un único sistema capitalista,
cuando todavía los estados subordinaban sus internas islas mercantiles a sus
pretensiones mercantilistas, la vida burguesa se basaba enteramente en la
individuación mercantil. Tal sistema exige que las relaciones sociales no se
construyan mutuamente entre personas ya integradas en un mapa de relaciones
recíprocas, con lo cual no pueden ser pautadas. Las relaciones sociales se
forman mediante expectativas mutuas que son independientes de las personas que
las integran, como casilleros públicos a ser ocupados. Cada individuo para
subsistir tiene frente a sí una suerte de puesto a ser ocupado con una función
específica, sea como oferente o demandante. La coordinación debe entonces
regularse mediante un sistema de precios, y la planificación de la producción
debe encerrarse en la esfera privada para subordinarse a estas expectativas
mutuas sobreimpuestas a lo que serían las voluntades reales si pudieran
concertar previamente lo que producen. La producción de bienes económicos
necesarios para la vida orgánica tiene en este punto las mismas características
que la producción de bienes económicos necesarios para la vida intelectual y
sensible: se elige entre posibilidades de consumo que son demandadas a
posteriori de haber perdido opciones debido a esa misma demanda a posteriori.
La rebelión de la persona contra las necesidades de la vida social de un
individuo productor subordinado a expectativas de consumo, toma forma en el
romanticismo, donde los fines individuales reales
aparecen ligados a pulsiones subyacentes y ocultas.[8] No
queda otro lugar: el individuo separado intenta rebelarse contra las exigencias
que son la base de su propio interés en tanto individuo separado, pero no puede
encontrar otro espacio donde realizarse a nivel consciente, dejando así los
deseos inconscientes sin salida posible. Las imperiosas y estandarizantes
necesidades que impone el individualismo se vuelven contradictorias cuando
exigen al individuo en tanto artista el desarrollo de una personalidad
destacable, ya que incluso cuando quiere liberarse de su carácter de burgués,
el individuo está intentando ser más individuo que el resto de su universo: no
puede concebir su liberación de la vida mercantil más que en forma atomizada y
solitaria.[9] El
artista se vuelve entonces hacia el ostracismo o hacia la hipocresía. Esta
tensión es permanente, y reaparece de distintas formas: el renacimiento ya
posee desde el inicio un elemento romántico, angustioso contra ese universo del
que pretende apropiarse pero que lo domina.[10]
Marx y Freud contra la secuela de Frankfurt
El fin del arte y la consumación del último hombre
Coda tecnológica para el homo festivus
Aquella esperanzada y ciega alegría vital del antropocentrismo renacentista y luego ilustrado, se encontraba sin embargo aun dependiente de premisas medievales que se arrogaba como propias, y cuya destrucción no pudo evitar. Este humanismo, que deja de ser teocéntrico para ser antropocéntrico, ya no sólo rompe sin quererlo aquel cosmos en que la naturaleza se hallaba integrada con los problemas humanos, y cuya inmensidad ahora se le presenta a una escala inhumana, con formas frías y ajenas: también comienza a abrir la caja de Pandora de un poder diabólico que existe a través suyo pero que no puede dominar, que le muestra la faceta más distante de un universo que cree recordar haber conocido y con el que alguna vez se encontraba en una suerte de relación maternal y primitiva, al cual añora regresar a través de las profundidades de la vida inconsciente, tan ajenas a su racionalidad post-ilustrada. La Ilustración se había fracturado, para siempre, en racionalismo y en romanticismo. Ahora bien ¿no tiene esta descripción demasiadas similitudes con el surgimiento de la burguesía, la destrucción de las estructuras estamentales que la protegían y justificaban, un individualismo en el que por vez primera se pone bajo el dominio racional de cada consciencia individual la organización privada de la vida personal y la forma de producir, pero que puede lograrlo al precio de haberse separado de la coordinación en común de su universo económico, el cual, “malestares en la cultura” mediante, descubre se le ha transformado en algo autónomo y diferente: una sociedad mercantil que ha tomado una vida propia totalmente ajena a lo conocido por el hombre, donde la separación de éste con su naturaleza social ha sido condición de su existencia y causa de su entrada al mundo como una nueva forma de vida social, el capital, capaz de escalas cada vez más vastas: urbes, burocracias, mercados y estados, dentro del cual el papel del individuo parecía ser, por su nueva radical independencia, el centro y sujeto, y no era más que el objeto autogobernado para servir a un proceso autónomo, cuyas fronteras tradicionales, religiosas, culturales, políticas, en fin, todavía humanas, se terminaron de romper como diques cada vez más frágiles a principios del siglo XIX: donde la vida cultural ya no edifica la vida social pues ha sido reducida a la esfera privada y sometida a necesidades utilitarias; donde las pulsiones que la animaban quedan ahora como un vestigio, el recuerdo sumergido de un hombre comunitario que al momento de producir dominaba la naturaleza con condiciones puestas por ésta, y que ahora no encuentra un lugar donde anidar salvo la imaginación, continuamente mutilada por sus propios intereses como “burgués” responsable, como individuo que sale a la superficie de su vida social forzado a velar por sus intereses en tanto calculador racional de costes y beneficios? Imaginemos al artista, heredero de un anhelo aristocrático, pero vuelto aislado y egocéntrico, perdido y resentido contra ese universo anónimo y pueril de reciente aparición donde el espacio público ha sido ocupado por marcas comerciales disputando el horizonte visual: una polución de propagandas mutuamente opacadas convertidas en el único medio para competir por comunicar con un falso desinterés de qué serán provistas masas organizadas como ganado. Esas nuevas formas en que se organiza la recién estrenada economía política parecen parte de un enemigo demasiado poderoso para ser siquiera representado: las empresas, con esas almas suyas, apenas manifiestan una suerte de personalidad en carteles mal iluminados y sucios, ya entonces igual de fríos que los sintéticos actuales, y ya también compitiendo por ser la luz más brillante sin nunca enceguecer demasiado al cliente.
Toda la originalidad de
la cultura moderna consiste, esencialmente, en explotar el rango de
posibilidades cada vez más estrecho de las vivencias del individuo en un universo
de individuos aislados. Cuanto más líquidas e insertas en el mercado se hacen
sus relaciones, éstas se hacen más variadas y libres, pero siempre al precio de
hacerse más epidérmicas. Por ende las experiencias resultantes se vuelven más
simples y uniformes, y con éstas los propios individuos que se forman en dichas
relaciones. El material cognitivo que los individuos reciben para engendrar
cultura es esencialmente intersubjetivo, y decae en cuanto los individuos se
forman en un entorno en el que las diferencias, por agudas que se vuelvan, ya
no son relevantes para quien las vivencia por cuanto aparecen licuadas. En
tanto la transformación del temperamento en personalidad es intrínsecamente
social, la personalidad tiende a vaciarse en proporción a la impersonalidad de
sus relaciones sociales. Las experiencias, en compensación, tienen que ser
siempre más vívidas cada vez, más coloridas, más intensas, más fluorescentes,
ya que se han vuelto unidades incrementalmente simples, cubriendo más y más
todo el horizonte de la consciencia. En vez de una paleta continua e infinita
de colores para ser usada en función de un cuadro con combinaciones infinitas,
la paleta se vuelve discreta y por tanto crecientemente finita hasta llegar al
punto de reducirse a los colores primarios, mientras que las combinaciones del
cuadro sólo conservan sentido en función de reflejar las pocas representaciones
simbólicas de dichos colores. La reducción del espectro de emociones a las de
una animalidad socializada, es el corolario de la desintegración del arte en
arte conceptual y arte emocional, luego de un largo viaje de reducciones y
simplificaciones en el uso de nuestros dos hemisferios.
La vida social burguesa
funciona en forma automática apenas los principales bienes de subsistencia se
producen en forma mercantil. En términos marxianos, la infraestructura material
se separa enteramente de la superestructura espiritual y toma vida propia.[11]
El techo de la superestructura no deja de ser condición de existencia de la
infraestructura del edificio social, pero ya no le da su forma ni la
condiciona: los individuos portan la cultura como si fueran paraguas de colores
en un mundo gris. Incluso las instituciones colectivas se comportan como
barcazas en un mar de tendencias. Debajo del oleaje, las corrientes mercantiles
siguen rutas trazadas en constante cambio, reubicando los sólidos bloques
industriales necesarios para su ecosistema. La infraestructura genera así fines
económicos puros y transforma a los individuos, artistas incluidos, en sus garantes.
Sólo en esta sociedad engendrada a posterior de su etapa inicial, el
Renacimiento,[12]
los objetivos económicos se encuentran abstraídos de sus contenidos culturales
y pueden convertirse en un objetivo disociado, puramente monetario, requerido
para todas las formas de subsistencia. La emancipación de la vida cultural de
las pedestres necesidades materiales genera, como antes vimos, la emancipación
de la economía en forma de capital. Los objetivos económicos cambian: se hacen
puros y disociables. Luego, pueden terminar siendo el fin verdadero. Ser un
creador en la superestructura puede pasar a ser entonces una simulación. En
esta nueva situación, la emancipación reemplaza una fusión por una mutua
independencia, que hace posible la subordinación de una a otra. Las necesidades
mercantiles se vuelven crecientes, y el arte siglo a siglo pasa a estar cada
día más al servicio del objetivo de lucro, lo cual logró paradójicamente darle
ciertas formas muy originales pero siempre en un proceso de empobrecimiento deliberado.
Lo que vende (o sea, lo que se compra) es hablar mal de comprar y vender.
Todavía el hombre moderno deseaba algo más que lo que era. La historia del arte
moderno (ya no el postmoderno) es la dolorosa y creciente rebelión del
individuo contra sí mismo. Éste confunde constantemente su sometimiento a la
vida mercantil con las restricciones de las diversas variantes de
conservadorismo cultural que el viejo burgués tuvo que imponerse a sí mismo
para dar orden y sentido a su de otra manera arbitraria vida privada. Al
incurrir en esta confusión, el joven burgués del siglo XX cae en la trampa y
termina la obra que aquel empezara. La rebelión contra el “malestar en la
cultura” del hombre moderno fue en realidad liberar su personalidad del
encorsetamiento de su vida privada por parte de las diversas imitaciones
burguesas de la conducta cortesana. Pero lo hizo siempre articulando, con su
originalidad, elementos que no le eran propios y que se sostenían con el frágil
armazón que quería destruir. Naturaliza el universalismo religioso en
universalismo estético como forma de racionalizar su uniformidad vital, pero
luego desde esa uniforme individuación radical desea afianzar su personalidad,
con lo cual apela al particularismo y al regionalismo.[13]
Vale aclarar que siempre
le ocurre lo mismo: cuando este armazón termina de ser desintegrado, ya no
queda lugar para que subsistan los elementos con los cuales podía engendrar
cultura, y así es que debe buscar nuevos lugares de su vida social para
destruir simbólicamente. De allí que durante todo el siglo XIX el arte casi no
reflejara la realidad mercantil capitalista en la que se hallaba sumido: el
universo de las marcas y los productos del capitalismo convertido al fin en
sistema, en un mundo totalmente nuevo, casi no aparece y con suerte se puede
vislumbrar desdibujado en un paisaje onírico. Recién en el siglo XX, ya con
todas las monarquías al borde de una al fin eficiente aniquilación republicana,
en plena desintegración simbólica de los referentes estamentales, se concentraría
el burgués industrial en su propia realidad, y al hacerlo buscaría directamente
negar sus propias condiciones de existencia cultural y económica: el futurismo
antiliberal y el obrerismo anticapitalista.
Marx y Freud contra la secuela de Frankfurt
Modernidad y
modernismo, postmodernidad y postmodernismo. No es muy usual que se recuerde la
diferencia entre la forma de vida en una organización social y los valores y
corrientes de pensamiento que intentan articularse para encararla. Quizá
porque, sencillamente, esta separación –entre infraestructura autónoma y
superestructura como epifenómeno– es característica misma de la modernidad, y
por eso mismo sea difícil extrañarse ante semejante cosa: es impensable para
poder vivir. Necesitamos evitar percibir que se vive en una sociedad con vida
propia. Un marxista podría fácilmente adscribir a lo siguiente: nuestro sentido
común moderno aplica sólo para la vida social, ya que nuestros afectos y
nuestra razón no pueden tener una base moderna porque, en sí misma, la
modernidad está constituida en la alienación social; su santo y seña es la
contradicción, la separación, el conflicto.
La distinción entre
modernismo del siglo XIX y del siglo XX me parece no sólo adecuada sino harto
interesante. Nunca me había concentrado en la importancia de lo que los
diferencia, a pesar de que la conocía bastante. Todos los modernos del siglo
XIX, de una u otra forma, aceptaban la dialéctica de la modernidad como una
contradicción ambulante. Sabían que todos sus valores, fueran más o menos
nostálgicos del pasado o más o menos esperanzados del futuro, sólo se
realizarían pasando a través de la aventura moderna, y como no sentían que
estuvieran condenados por la historia, la modernidad debería de ser un paso
necesario que crearía las condiciones para su existencia real. La modernidad
del siglo XX creó otra situación que fue ayudando a que el modernismo variara.
Esta modernidad se dividiría a su vez en dos fases: una “sólida”, en la que la
planificación industrial pretendía o parecía dominar enteramente la “irracionalidad”
del sistema de mercado, y una “líquida” (la “postmodernidad”), en la que, a la
inversa, el mercado pretende o parece asimilar enteramente la “racionalidad” de
la planificación industrial. En cualquiera de estas dos fases, el modernismo
del siglo XX (y el postmodernismo como su etapa final, correlato a la
postmodernidad) no pudo adoptar una posición que diera cuenta críticamente de
la dialéctica contradictoria de la sociedad moderna, adoptando posiciones
polarizadas a favor y en contra. Todo esto me parece correcto, y hasta aquí ya
parece un resumen de secundaria. El punto es que la suma de aciertos en la
diana por parte de un Marshall Berman se pierden en la que creo es una
conclusión fallida, y en puntos clave. Nietzsche y Marx, para empezar. La posición
nietzscheana, es cierto, es la de un moderno del siglo XIX, que comprende las
aporías y contradicciones del nuevo individuo emergente y de su vida social,
pero su indeterminismo no da verdadera cuenta del fenómeno moderno, aunque con
gran visión preludia le ética que necesitará el período “postmoderno” para
subsistir, y que el postmodernismo intentó usar para enfrentar su época. ¿Es
que entonces tenían razón los pesimistas, por el centro como Weber, por
izquierda como Marcuse y Foucault, y por derecha como Ortega, Spengler y Eliot?
Sí y no. Para empezar, todos son herederos directos de Nietzsche y Freud. El
pesimismo que describe Berman no lo era tanto: en los tres casos, las
esperanzas se ubicaban en la tensión entre el individuo creador y la masa moderna,
con la diferencia de que en el modernismo del siglo XIX esa autoafirmación
sería a la vez contradictoriamente creada por la misma vida moderna, mientras
que en los modernistas del siglo XX la modernidad se encuentra condenada a una
pasividad inhumana: sea elogiada como en el caso del revolucionario
electromecanizado del futurismo, o despreciada como en el pesimismo cultural de
izquierda o derecha. En este último caso, la esperanza no encastra en el rumbo
de la historia sino que florece desesperadamente en los accidentes: en el caso
de la derecha, las viejas aristocracias sociales aun no asimiladas por la
sociedad de masas, y en el caso de la izquierda, los marginales y segregados de
esa misma sociedad de masas. El pesimismo de los críticos modernos de la modernidad
en el siglo XX es casi completa, sí, pero respecto a esa misma modernidad.
Ahora bien ¿era la posición de Marx tan distinta a la de los “reaccionarios” y
“progresistas” del siglo XX? A mi juicio, no. Era distinta en un punto clave:
su esperanza no estaba fuera de la modernidad sino dentro de ella. ¿Qué tenía
en común con éstos entonces? Que lo que la modernidad engendraba negativamente
no era mejor que aquello que era funcional a sí misma: el proletariado no era
una clase mejor oprimida: era una aberración. El proletariado y su misma lucha
revolucionaria era algo despreciable para Marx. Su negatividad era condición de
su existencia: una total negación de la humanidad. Seguía en esto directamente
a Lorenz von Stein. Todo lo peor que Weber, Spengler y Foucault pudieran haber
dicho de las masas, palidece ante la negación dialéctica de la humanidad que
Marx veía encarnada en el proletariado. Sin embargo es precisamente este
carácter el que hace posible, en su profecía tecnohistórica, la liberación total
del sistema social de sí mismo, y el paso apocalíptico hacia un futuro
escatológico. La liberación vendrá de la mano del proletariado recién cuando el
proletariado se cancele a sí mismo como tal. Y esto sólo será posible cuando
pueda liberarse del proceso del capital sin necesidad de una tutela superior,
esto es: cuando sea capaz de engendrar un modo de producción nuevo donde deje
de ser proletariado. Esta tesis que, como se ve, es radicalmente opuesta al
cuartel económico de Lenin, tiene muchísimo de cristiana. Mucho más que lo que
se puede encontrar en la posición de cualquier reaccionario de derecha. La
diferencia es que esta suerte de escatología es organizativo-social y no
sobrenatural, y sólo en este sentido se opone a la redención cristiana. En todo
lo demás es un reflejo reelaborado de los últimos tiempos bíblicos, y dudo
mucho que Marx se sorprendiera demasiado de esto. Él mismo diría en Sobre la
cuestión judía que la religión por antonomasia es la cristiana, así que no
sería sorprendente que hubiera afirmado que ésta es el perfecto reflejo
especular en el espíritu del sentido de la historia material de las comunidades
primitivas al comunismo global futuro. Por supuesto éste no es un buen
argumento para la Teología de la Liberación, ya que no propone una comunión
basada en el amor mutuo y a Dios, sino una comunidad que se organizaría como si
ésta fuera el constituyente social: con suerte a lo sumo una secta que
intentara revivir la vida de los primeros cristianos podría adoptarla como un
criterio secesionista de organización social. Pero más allá de todas las
posibles digresiones que pueda motivar esta clarificación, el caso es que Marx
no intentaba rescatar valores modernos ni aspectos de la modernidad en la forma
en que se encontraban dentro del modernismo y de la modernidad. Debían ser
superados, en el sentido hegeliano del término “superación”, para
reencastrarlos en la unidad que tenían de medular las pequeñas unidades
comunitarias de producción premoderna todavía incompletas y sólo cohesionadas por
estamentos que los empujaban al futuro. Su visión no es exactamente moderna,
como se puede ver. Es una fusión mucho más alta y por lo pronto resulta más que
pretenciosa. Quizá no imaginó ni predijo tan perfectamente que el corazón de la
modernidad terminaría en la postmodernidad, en su licuificación cultural
completa, y en gran medida de la organización del trabajo, de la educación y
del entretenimiento. En resumen: ¿por qué hablar, entonces, más de Hegel y Marx
que, por ejemplo, de Nietzsche y Freud, siendo que éstos últimos han acertado
más y mejor sobre los caracteres del hombre presente? Porque los últimos no han
sabido ver más que las pulsiones subyacentes, mientras que aquellos vieron las
posibilidades reales de sus sublimaciones en las estructuras relacionales que
son la naturaleza real de la sociedad: vieron las potencialidades del hombre
donde estaban: el universo de los constituyentes del pensamiento y el de los
factores de producción. Vislumbraron baudelaireanamente, en suma, el futuro del
“superhombre”, y no una extrapolación de los atributos de una divinidad en el
“último hombre”. Y no partieron de lo más bajo que había en el hombre, sino de
lo más alto.
El fin del arte y la consumación del último hombre
En todo momento el arte
individual (y sigue siendo individual por más que sea creado por “colectivos”
de individuos en rotación) ha intentado crear en el universo de lo privado un
mundo distinto que aquel espacio público en el que vive. Incluso ha creado comunidades
hechas a su imagen y semejanza, impersonales, o sea no-comunidades,
necesariamente estériles. Pero el resultado fue y sigue siendo el mismo: la
potenciación de un individualismo que finalmente deberá ser mercantil. Los
hippies se convirtieron en lo que ya eran en la competencia sexual bajo el
disfraz comunitario: yuppies. La libertad y la independencia no se pueden
conciliar con la comunidad o el afecto, si están desarticuladas y anarquizadas.
Su aumento no puede entonces realizarse en el espacio público a costa de la
vida mercantil, sino simplemente en la vida privada. Romper las formaciones de
barcos puede ser más satisfactorio para navegar libremente, pero puede poner en
peligro la subsistencia y obligar a los navegantes a buscar tierra firme en
otra parte. Éste era el sueño gramsciano de destruir la familia burguesa y las
tradiciones culturales cristiano-occidentales para socavar al orden capitalista
y que las nuevas generaciones terminaran requiriendo un nuevo orden al otro
lado del muro. Craso error. El individualismo resultante sólo motivó un mayor
“sálvese quien pueda”, que fue desarrollándose al mismo tiempo que todos
aprendieron a navegar por su cuenta (en el caso de los asalariados a nadar de
fragata en fragata). Aprender a disfrutar más de esta sobrevivencia
independiente y libertaria como individuos más fuertes compensa la escasez de
relaciones significativas y la abundancia de incertidumbre. Vestir al negocio
con las apariencias del proyecto personal, y al turismo con las de la aventura
vital, compensa el stress y la monotonía con el narcisismo y el deporte.[14]
El arte, que había ayudado a destruir por transgresión esos constrictivos lazos
familiares y tradicionales que la vida burguesa usaba para sobrevivir, ahora
debe proveer de satisfacción al sistema de vínculos mercantiles que esa misma
sociedad burguesa había engendrado en reemplazo de aquellos. El arte
contemporáneo ya no tiene nada contra qué rebelarse, puesto que la vida social
ya al fin no depende absolutamente en nada de la cultura, y todo gracias a este
mismo. No tiene sentido alguno intentar romper superestructuras culturales allí
donde la cultura ha dejado de ser siquiera un mínimo espacio de articulación
para el esqueleto de la vida social. El arte sólo puede crear ahora más y
mejores espacios minimalistas para el ocio: el entorno para una vida social
líquida conformada a imagen y semejanza del negocio. Los intercambios se
realizan allí en forma no monetaria, mediante las personas mismas convertidas
en productos por parte de sí mismas como propietarios de un capital social. El
arte consiste pues, simplemente, en proveer de material estético como adorno
para el regateo en las redes sociales: el esfuerzo generalizado de obtener
entretenimiento mutuo, que es en lo que se ha reducido la vida fuera del
trabajo. El arte es hoy escenografía funcional: es vestuario, música y baile;
arquitecturas funcionales para formar individuos que viven para los encuentros
en estos espacios. Absolutamente nada más. Esto puede sincerarse u ocultarse por
un tiempo bajo un manto de hipocresía necesaria, al menos hasta que los tabúes
cristianos travestidos en chivos expiatorios del progresismo sigan siendo
necesarios para relacionarse en esta prisión mutua de expectativas que se ha
vuelto la corrección política. Pero esto no es más que la contracara de la
eliminación de exigencias mutuas en las relaciones sociales. La justicia
burguesa exige una metaética contractual, no una moral sustantiva. No la
necesita. Un individualismo completo reducido a la vida privada hace que la
articulación de los fines individuales privados no dependa en absoluto del
contenido de esos mismos fines y por ende no sea modificado por éstos. Y ese es
exactamente el mundo que la corrección política ayudó y sigue ayudando a crear
acompañando la zanahoria con el palo. El logro de la política de la tolerancia
y la perspectiva de género es haber llevado también la sexualidad a ese
criterio liberal burgués de garantizar la libertad mediante la atomización: la
destrucción de los roles y las responsabilidades que acarrean.[15]
El deber de tolerar en el espacio público cualquier referencia al uso personal
de la propia vida, y la intolerancia más absoluta a cualquier opinión
(religante) que pueda implicar un canon respecto a la vida personal. Cuando la
destrucción de los lazos afectivos personales se ha hecho total, y cuando se
convierte por ende en una necesidad la despersonalización de las relaciones
humanas, la exigencia recíproca de un contenido específico para la vida
personal se vuelve intolerable. Si no vamos a tener amor, al menos seamos
libres… y que nadie nos diga que eso no es amor. El arte hoy se desgañita en
pretender ser todavía la vanguardia en la provisión de estética al relativismo
como arma contra el orden capitalista, cuando ya hace rato la maquinaria que
dice querer destruir trabaja con este nuevo aceite social. Es casi razonable
que en un mundo de desinterés mutuo nadie esté dispuesto a aceptar que le digan
lo que tiene que hacer. Pero como todavía exigimos libertad con el lenguaje
–aun humano– de la reciprocidad, tenemos que ocultar que nuestro interés en la
diversidad no reside en el compromiso por la causa del liberalismo cultural y
la tolerancia sexual, sino en el propio desinterés por la vida ajena. Como
ahora todos nos hemos salido de la norma, y de hecho la norma de lo atractivo
consiste hoy en vender la diversión que conllevaría esta originalidad, hay
mayor interés en defender a las minorías que en perjudicarlas. La misma
hipocresía que tantas veces se dio en las opiniones políticas de reclamar
pluralismo cuando se está en desventaja frente a una opinión mayoritaria, ahora
ocurre en el ámbito de las formas personales de vida y los gustos estéticos. Y
es evidente tal doble estándar cuando como contracara pedimos, de pronto, la
aniquilación de las minorías que quieran expresarse en contra de esta
tolerancia, sin la menor empatía con ellas a pesar de que representan el propio
pasado cultural mayoritario hace menos de dos décadas. La conclusión,
paradójica ante quien no quiere ver lo evidente, es, simplemente, la evidencia
del alfa y el omega de esta situación: el total desinterés por las formas y
gustos, primero en los demás, lo que conlleva una vinculación superficial con
los otros, y finalmente en uno mismo, ya que la mutilación de compartir
convicciones comunes termina requiriendo, para aliviar la tensión, el eliminar
cualquier forma de convicción sobre lo que debería ser una vida virtuosa, hasta
que finalmente la misma idea pierde cualquier significado. Extrapolado a la
obra de arte, sucede exactamente lo mismo. De hecho, el arte se ha vuelto casi
simplemente una suma de declaraciones de rebeldía simulada contra enemigos
extintos (o en peligro de extinción) de la secularidad y el cosmopolitismo
burgueses.[16]
El relativismo postmoderno tiene una forma gráfica, un marketing, que se
pretende más subversivo cuanto más institucionalizado está. El error es creer
que ha dejado de ser insurreccional porque nos ha acercado más a Estados Unidos
que a la ex Unión Soviética, cuando precisamente, y desde el vamos, era en la
tierra de los trabajadores donde estaba prohibido (allí la revolución
institucional era el arte del proletkult),
mientras que en la tierra de los emprendedores se trataba de un catalizador provisionalmente
disruptivo, engendrado por las mismas grandes empresas que, sin contradicción
alguna, hacían de mecenas de la transgresión.
La búsqueda de un
sentido para la vida dentro de la sociedad burguesa fue siempre, y
desgraciadamente, un sueño compensatorio. Pero era un sueño loable y
aspiracional completamente sano y entendible, como lo era para Marx la
religión. Ya ha desaparecido, por supuesto, junto con la religión. Es tan
sencillo que no exige sofisticación académica alguna explicarlo: si el sentido
de la vida (y junto con éste el significado del arte) existe, sólo puede ser
uno para todos y por ende debe ser vivido en común, por más variadas formas que
tome y por más sentidos que las vidas individuales tengan en ese cosmos común.
Pero la confluencia de las vidas personales (y de las obras de arte individual)
en un proyecto común no existe en una sociedad mercantil: necesariamente debe
ser una ficción. En vez de buscar reconstruir la unidad perdida de la vida y
del arte dentro de las ficciones burguesas, las izquierdas y las derechas que
se rebelaban contra la alienación moderna optaban por la ingeniería social: entrenar
vidas humanas y fabricar obras de arte que existían en función de representar
el proyecto de una unidad artificial a la cual subordinarse: un liderazgo
anónimo o carismático aceptado compulsivamente, en el que una y otra vez se
rinde culto a un solo hombre o una camarilla como esquizofrénica condición para
la liberación social. ¿Qué hizo la postmodernidad de raigambre nietzcheana, bien
fuera ésta de izquierda y derecha, para hacer un camino alternativo e
igualmente revolucionario? Pues negar la existencia el sentido de la vida
humana y de la historia. Se suponía que si el último hombre necesitaba de esa
ilusión, perecería con ella. Lo que aconteció fue un poco más triste: se aprobó
la idea de vivir sin ningún sentido, sacrificando así lo más caro a la vida
inteligente, y la sociedad mercantil pudo entonces existir sin necesidad de
prometer ningún tipo de trascendencia.[17]
Al fin y al cabo ¿qué nueva unidad social podría basarse en el relativismo
individual? La llamada postmodernidad le quitó todo atisbo de realidad al anhelo que se
ocultaba tras la ficción, cargando al contenido cultural con la responsabilidad
de ese contexto que le obligaba a ser no más que una promesa rota. ¿Pero era
esto cierto? No había forma de probarlo, claro está, porque el postmodernismo
destruiría también, tanto en la vida como en el arte, la idea misma de verdad.
Como forma de probar tener la razón, le costaría parte de su reputación: al establecer
el definitivo triunfo del último hombre en el mundo, o al menos en su mundo, el
fin de la noción de trascendencia significó el agotamiento del combustible
espiritual del arte.
Como los efectos de las
opiniones culturales se limitan a lo privado, y se ha descubierto que la
sobrevivencia social no sólo es posible sino que exige esta tolerancia (o la
apariencia de la misma) la única forma de poder evitar la soledad es la
simulación permanente de valoración positiva por formas de vida y de arte diversas
por las que ya no se siente absolutamente nada. La instrumentalización de las
relaciones sociales sólo puede acompañarse de una valoración mutua de los
proyectos de vida mediante la institucionalización de la mentira. Dos opciones
tiene el individuo contemporáneo y ultramoderno: la simulación condescendiente
por la vida de otros átomos individuales, que exige ciertas válvulas de escape
ocultas, o la degradación completa del juicio de valor al aprecio bovino por la
diversidad misma sin importar su contenido.
Me atrevo a cierta libre
metáfora psicoanalítica: la fuente de que la abrevaba el arte premoderno era
como la energía vital de un niño: independientemente de su origen toda ella era
canalizada en objetivos no sexuados. El universo social era intrínsecamente
sublime, no sublimado. La subsistencia del arte no exigía
negatividad alguna: la vida misma era extramundana.[18]
La sexualidad y el dinero estaban inmersos en un universo que no era regido ni
por uno ni por otro. Sus solas existencias podían ser contaminantes o vivificantes,
pero en ningún caso corroían ni ponían en peligro la sociedad existente. No había
tentación reprimida sino, a lo sumo, una situación de perversión polimorfa. La
modernidad, en cambio, fue como la llegada a la pubertad social. De pronto el
interés cultural requiere para subsistir de la sublimación y de la represión.
La negatividad se ha vuelto la condición de la obra de arte,[19]
ya que ahora la positividad se ha convertido en la afirmación social,
mercantilmente articulada, de la búsqueda de realización de las necesidades
animales en un contexto no instintivo, como mayor logro de la realización
humana y con los elementos culturales convertidos en adornos por necesidad. La
estructura social mercantil alcanza el estadio en el que puede canalizar (a su
forma, pero puede) en forma simultánea todas las pulsiones competitivas y
sexuadas (no dirigidas a la satisfacción sino al deseo y la competencia por la
satisfacción), y reprimir las pulsiones comunitarias (no contempladas por Freud)
que organizaban la sexualidad en una unidad dirigida a la reproducción,
sublimándolas ahora tramposamente a través de solidaridades impersonales, sean
colectivistas y políticas en militancias, o atomizadas y reticulares en
campañas de solidaridad. Desde fines del siglo XX la complejidad social
creciente no exige ya reprimir las pulsiones sexuales, ni para salvar espacios
comunitarios más ricos como en el caso de las sociedades premodernas, ni para
mantener la disciplina patrimonial donde la competencia sexual no ha entrado
aun en simbiosis con la competencia económica como en el caso de la modernidad
hasta fines del siglo XIX. En tal situación ya no es necesario el arte, y por
tanto no hay condiciones para que pueda ser inspirado. En el conflicto moderno
entre lo vital y lo moral, ha triunfado lo vital: ya no sólo sobre el bien y la
verdad, como quería Nietzsche, sino también sobre la personalidad y sobre el
arte, como no quería Nietzsche.
Coda tecnológica para el homo festivus
No todo está perdido. O, mejor, hay
esperanza porque por estos caminos a Roma ya no hay nada más por caminar. No hay post-arte. No hay nada. Si había otros trayectos ya no los podremos vivir realmente. Podemos desandar, volver pasos atrás y simular que hacemos nuevamente el mismo viaje, pero será una farsa. Hemos arribado a
destino, y la historia ha llegado a su fin. Pero es esta historia la que ha finalizado: la historia de la sociedad moderna. Una verdadera
postmodernidad no podría siquiera imaginarse aun. Los materiales para los
cimientos de un nuevo mundo se están empezando a fabricar ahora mismo, pero no
podemos siquiera imaginar cómo utilizarlos, de la misma forma que Julio Verne
no podía saber cómo fabricar un submarino a pesar de poder imaginarlo. La tesis
general que recorre este trabajo es que la infraestructura social crea las
condiciones de posibilidad de la superestructura cultural. O al menos del éxito
de la misma si dicha superestructura carece de una infraestructura propia. Y
ciertamente todas las interpelaciones a la sociedad mercantil en forma de
conflicto carecen de vida propia: todas son burguesas de pies a cabeza. De
hecho, son producto del propio desarrollo del Manón capitalista, que engendra
el conflicto consigo mismo y a enemigos sin futuro que le sirven de acicate. La
revolución permanente es su santo y seña. Si hay historia después de la
modernidad, si hay algo más que democracia plural, economía de mercado y
derechos humanos, que militancia, entretenimiento y progresismo, entonces el
fin del desarrollo de la cultura moderna que estamos presenciando será como un
callejón sin salida. El agotamiento señalará un punto de inflexión: un salto al
vacío. Es implosivo. No tiene sentido intentar dibujar la vacuidad ni engendrar
la implosión. Si lo nuevo existe realmente no nacerá de un imaginario individuo
rebelde no-mercantil. O, a lo sumo, será su suicidio el que nos de acceso a la novedad. No tiene caso descubrir si la historia del hombre es como el desarrollo
de un gran organismo, pero al menos podemos saber que nuestra sociedad opera en
forma inercial. Es cuestión, pues, de seguir adelante y ver qué verdadera transformación
nos exige. Recolectar los mejores frutos culturales y económicos que la independencia moderna hizo florecer en el hombre, y conservar estas nuevas capacidades provistas por la individuación para ser reintegradas en una nueva vida comunitaria: o sea, en una sociedad en la que no seamos inconscientes de nuestra absoluta interdependencia. Volver a la solidez relacional de las comunidades orgánicas pero con la movilidad interpersonal de la modernidad, que en ésta se realiza al precio de la liquidez contractual de las sociedades mercantiles y la pérdida de todo control sobre el contexto que creamos y del que dependemos.
Pero mientras la coyuntura nos compela a las mismas fórmulas que nos llevaron a la tragedia, sabremos estar otra vez cumpliendo el rol de los farsantes de la historia: las mismas recetas en la política, las mismas intenciones en el arte, las mismas oprobiosas vinculaciones de ambos mundos. Hasta que no surja un reducto en que el mundo social, la política, la economía, la cultura, la religión y el arte no se vislumbren reunificados, realmente religados por una causa común y no meramente reorganizados políticamente desde fuera, sólo quedará la opción ya muerta al nacer de revivir la vitalidad cultural instrumentalizando fenómenos religiosos como se añoraba en las representaciones románticas.[20] Mientras nos asociemos desde la separación, mientras busquemos nuevas ciudadanías para ocultar una voluntad narcisista, estaremos haciendo imitaciones ficticias de ese salto necesario hacia una mejor forma de vida, y condenándonos a reafirmar el hecho de que nuestros pies de mercaderes siguen atados al suelo, por más que nuestras manos sostengan pinceles y plumas que pretenden alcanzar el cielo.
Pero mientras la coyuntura nos compela a las mismas fórmulas que nos llevaron a la tragedia, sabremos estar otra vez cumpliendo el rol de los farsantes de la historia: las mismas recetas en la política, las mismas intenciones en el arte, las mismas oprobiosas vinculaciones de ambos mundos. Hasta que no surja un reducto en que el mundo social, la política, la economía, la cultura, la religión y el arte no se vislumbren reunificados, realmente religados por una causa común y no meramente reorganizados políticamente desde fuera, sólo quedará la opción ya muerta al nacer de revivir la vitalidad cultural instrumentalizando fenómenos religiosos como se añoraba en las representaciones románticas.[20] Mientras nos asociemos desde la separación, mientras busquemos nuevas ciudadanías para ocultar una voluntad narcisista, estaremos haciendo imitaciones ficticias de ese salto necesario hacia una mejor forma de vida, y condenándonos a reafirmar el hecho de que nuestros pies de mercaderes siguen atados al suelo, por más que nuestras manos sostengan pinceles y plumas que pretenden alcanzar el cielo.
[1]
HEINRICH, 2008: 85-91
[2]
ARON, 2010: 113-117
[3]
GRIFFIN, 2010: 259-262
[4]
FROMM, 2009: 83-89
[5]
ROMERO, 2014: 21-23
[6]
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MARCHÁN FIZ, 1982: 16-17
[8]
ARENDT, 2010: 48-54
[9]
ARGULLOL, 1987: 17-21
[10]
ARGULLOL, 1982: 11-21
[11]
COHEN, 2015: 132-147, 187-192
[12]
MARÍN, 2007: 229-231
[13]
MARCHÁN FIZ, 1982: 22
[14]
FASSIN, VANOLI, REVEL, MAVRAKIS y BOCCARA, 2015: 59-93
[15]
BAUMAN, 2003: 74-75
[16]
MURAY, 2012: 48
[17]
SÁBATO, 2007: 124-137
[18]
BAUMAN, 2007: 93-96
[19]
HAN, 2015: 37, passim