jueves, 15 de diciembre de 2016

La Nostromo de Feinmann


Voy a postear hoy unos breves párrafos que escribí como parte de una respuesta a un artículo publicado en Página/12 por un intelectual, también considerado como filósofo, que suele escribir para dicho periódico. Me refiero, por supuesto, a José Pablo Feinmann. 
El artículo se titula "Dios, el octavo pasajero", y su título lo dice todo.
Lo que voy a publicar aquí debajo comenzó inicialmente como una humilde colaboración, a pedido del filósofo y amigo Ricardo Pobierzym, para una presentación suya. Se limitaba al aporte de mi particular perspectiva sobre algunos de los temas tratados en el texto de Feinmann; texto que, a mi juicio personal, es rudimentario, banal y equívoco. 
Mi escrito, muy breve si se omiten las citas, consistió entonces en una serie de opiniones fugaces y fragmentarias sobre tres tópicos que Feinmann relaciona con la cuestión de Dios y de la fe religiosa: el régimen de la llamada Revolución Francesa en su período terrorista, la modernidad y la Ilustración, y finalmente el historicismo marxiano. Helo aquí, levemente ampliado:


REVOLUCIÓN FRANCESA (I)

Dios no es un octavo pasajero. Es un exiliado que se ha intentado recuperar con falsos dioses. La Revolución Francesa –aquella que el “comunismo grosero” ha endiosado y todavía endiosa–, no es más que el desarrollo de una rebelión que la misma monarquía engendró contra sus fundamentos feudales al pretenderse absoluta, así como el partido jacobino la continuó contra sus principios burgueses al pretenderse totalitaria. Según Hegel, llevando finalmente a una resolución dialéctica en el “Primer Imperio”. Según Marx, creando el inconsecuente oprobio de la revolución permanente de un Estado (divinizado) contra su sociedad civil, que luego de fracasar sólo reforzaría, ideológica y técnicamente, al Estado burgués. 
Para Nietzsche y Freud, es en el último hombre de esta sociedad ilustrada que realmente se pretende acabar incluso con los sucedáneos de Dios, pero no en la religión laica que, a la Rousseau, la ingeniería intelectual intentó proveer para el republicanismo. Con mucha claridad Guerrero muestra el desarrollo intelectual que dio forma al liderazgo ideológico de la Revolución Francesa:

En el interior del movimiento iluminista, aduce Guerrero, pueden distinguirse tres grandes corrientes de la filosofía de la historia. En primer término, la corriente central del "progresismo culturalista", con dos subcorrientes: por un lado, "la concepción racionalista" (en parte Voltaire y Montesquieu, pero sobre todo Turgot, Condillac y Condorcet) que se remonta al siglo XVII y descansa en "una actitud vital de tipo optimista" y, por el otro, "la concepción naturalista y mecanicista" (Le Mettrie, Diderot, D'Alembert, Helvecio, Holbach), elaborada en el mismo siglo XVIII, que se funda en una actitud más bien "pesimista" de la vida humana, para la cual "la historia no está presidida por ninguna organización racional y por lo tanto tiene que moverse en un círculo de crecimiento, maduración y decadencia de los pueblos y los Estados". En segundo lugar, debe ubicarse la corriente opuesta del "pesimismo cultural", inaugurada por Rousseau, esto es, "la concepción de la historia como un retroceso incesante de la humanidad". Por último, frente a estos dos esquemas, "que operan con abstracciones pseudo-históricas y morales", se encontraría la corriente "historicista", a saber, "el intento de una adecuada valoración del pasado", que se inicia con la obra de Giambattista Vico, se cumple parcialmente en Francia con Montesquieu y alcanza su apogeo en Herder. [...] 
En los tiempos modernos, la representación escatológica del destino del género humano se ha transformado "en una dirección puramente secular y mundana". Con el Humanismo, los bienes y valores del cristianismo, "desprendidos del cielo, han quedado agrupados bajo la idea central de la cultura". Hasta mediados del siglo XVIII, esta idea es indudablemente "el concepto básico -o por lo menos la imagen de atracción mágica- de todas las preocupaciones por la historia, la sociedad y la propia época". Si en el cristianismo la conciencia histórica había implicado "una preparación y, a la vez, en una disposición para el fin", también las supone ahora, sólo que "el fin ya no consiste en la superación del seculum por la Eternidad, sino (.) en la máxima elevación del siglo, hasta llegar a una época concebida como equivalente de la Eternidad". En un primer momento, esta emancipación de los fundamentos teológicos se traduce en un racionalismo optimista para el cual el sentido histórico consistiría en un progreso y perfeccionamiento de todas las capacidades humanas. Bajo esta perspectiva, el pasado aparece como "una sucesión de etapas hacia el esclarecimiento, dentro del mundo, que produce la cultura racional." Pero después de este momento de optimismo -cuya finalidad de esclarecimiento o iluminación racional da al movimiento de las Luces su nombre y su programa de acción- sobreviene otro de signo inverso: un período de crisis, representado por Rousseau, que en su Discours sur les sciences et les arts, escrito en 1750, denuncia que el desarrollo de la cultura sólo enmascara la corrupción de las costumbres y la decadencia moral.
En las teorías contra-ilustradas de Rousseau, más claramente que en ningún otro autor de la época, se expresan las "antinomias de la conciencia histórica" del siglo XVIII que Guerrero examina en la tercera sección de su trabajo. El filósofo ginebrino procede a un "trastocamiento de todos los valores culturales realizados en la historia" y, en su condena radical del progreso, "llega a la negación de la historia". En efecto, frente a la historia iluminista, concebida como un desarrollo progresivo a través de una sucesión de etapas culturales, Rousseau postula "un estado extra-histórico, un estado que concibe como naturaleza". Sin embargo, en Émile y en Julie, pero sobre todo en Du Contrat social, no queda prisionero de "este antagonismo entre el estado de naturaleza y el régimen de cultura", entre las demandas de una libertad originaria y las formas inauténticas de la organización social, sino que busca resolverlo dentro de la propia dinámica histórica, integrando "la libertad en el orden": el "contrato social" será la síntesis de "la vida natural espontánea" y "la vida histórica opresora", del amour de soi y la volonté de nous, capaz de elevar la libre auto-enajenación del individuo en la volonté génerale a "principio de la convivencia humana".
Pero la riqueza de esta dialéctica no sería apreciada por sus contemporáneos: frente a la tesis del progresismo cultural, que ha de prolongarse en el liberalismo pre y post-revolucionario, la obra de Rousseau se presenta como "una antítesis escurridiza", dotada de una inquietante "duplicidad". Una antinomia ciertamente persiste en la filosofía social del iluminismo: el hombre que "produce" los bienes culturales, las costumbres y las instituciones y el hombre que "los comprende, que lo llena de racioanalidad", en el sentido de Max Weber, no es el mismo. Mientras que todas estos fenómenos constituyen "la expresión de una comunidad histórica", "el hombre que los valora y conoce, el hombre de la sociedad burguesa es, fundamentalmente, un individuo particular". En otras palabras, el siglo XVIII "pretende comprender el mundo histórico-social en tanto es un producto de la actividad humana en general, pero para ello sólo se dispone de "una conciencia individual, aislada, robinsoniana". En el Iluminismo, el sujeto únicamente afirma como tal "en la receptividad del conocimiento"; en el orden de los acontecimientos, en cambio, aún se concibe como res extensa: "las objetivaciones histórico-sociales son asimiladas a las estructuras de la naturaleza, es decir que son explicadas como si fueran entes extraños a la vida humana".
Junto a esta antinomia, otra quizás más poderosa se despliega en el dominio del pensamiento iluminista de la historia, donde también Rousseau "expresa la antítesis frente a la tesis del progresismo liberal": por un lado, el desarrollo de las artes y las ciencias hace concebir ilusiones en el provenir del género humano; por el otro, el mito del "buen salvaje" arroja sobre el presente la sombra perturbadora de una humanidad pre-histórica, "inocente y feliz precisamente porque no conoció la civilización". Ambas posiciones entrañan "una negación de la historia o cuanto menos una valoración negativa" de la herencia cultural: sobre la tabula rasa de las tradiciones históricas, fuente de miserias y supersticiones, la primera proyecta "la idea del Reino de la Razón"; la segunda "opone la naturaleza -en el sentido de Rousseau- a la historia", concebida como portadora de "una decadencia de las fuerzas primitivas, esencialmente nobles, del hombre". Haciendo suya la crítica rousseauniana de la cultura, que había dado "un doble sentido a la conciencia de la época", la Revolución francesa pretenderá combinarlas, esto es, querrá "renovar" el estado de naturaleza, "traerlo a nueva vida", "cumplirlo, de una vez para siempre, convirtiéndolo en el estado final" de la civilización.

Agrego a lo anterior a Furet, que explica cómo la descristianización forzada no se deducía de un proceso endógeno de transformación cultural real hacia un burgués racionalismo ateo, sino que era una mera necesidad del régimen ideológico del Comité de Salvación Pública, con su Culto a la Razón convertido finalmente en Culto al Ser Supremo, frente al cual el pueblo llano de Francia ha tenido, 
como víctima o como turba, un papel pasivo. El origen en gran medida burgués de la dirigencia revolucionaria no hacía a su régimen burgués en casi ningún sentido:

La ideología jacobina y terrorista funciona pues ampliamente como una instancia autónoma, independiente de las circunstancias políticas y militares, espacio de una violencia tanto más difícil de definir cuanto que la política se disfraza de moral y el principio de realidad desaparece. Sabemos, por otra parte, que si las dos primeras oleadas terroristas, de agosto del 92 y del verano del 93, están evidentemente en relación con la coyuntura de peligro nacional, el «gran Terror» no coincide con la gran amenaza de los años terribles; interviene, por el contrario, en plena recuperación de la situación militar, como máquina administrativa de una metafísica igualitaria y moralizante, en la primavera de 1794. El Terror es el fantasma que compensa el callejón sin salida de la política, es el producto no de la realidad de las luchas sino de la ideología maniquea que separa a los buenos y a los malos y de una especie de pánico social generalizado. El 4 de setiembre de 1870, en el momento en que se temía que los obreros destituyesen al gobierno provisorio, Engels analizaba el Terror en estos términos, en una carta dirigida a Marx: «Gracias a estos pequeños terrores permanentes de los franceses, uno puede llegar a hacerse una idea mejor del Reinado del Terror. Lo imaginamos como el reinado de aquellos que infunden el terror y es por el contrario el reinado de aquellos que están aterrorizados. El terror en su mayor parte no consiste nada más que en crueldades inútiles perpetradas por hombres que están ellos mismos aterrorizados y que intentan reafirmarse. No me caben dudas de que se debe atribuir casi por completo el Reinado del Terror del año 1793 a los burgueses sobreexcitados que juegan a los patriotas, a los pequeños burgueses filisteos que manchan con su miedo sus pantalones y a la hez del pueblo que comercia con el Terror».
En un análisis anterior que se encuentra en La Sagrada Familia, Marx presentó esta crítica de la ilusión jacobina bajo una forma menos sicológica, mostrando que el núcleo de esta ilusión es la idea de un Estado «virtuoso», imaginado sobre el modelo escolar de la Antigüedad, que suprime y supera los datos objetivos de la sociedad civil que, a su juicio, es la «sociedad burguesa moderna»; el Terror es precisamente el Estado que hace de sí mismo su propia finalidad, a falta de raíces en la sociedad; se trata del Estado enajenado por la ideología, que se aleja de lo que Marx llama la «burguesía liberal». La historia de la Revolución nos ofrece los dos momentos decisivos de esta enajenación del Estado, primero con la dictadura de Robespierre, luego con Napoleón: «Napoleón representó la última batalla del Terror revolucionario contra la sociedad burguesa, también proclamada por la Revolución, y contra su política... Napoleón consideraba también al Estado como su propia finalidad y a la sociedad burguesa únicamente como un socio capitalista, como un subordinado al que se prohibía toda voluntad propia. Puso en práctica el Terror reemplazando la revolución permanente por la guerra permanente».
Este brillante análisis del joven Marx sobre el papel de la ideología jacobina en el mecanismo del Terror y de la guerra y sobre el carácter permutable de la pareja Terror como guerra, pudo haber servido como epígrafe de la historia de la Revolución que escribimos D. Richet y yo, y está implícito en la interpretación general que proponemos y particularmente en lo que hemos denominado el «patinazo» de la revolución. Aceptemos esta metáfora automovilística hasta que encontremos una palabra mejor. Lo que me interesa es subrayar la idea de que el proceso revolucionario en su desarrollo y en su duración relativamente corta no puede reducirse al concepto de «revolución burguesa», haya tenido ésta «un apoyo popular» o «ascendente», o todo lo que quieran los leninistas que hoy día escriben en su jerga. Lo que la Revolución tiene de «patinazo» permanente y contradictorio con su naturaleza social es una dinámica política e ideológica autónoma que es necesario teorizar y analizar como tal. Desde este punto de vista, el concepto que habría que profundizar es más el de situación o crisis revolucionaria que el de revolución burguesa: "" vacío previo del poder y del Estado, crisis de las clases dirigentes, movilización autónoma y paralela de las masas populares, elaboración social de una ideología que es a la vez maniquea y altamente integradora; todos estos rasgos me parecen indispensables para comprender la extraordinaria dialéctica del fenómeno revolucionario francés.


REVOLUCIÓN FRANCESA (II)

La Revolución Francesa jamás se legitimó en la razón de la fuerza, a la manera de Maquiavelo. Tampoco en el Antiguo Régimen se consideraba que cualquier poder estuviera basado en el derecho divino. Si acaso esto fuera cierto, habría que explicar la legitimidad como posterior al uso de la fuerza, y usar un criterio diferencial por la cuál esta sería una mera herramienta para crear la obediencia entre los súbditos mientras que no condicionaría a los soberanos. Como si el derecho divino se tratara de la legitimación de una pura arbitrariedad, y no, como de hecho fue, la sujeción de la fuerza a ciertos criterios preestablecidos y no creados en función de un poder arbitrario:


La monarquía absoluta no significa otra cosa que esta victoria del poder central sobre las autoridades tradicionales de los señores y de las comunidades locales. Pero esta victoria es un compromiso. La monarquía francesa no es «absoluta» en el moderno sentido de la palabra que evoca un poder totalitario. Primero, porque se apoya en las «leyes fundamentales» del reino, que ningún soberano tiene el poder de cambiar: las reglas de sucesión al trono y las propiedades de sus «subditos» están por ejemplo fuera de su alcance. Pero sobre todo los reyes de Francia no desarrollaron su poder apoyándose en las ruinas de la sociedad tradicional. Lo construyeron, por el contrario, a costa de una serie de conflictos y dé transacciones con esta sociedad que al fin de cuentas se vio comprometida por medio de múltiples lazos con el nuevo Estado. Esto se explica por razones ideológicas que derivan del hecho de que la realeza francesa nunca rompió completamente con la vieja concepción patrimonial del poder: el rey de Francia sigue siendo el señor de los señores cuando se ha transformado al mismo tiempo en el patrón de las oficinas de Versalles. [...] La monarquía llamada «absoluta» significa así un compromiso inestable entre la construcción de un Estado moderno y el mantenimiento de los principios de organización social heredado de los tiempos feudales. Régimen en el que se mezclan lo patrimonial, lo tradicional y lo burocrático, según la terminología de Max Weber, y que teje permanentemente una dialéctica de subversión en el interior del cuerpo social.

Aunque no es cierto que la fuerza se sostenga sin legitimidad subjetiva y que incluso no es cierto que esta misma no esté organizada en base a dicha legitimación social, sí pasa a ser necesariamente cierto que se gobierne por la fuerza cuando dominantes y dominados consideran que la fuerza es sinónimo de legitimidad. Ahora bien, ni siquiera éste es el caso de la Revolución Francesa, ya que el derecho natural vino en reemplazo del derecho divino. Sin embargo, la Revolución trajo un espacio para la arbitrariedad de los representantes en nombre de la arbitrariedad del pueblo como lado político del derecho natural. Esto fue así en cuanto puso por encima al poder de legislar por sobre la constitucionalidad, y los derechos de participación política por sobre los derechos de los gobernados respecto al poder. Y esto sería superado incluso por el hecho de que por encima de los representantes se erigía un poder de círculos ideológicos revolucionarios encargados de asegurar que el pueblo fuera representado.
Durante el régimen jacobino, el criterio de evaluación de la representatividad era el contenido revolucionario del lenguaje, entendido como parámetro de popularidad (o, mejor dicho, del interés popular), en tanto no había una instancia electoral de programas políticos y por cuanto la 
voluntad general no era la voluntad de los representados. Y aunque esto puede resultar similar a cómo la voluntad divina no era la voluntad de los reyes, sin embargo la voluntad divina estaba subordinada más o menos a una serie de leyes fijas, en tanto la popular no estaba más que representada en la causa misma del poder revolucionario, cuya representación se encontraba en manos de los intelectuales en disputa. Esta suerte de fragmentado partido único de la Revolución, estaba constituido por especialistas, expertos, en este lenguaje; son aquellos que lo producen y que por esta razón poseen su legitimidad y su sentido, es decir, los militantes revolucionarios de las secciones y de los clubes”. Continúa Furet: 

La actividad revolucionaria por excelencia se encuentra en la producción de la palabra extremista por la mediación de asambleas unánimes que aparecen míticamente investidas de la voluntad general. En este sentido toda la historia de la Revolución está teñida por una dicotomía fundamental. Los diputados hacen las leyes en nombre del pueblo al que se considera que representan: pero los hombres de las secciones y de los clubes simbolizan al pueblo cual centinelas vigilantes encargados de acosar y de denunciar cualquier distancia entre la acción y los valores y de volver a instituir, a cada momento, el cuerpo político. El período que va desde mayo — junio del 89 al 9 Termidor del 94 no está caracterizado, desde el punto de vista interior, por el conflicto entre la Revolución y la Contrarrevolución, sino por la lucha entre los representantes de las Asambleas sucesivas y los militantes de los clubes por ocupar la posición simbólica dominante que es la voluntad del pueblo. El conflicto entre la Revolución y la Contrarrevolución se extiende mucho más allá del 9 Termidor y bajo las mismas formas que en el período anterior. A lo que la caída de Robespierre pone fin es a la existencia de un sistema político ideológico caracterizado por la dicotomía que intento analizar.

El maquiavelismo no fue la justificación del poder revolucionario y ni siquiera fue su naturaleza, como pretende Feinmann, pero sí fue la sustancia política de los nuevos dirigentes cuyo poder residía en la ideología. Los nuevos reyes disponían de una nueva biblia, pero a diferencia de la original ésta no imponía límites a la mera fuerza, sino que sólo exigía su autorreproducción en base a la fuerza absoluta. Esta guerra permanente por la fuerza ideológica era maquiavélica en sus medios pero dejaba los fines fuera del dominio de los poderosos. Mediante la competencia por el acaparamiento del poder del discurso, la ideología en el poder se tornaba en un contenido vacío, en una autorreferencia a la que todos debían esclavizarse para gobernar. 
No se trataba ya del amoralismo político que el príncipe moderno podía ejercer como una ética para conservar su propio poder, sino de una nueva moralidad ideológica que se transforma en el sostén mismo del poder de quienes maquiavélicamente lo disputaban con un doble lenguaje. La política democrática tuvo un origen sombrío en la autocracia ideológica de la Revolución Francesa, y sin embargo puede ser entendida como resultado de la insubordinación del pueblo a un interés ajeno a sí mismo como criterio de legitimidad. Este criterio permanece hasta nuestros días, pero al menos se ha roto la asociación mecánica entre democratismo ideológico y representación, salvo quizá en el caso de los populismos: 

Quiero decir que si la exacta concordancia entre la democracia revolucionaria tal como los militantes de los clubes la definen y la practican y el «pueblo», es a la vez una representación fundamental y mítica de la Revolución, se deduce que se estableció, a través de ella, un lazo particular entre la política y un sector de las masas populares: este «pueblo» concreto, minoritario dentro de la población, pero muy numeroso en relación a los períodos «normales» de la historia, que participa en las reuniones revolucionarias, irrumpe en las grandes «jornadas» y constituye el sostén visible del pueblo abstracto. El nacimiento de la política democrática, única novedad de aquellos años, es en efecto inseparable de un terreno cultural común gracias al cual la acción confirma conflictos de valores. El encuentro no es inédito puesto que, por ejemplo, las guerras de religión del siglo XVI habían surgido sobre el mismo fondo. Lo que es nuevo en la versión laicizada de la ideología revolucionaria que funda la política moderna es que la acción absorbe el mundo de los valores y por lo tanto el sentido de la existencia. El hombre no solamente conoce la historia que hace sino que se salva y se pierde en y por esta historia. Esta escatología laica, cuyo porvenir conocemos, es la inmensa fuerza que la Revolución Francesa pone en funcionamiento. Ya hemos señalado su papel integrador en una sociedad que busca una nueva identidad colectiva y la extraordinaria fascinación que ejerce gracias a la idea simple y poderosa de que la Revolución no tiene límites objetivos, sino solamente adversarios. [...] En su acepción parlamentaria la soberanía popular se delega, según reglas establecidas por la Constitución, a intervalos periódicos: sus mediadores son hombres independientes, lo que crea las condiciones de un debate real. Pero las sociedades de ideas ofrecen un modelo de democracia pura y no representativa: la voluntad de la colectividad es la que, en todo momento, hace la ley. Lo mismo ocurre en el momento de la expansión jacobina, a escala nacional, con esta República de los intelectuales: el gobierno del pueblo por sí mismo, única manera de instaurar esta «transparencia» entre sociedad y poder que es la ambición revolucionaria, al ser técnicamente imposible, es sustituida por sociedades permanentes de discusión, supuestos microcosmos e intérpretes obligados de la sociedad. La sociedad de ideas ofrece naturalmente el antecedente y el modelo. Lo que en la sociedad de ideas se cuestiona no es pues cualquier práctica democrática, sino la democracia «pura», casi el límite de la democracia. Se trata de la expresión infalible que la colectividad hace de sí misma, a través de la relación de cada uno de sus miembros exclusivamente con las ideas, es decir, a través de la producción social de lo verdadero (por oposición a la aprehensión que hace el pensamiento individual). Espacio de la voluntad general, la sociedad de ideas es al mismo tiempo la que enuncia la verdad. La victoria de la «filosofía» —que Cochin llama también el «libre pensamiento»— no es, a su juicio, el principal resorte de la así llamada historia de las ideas que se reduce a ser el árbol genealógico de autores y de obras; pertenece, por el contrario, a la sociología de la elaboración y de la difusión ideológica. Es la obra del trabajo colectivo de las sociedades de ideas. El individualismo que se caracteriza por la relación libre que cada uno mantiene con las ideas, igualdad abstracta que contradice las condiciones de la sociedad real, supone la adición de átomos separados y la producción de un nuevo consenso alrededor de lo Social divinizado y permanentemente reafirmado: democracia pura, sin jefes, sin delegados. El culto de lo Social es, en efecto, el producto natural de la democracia, valor-sustituto de la trascendencia divina.

Si se toma de ejemplo a este tipo de dirigencias como modelo de autogobierno para la recién liberada res publica, entonces es fácil dar vuelta la imagen que nos ofrece Feinmann de una razón liberada de la fe. La pérdida de la cabeza del rey por parte del cuerpo del Estado, que el filósofo usa como metáfora, sirve, más bien, como una analogía más vulgar de la potencial pérdida de la cordura por parte de la Nación moderna


MODERNIDAD

Dentro del pensamiento medieval, la fe no es posible si se abandona la razón, y la razón no es posible si se abandona la fe. En el moderno, en cambio, al pretender prescindir de Dios, rompe con esta dialéctica: la razón cae en la necesidad de no confiar en nada, necesidad que sólo puede entender mediante una completa fe en sí misma. Y como esa razón nada puede hacer sola, se sostiene sobre la certidumbre de una fe ciega en Dios, cuya necesidad es deducida. Es su única forma de excluir una duda que se pretende absoluta, pero que nunca puede serlo y sólo se limita a lo que Kolakowski describía como el “nihilismo cognoscitivo” del ateo coherente. 
Para Descartes, Dios no es un ente ajeno a ser ahuyentado con las llamas de la razón. Al contrario, es la única forma del hombre de escapar del verdadero extranjero: la nada. La misma nada que, como fruto de la racionalización del mundo, había comenzado a conquistar terreno paso a paso, desde Bacon a Hume, llegando hasta la razón misma. Hasta forzar a Kant a negar la idea de mundo, cerrando a la conciencia sobre sí con los fenómenos que puede abarcar sin Dios. Hasta forzar a un Sartre, mucho tiempo después, a convertir el humanismo antropocéntrico de la Ilustración en un solipsismo colectivo. No hay que olvidar que ni siquiera en Kant el intelecto dictaba leyes (morales) a la naturaleza, sino al hombre a espaldas de la naturaleza. La naturaleza, en cambio, tiene leyes desconocidas y el hombre sólo las construye para sus percepciones de ésta. 
El hombre no puede convertirse en su dios excepto que él se cambie a sí mismo, como en Nietzsche, haciéndose merecedor de tal nombre. Sólo en Hegel la historia del universo es el desarrollo de una suerte de dios panteísta inconsciente que logra despertar en el momento en que el hombre lo conoce y se vuelve parte de él. Pero ese “dios” ya no se trata del hombre. Ambos, Hegel y Marx, creían que el cristianismo era la expresión más acabada de la religión, y en formas distintas ambos intentaron asimilarlo o superarlo.


HEGEL Y MARX

La dialéctica de Marx, que no es una mera inversión de la de Hegel, no diviniza la materia ni concibe al proletariado como su redentor. Por el contrario, para Marx, el proletariado es esa negación absoluta del hombre, que exige a la historia superar las condiciones que le han creado. Recién allí se podrá hablar de divinizar-humanizar el mundo, ya que para él la divinidad no es más que la forma del hombre de imaginar la humanidad en su verdadero potencial, en sincronía con su infernal actualidad. Para Marx, la “razón” del mundo existe, pero simplemente conociéndose desde una razón humana no puede superar su alienación como pretende Hegel, como si la integración en la conciencia fuera la integración de sí mismo como una conciencia única. La “materia” de la praxis social humana tiene una racionalidad, una “lógica”, aun no humana, que crece en el mundo de esa “materia social”. En su desarrollo histórico, esta materia que gracias al hombre se reproduce a sí misma, produce una “conciencia” cuyas reglas no se cumplen en la tierra, y por esto mismo es que esas reglas deben ser elevadas al cielo. Al cielo de la teoría científica, la filosofía y la religión. Para el autor, sólo cuando las contradicciones materiales –cuya expresión más visible son las relaciones de explotación–, requieren de sí mismas el ser superadas; cuando surge una sociedad cuya dinámica interna, el capital, sea el automatismo, el cambio y el conflicto; cuando los trabajadores se vuelven enteramente producto de la explotación y no simplemente explotados, o sea: cuando se convierten en proletarios, en sujetos de un modo de producción que necesita finalmente destruirse a sí mismo, recién allí su emancipación es posible en el seno del mismo, y no como resultado de una nueva explotación. Sólo entonces y así el proletariado, ése que, si se quiere, puede entenderse como, a la vez, “la cruz y el crucificado” en realidad el verdadero “alienígena” de la historia podrá abolir su condición aboliéndose a sí mismo y por esto mismo a toda explotación, a toda crucifixión, a toda contradicción en el seno de esa “Idea” material que son las fuerzas productivas. Recién entonces esas fuerzas quedarán en manos del hombre que éstas han ayudado a crear, y recién entonces podrá suceder que todo lo racional y celestial se vuelva real y terrestre, y que todo lo real y terrestre se vuelva racional y celestial, cumpliéndose así realmente lo que Hegel idealizó de su propio presente.
Esto es lo que el filósofo debió decir para acercarse someramente a poder dibujar un croquis del pensamiento de Marx sobre la religión, el comunismo y el proletariado. El pensamiento marxiano puede ser una forma de panteísmo, pero no es una herejía cristiana. Y si lo anterior no hubiera bastado, el filósofo podría haber leído a Marx:

Si los autores socialistas atribuyen al proletariado ese papel mundial, no es debido, como la crítica afecta creerlo, porque consideren a los proletarios como a dioses. Es más bien lo contrario. En el proletariado plenamente desarrollado se hace abstracción de toda humanidad, hasta de la apariencia de la humanidad; en las condiciones de existencia del proletariado se condensan, en su forma más inhumana, todas las condiciones de existencia de la sociedad actual; el hombre se ha perdido a sí mismo, pero, al mismo tiempo, no sólo ha adquirido conciencia teórica de esa pérdida, sino que se ha visto constreñido directamente, por la miseria en adelante ineluctable, imposible de paliar, absolutamente imperiosa –por la expresión práctica de la necesidad–, a rebelarse contra esa inhumanidad; y es por todo esto que el proletariado puede libertarse a sí mismo. Pero no puede él libertarse sin suprimir sus propias condiciones de existencia. No puede suprimir sus propias condiciones de existencia sin suprimir todas las condiciones de existencia inhumanas de la sociedad actual que se condensan en su situación. No en vano pasa por la escuela ruda, pero fortificante, del trabajo. No se trata de saber lo que tal o cual proletario, o aun el proletariado integro, se propone momentáneamente como fin. Se trata de saber lo que el proletariado es y lo que debe históricamente hacer de acuerdo a su ser. Su finalidad y su acción histórica le están trazadas, de manera tangible e irrevocable, en su propia situación de existencia, como en toda la organización de la sociedad burguesa actual.

En Marx la praxis tampoco es analogable a Dios, sino, como mucho, el medio por el cual el hombre se convertiría en algo equivalente a un dios. Y si la escatología marxista, aun cumpliéndose, no es suficiente para crear un dios semejante, entonces, o bien la historia del universo no tiene sentido y Dios es un ser necesario para el pensamiento, o bien tiene sentido, y Dios es un ser necesario en la realidad.