Este análisis resulta del desprendimiento de una nota al pie a un artículo anterior. Por su extensión y por la relevancia del objeto de su reflexión en este momento en particular, decidí que ameritaba su publicación como un muy breve ensayo separado (o, si se quiere, como un extenso artículo). La razón por la cual lo rescato es que hace una descripción y fundamentación más clara de las objeciones que se han hecho relativas a la potestad de las empresas “Big Tech” proveedoras de “redes sociales” a censurar sistemáticamente dentro de sus plataformas a ciertas opiniones políticas, culturales, científicas, etc. En general, con la excusa de normas “comunitarias” que han bajado desde los propietarios de redes sociales hacia algo que son cualquier cosa salvo comunidades. Estas “normas” son mediadas por colectivos a los que se transforma en una suerte de “comités” inquisitoriales de pseudo-periodistas claramente partisanos (los “fact-checkers”, a los que nadie controla porque sería más del mismo sinsentido), que están dedicados a censurar por aludir falsedad a usuarios, comunicadores e incluso otros periodistas. Las redes sociales delegan a colectivos políticos financiados incluso por gobiernos, la decisión de antemano de qué es verdadero y falso en el contenido de cualquier tipo de usuario, de acuerdo a su particular e interesado recavo de información e interpretación, autoproclamándose objetivos y veraces. Esto va en contraposición al motivo mismo de que existan la libertad de expresión como derecho personal y la libertad de prensa como interés público, que es que no haya exclusión alguna del derecho de informar a todas las partes para que el lector pueda realmente por contrastación decidir entre comunicadores con otros intereses específicos. La situación es, literalmente, como si los jueces tuvieran comités de ciertos grupos políticos para decidir cuándo un abogado miente o dice la verdad; precisamente la idea del debido proceso judicial y la defensa de ambas partes en litigio –lo que presume la falsedad, deliberada o no, de la posición de una de las partes– se hace para poder sopesar y descubrir, en la medida de lo posible, qué ha ocurrido realmente. La situación actual es literalmente irrisoria, pero la realidad es que el sometimiento a estos comités de vigilancia es algo tan descaradamente interesado y faccioso en sus fines, que ni siquiera semejante “ministerio de la verdad” está sometido a alguna forma de deliberación pública democrática. Si queda alguna duda, podemos ver la otra faceta de la censura y cómo opera. Se procede en las redes a censurar los llamados “discursos de odio”, en vez de por agravios objetivos o claras injurias personales de índole penal a particulares. No sólo se trata de criterios laxos y ambiguos para bloquear arbitrariamente contenido o cerrar cuentas de usuario, sino que sirve de excusa a una total discrecionalidad incluso en los casos en que dichos criterios claramente están siendo violentados, como ha sido y sigue siendo, entre tantos otros, el caso más cercano de las bandas de matones anarco-estalinistas de Antifa y Black Lives Matter en Estados Unidos operando, incluso con apoyo político y mediático, en las redes de Twitter y Facebook mientras que, con justificaciones clasistas y racistas, difunden el asedio y saqueo de población civil, además de ataques terroristas, no sólo a personal policial, sino a todos y a todo: personas, viviendas, tanto particulares como públicas, edificios de departamento, comercios, museos, más la violencia simbólica revolucionaria convertida en física contra espacios y monumentos públicos, etc., incluso llegando a la destrucción incendiaria de iglesias en Chile con proclamas discriminatorias explícitas hasta la obscenidad contra la religión católica, que han tenido a sus propios difusores, fotógrafos y cineastas militantes en redes como Instagram o Tik Tok. Se incumplen directamente y con flagrancia las propias normativas del contrato de usuario, ya que las cancelaciones, bloqueos y cierres de cuentas se utilizan, sistemáticamente, sobre ciertas posiciones políticas derechistas aunque sean pacíficas, y se soslayan todas las denuncias hechas a incitaciones aberrantes a la violencia y el asesinato cuando provienen de posiciones políticas izquierdistas: apología del delito, de robos, asesinatos y actos de terrorismo, amenazas de muerte a otros usuarios y sus familiares, proclamaciones abiertas de conspiraciones criminales, etc. Su actividad destructiva es más un fin mediático que un medio político para tomar el poder. Y vale comentarlo: nunca el radicalismo terrorista revolucionario, anarquista de izquierda y comunista, ha defendido tanto la “libertad de empresa” como en este caso, y eso que la prensa progresista siempre le ha sido funcional, como bien ha documentado Jean-François Revel. La desopilante apología izquierdista del establishment mediático privado y de sus bloqueos informativos, se hace más odiosa por cuanto se trata de defender a un puñado de monopolios y oligopolios privados, que convierten el espacio de libre comunicación de las redes sociales en editores de contenido: una suerte de editoriales oficiales, realizadas vía selección de públicos y la exclusión de millones de opiniones, incluso mayoritarias.
A esta situación, y frente a la defensa de algunos autores liberales respecto del derecho, desde un punta de vista de las libertades individuales y los derechos de propiedad, de que una empresa privada proveedora de un servicio haga con éste lo que desea, es que han surgido voces opuestas, tanto ajenas al liberalismo como fundadas sobre principios liberales, que han objetado el derecho de estas empresas a realizar estos actos de censura. No me estoy refiriendo al novedoso fenómeno de los llamados “liber-progres” (liberales en lo económico, progresistas en lo cultural) que defienden o soslayan el totalitarismo de la Political correctness con tesis contradictorias, a veces incluso más que muchos left-liberals. De hecho, este último, el liberalismo en el sentido norteamericano del término (el de Hobhouse, Keynes, Rawls, Ward y otros herederos de Stuart Mill), aunque roza el estatismo como medio, puede tener entre sus representantes a intelectuales que, a la inversa de aquellos y a pesar de cierta ambigüedad, pueden llegar a defender el liberalismo político contra el elitismo de la “corrección política” (como es el caso en Argentina de Roberto Gargarella). Asombrosamente, me estoy refiriendo, en cambio, a liberales en el sentido europeo, originario del término: liberales en lo político, lo económico y lo cultural que, si acaso son progresistas o conservadores, lo son por coincidencia, dependiendo de lo que consideren sea más acorde con la protección de la libertad individual, dejando al arbitrio de cada individuo aquellos aspectos que no perjudican el espacio personal de terceros. Pues bien, entre muchos de los apologistas de la censura en redes sociales se puede encontrar a estos liberales, muchísimos sinceros, tanto clásicos como libertarios ¡y hasta para-liberales como los randianos! No defienden en sí la medida, sino el derecho de hacerla dentro del ámbito contractual de un servicio privado. Y en principio, parecería que sus argumentos son válidos desde cierta posición liberal basada enteramente en la auto-propiedad y las relaciones contractuales libres. Pero, he aquí el punto a discutir. Creo que claramente se puede explicar por qué esta interpretación es errónea, incluso desde su propio punto de vista, por cuanto bajo ciertas condiciones no hay contratos libres ni siquiera a escala individual. Y debo aclarar, antes de continuar, mi propia perspectiva para no llegar a malentendidos: políticamente, aunque no adhiero al liberalismo en tanto cosmovisión, comparto la defensa liberal de la libertad individual cuando su forma de realización es la ofrecida por la sociedad moderna, aceptando para ello el reconocimiento de que la propiedad es un criterio del cual partir para delimitar qué es y qué no una violación de las libertades civiles. Y aunque crea que no se debe igualar auto-propiedad con la libertad individual “negativa” en sí (o, si se quiere, “de los modernos” en Constant), creo que se trata de una interacción bastante más compleja: considero, junto con Tristan Rogers, que no se pueden contraponer libertad económica y propiedad privada, y que el intentar separarlas o cuantificarlas a la manera de Gerald Cohen es resultado de una mala comprensión (incluso en sus propios términos marxianos) de lo que es la interacción social, privada e independiente, que constituye la moderna “libertad respecto a los otros”. No entraré, pues, en esta cuestión algo ardua, puesto que lo que debemos analizar no requiere diferenciar ambas posiciones, como se verá. Así es que mi siguiente planteo contra el derecho de las empresas a la censura en las redes sociales, estará basado en principios comunes o idénticos a los de prácticamente todo el espectro político del liberalismo, al menos en este respecto.
El problema para entender la relación público-privado, por parte de muchos liberales actuales, es para mí bastante claro, y no se trata sólo de una cuestión del actual “liberalismo de influencer” políticamente semi-analfabeto sino, en general, de un genuino liberalismo, incluso combativo, pero satisfecho de sí mismo; por decirlo así, un liberalismo “de final de camino” como, salvando las distancias, se volvió desde hace ya tiempo el marxismo doctrinario. Este problema puede rastrearse a casi la mitad del siglo XX: la mayoría de los liberales “ridens” contemporáneos tienen una comprensión parcial, y por tanto errada, de qué significa la libertad individual respecto al patrimonio como demarcación de la misma, y cuáles son las condiciones del derecho que posibilitan la entrada y uso de la propiedad privada al universo público. Muchos atacan el problema de la existencia de lo político o de lo estatal, que debemos reconocer es un problema real –como poco, un mal necesario–, pero estos muchos, a diferencia de antiguos pensadores críticos del poder, lo atacan sin entenderlo, infantilmente, y como resultas de esto, sin poder plantear una posición superadora. Por ende se encuentran en una situación complicada para tomar una u otra posición, y creen que las cosas “han cambiado”; piensan que éste es de alguna forma un problema nuevo que debería ser replanteado con nuevos mecanismos teóricos, nuevos conceptos y nuevos criterios de análisis. Mi tesis, en cambio, es que no es así.
Respecto a esta cuestión se dirige principalmente este artículo, y para ello partiré de la reflexión respecto a tres objeciones posibles frente a diversas intervenciones de particulares y empresas, en calidad de tales, como detentadores de poder político dentro del Estado. En el tercer análisis me concentraré, pues, en la cuestión específica de las redes sociales y el poder de las “Big Tech”, pero creo claramente necesario pasar antes por las reflexiones hechas a partir de las dos objeciones previas, ya que contextualizan y desarrollan la fundamentación de las diferencias cruciales que ayudan a conceptualizar correctamente los criterios que utilizamos para debatir el problema: lo público y lo privado, lo colectivo y lo individuo, lo político y lo civil, etc., cosa que sólo puede hacerse partiendo de la interacción mutua de estas dualidades.
Para empezar, analizaremos con más detalle la cuestión de que el empresariado (en tanto emergente más acentuado de la libre actividad privada) como factor de poder político, se convierta en parte misma del poder político, sea porque uno, varios o todos los empresarios se vuelvan parte ejecutora del poder político mediante la vía indirecta de operadores políticos o políticos corruptos, o bien la vía directa de ocupar un cargo público para representar su voluntad, sus intereses subjetivos o sus intereses objetivos en tanto empresario. En principio el “lobby” no es, por sí mismo, un mal ni una afectación o manipulación de la naturaleza del poder político, pero tiende a serlo. Tampoco que un empresario pueda ser presidente implica necesariamente que el puesto de empresario se transforme en una representación institucional, o sea: no convierte ni al sillón de un diputado o un presidente en un cargo que tenga la función de representar y realizar las demandas e intereses particulares del individuo que participa en la cosa pública. Si esto sucede es, en ambos casos, por corrupción (en sentido estricto y amplio del término, o sea: por adulteración) del uso de la función pública que ha sido asignada. En un gobierno político imbricado con lo privado, por ejemplo, esto no implica una corrupción sino una forma distinta de representación, por ejemplo en el caso de la representación estamental por, o de la participación corporativa (entiéndase “corporativismo” en su acepción clásica del término “corporación”: no como el actual sinónimo –de uso más frecuente en el mundo angloparlante– de una forma de sociedad comercial privada de tipo “sociedad anónima”, sino como agremiación para la creación coordinada por los particulares de condiciones jurídicas para una actividad pública).
Volvamos ahora entonces a la diferenciación entre enfoques respecto a cuál es la verdadera naturaleza del problema político en el caso de la generación de un poder político por parte de actores del sector privado en tanto tales, y en particular de las modernas empresas capitalistas. A partir de esto podremos reflexionar sobre la naturaleza del capitalismo, de la sociedad civil burguesa y de la sociedad política burguesa, lo que en su expresión económica y organizativa significan, respectivamente, el mercado y el Estado modernos. Recién desde su comprensión clara es que podemos debatir más claramente los problemas del politicismo y el apoliticismo, y poder sortear las confusiones conceptuales en el debate sobre el rol clave del capitalismo en las repúblicas democráticas modernas, tanto como condición necesaria de éstas como freno al Estado por la provisión de una dinámica económica propia para la sociedad civil que requiere del Estado de derecho, así como también como un aspecto conflictivo frente a la representación política de la voluntad democrática. E, incluso, frente a la protección misma del Estado de derecho burgués frente a los poderes emanados de la sociedad capitalista, tanto los factores de poder del sector económico privado (empresas), del sector político civil (partidos) como aquellos que provienen del sector estatal (fuerzas armadas, burocracias, administraciones ministeriales y otras). Es así que veremos que la cuestión de la libertad patrimonial moderna realizada en la auto-propiedad puede entenderse sólo en relación con un espacio público para la interacción de los particulares, sus empresas y asociaciones, que debe distinguirse claramente del aparato colectivo estatal aunque lo requiera. Pasemos entonces a las preguntas que encaran los diferentes enfoques.
La primera pregunta a hacernos sería: ¿es el poder político de sectores empresariales un problema porque su participación en el mismo asegura su protección en tanto empresarios, siendo y considerando que su existencia emerge de leyes iguales para todos? Si es así, el problema no existe en términos políticos republicanos, o al menos no intrínsecamente. Puede considerarse que existe un problema social en tanto se considerara que la naturaleza misma de la empresarialidad fuera un perjuicio inherente a los demás particulares, o una determinación directa de las reglas del espacio público, y que esta fuera la verdadera causa de la popularidad de una posición política anticapitalista por parte de un electorado. La verdad es que éste no es el caso en la mayoría de las empresas comunes y corrientes que conocemos, o sea: aquellas que, a pesar de su desigual “poder social” o “económico”, no genera desigual poder político entre propietarios. Un igualitario derecho político entre propietarios es inherente a las reglas necesarias para una sociedad mercantil y por ende a la dinámica del capitalismo. No tendría ningún sentido, pues, considerar un problema a semejante uso del poder político por parte de unas empresas que participaran dentro del Estado, sino sólo al poder en sí de tales intereses, por la potencial arbitrariedad futura que pudiera implicar, o a su uso para la creación de legislaciones en beneficio de intereses espaciales (sea por ausencia del Estado para el cumplimiento equitativo de los contratos, o bien por presencia del Estado para transferir recursos mediante subsidios, impedir la competencia, etc.).
La segunda pregunta posible sería, entonces: ¿acaso dicho poder es un problema porque el control del poder político será usado para que, por ejemplo, dichos empresarios impongan leyes propias para intereses especiales? Si es así, el poder ilimitado del funcionario público no es la solución, sino el poder mayor de un orden legal universal mediante una estructura institucional que lo impida (lo cual requiere la presión de la sociedad civil como un todo, y recién luego de la sociedad política en función de aquella), ya que en cualquier caso el poder arbitrario del político ha originado el problema. Dicho poder es previo al acto de servir a un interés privado a cambio de dinero, y ciertamente no es peor que la solución estatista de crear poder ilimitado para un grupo político que pueda obtener cualquier recurso sin necesidad de un soborno, o que se encuentre libre de presión alguna porque puede presionar a todos. ¿Por qué es peor? La respuesta, en clave popperiana, es clara: porque un gobernante depende para sus ingresos de la exacción forzosa y de la capacidad de coerción del organismo al que pertenece, mientras que un empresario vive de la producción y venta de mercadería a un público de cuyo beneficio depende impersonalmente (y, si se quiere, también existe por la dependencia impersonal de una clase obrera, dependencia que de ser desigual implicaría explotación, pero que sin embargo no implica que dichas condiciones de dependencia desigual estén determinadas por las empresas, lo cual implicaría poder político directo en las relaciones de mercado, lo cual implicaría su abolición), con lo cual un grado de poder político arbitrario de un empresario a través del gobierno nunca puede ser peor que un grado similar de poder político arbitrario de un funcionario público (a menos que el empresario imaginado deje directamente de ser tal y convierta su empresa en un Estado, en un semi-Estado, como en el caso de ciertas empresas ligadas a la mafia, o él mismo se vuelva parte del Estado en la forma que deseara). El gobernante tiene a sus intereses económicos en oposición directa al de la población civil sólo sublimados por la mediación del voto y la competencia política, mientras que el empresario (como cualquier otro agente en el mercado) es codependiente en forma colectiva con el beneficio del resto de la población civil, y sólo puja contra el margen de beneficio de aquellos con quienes intercambia (el beneficio de los clientes a los que le vende y de los proveedores a los que le compra), y siempre en forma particular regulado por la competencia en el proceso de mercado, condicionado por la maximización de beneficio (nunca se beneficia de perjudicar a otros, salvo a través del incumplimiento de contrato, la estafa, o el daño creado por un producto adulterado, o bien por daño al espacio público en los casos de contaminación ambiental).
La tercera pregunta posible sería, y aquí ya entraríamos al tópico actual sobre las redes sociales y la cuestión de la censura ideológica vía pseudo “reglas comunitarias”: ¿es este involucramiento en el poder un problema porque tuvieran –como es el caso con las “Big Tech”–, el oligopolio de un nuevo espacio público que hace dependiente a toda la población? En tal caso, muy actual, la cuestión cambia, pero no cambian los criterios de análisis. Veamos el porqué.
El Estado burgués o de derecho ya contempla perfectamente este problema. Sus intérpretes, los primeros liberales clásicos, lo descubrieron pronto, mientras que a los liberales más actuales, incluso siendo clásicos, les ha costado más tiempo. La causa de su debilidad como analistas de la política es entendible: los actuales liberales clásicos han contemplado más la tensión entre la propiedad privada y el Estado en nombre del interés público (durante el siglo XX) que la tensión entre el interés público y el Estado como interés colectivo abiertamente separado (durante los siglos anteriores), como sí han hecho los primeros liberales clásicos. Vale mencionar, para ser justos, la observación ampliable de Carlo Gambescia: que el antiguo liberalismo clásico tiene una más fiel continuación en una larga pero casi olvidada lista de autores valiosísimos que, a modo de consejo al lector, no puedo dejar de mencionar; siendo paradójicamente más injusto cuanto más alargue la lista, con aquellos sus pares que no puedo incluir y quizá ni recordar. Los más relevantes que me vienen a la mente son, ya por lo pronto, Max Weber, Michael Polanyi, Joseph Schumpeter, Karl Wittfogel, Bertrand de Jouvenel, Raymond Aron, Julien Freund, Benedetto Croce, José Ortega y Gasset, Wilhelm Röpke, Arthur Koestler, Isaiah Berlin, Andrzej Walicki, Dennis Robertson, John Gray, Kenneth Minogue, Jacob Talmon, Albert Hirschman, Oliver Williamson, Stephen Parsons, François Furet, Pierre Manent, Leonard Schapiro, Juan José Linz, Giovanni Sartori, e incluso en autores como Karl Popper y Friedrich Hayek, quizá más unilaterales y activistas en su visión del ideario social, pero no ideólogos ni instrumentalistas. Trataremos, pues, de hacer esto lo más didáctico posible, aunque sea difícil al lector contemporáneo de incluso buenas aptitudes intelectuales. Los teóricos de la modernidad son cada día más citados y cada día más incomprendidos, quizá porque, como demostraron los institucionalistas históricos, tenemos cada vez menos instancias de comparación (sobre este problema, obras como El sustento del hombre y El orden político en las sociedades en cambio han resultado esclarecedoras y considero que son muy valiosas para introducirse en el tema).
Para empezar, hay que entender que lo que llamamos modernidad o sociedad moderna, no es de naturaleza política en su base, aunque institucionalmente la política sea la forma de institucionalizar sus normas societarias de interacción espontánea y su corolario económico que es la sociedad de mercado como forma de articulación tendencial y como proceso unificador de las expectativas de los agentes sociales en el proceso de producción como un entero. La base de la sociedad moderna es, pues, enteramente civil: opera mediante relaciones contractuales entre particulares aislados, y la producción, en su dinámica propia, está signada por una circulación mediante intercambios formando así un proceso público que toma necesariamente la forma involuntaria de un mercado, alrededor del cual se genera el resto de la vida civil y subsisten ciertas formas anteriores de vida social en tanto no colisionen con ésta. Por sobre ella se apropia del espacio público una política destilada del resto de la sociedad, ya que en ausencia de espacios comunes (y en general estos están ausentes o son prohibitivos) los pactos jurídicos y los vínculos políticos no pueden regularse directamente por los interesados. La sociedad moderna tiene, pues, dos caras de una misma moneda: lo privado y lo público, disociados pero interactuando. La sociedad civil es la suma del espacio apropiado en forma privada por los particulares, y el espacio público donde estos particulares se vinculan. La sociedad política es el aparato burocrático que controla el poder de hacer valer o de intentar regular las reglas de la vida civil, gestionando el espacio público o bien detentando la última palabra sobre su gestión. Distingamos ahora lo privado de lo público. El espacio privado es fácil de entender, por ejemplo: la casa de cada uno. No ocurre lo mismo con el espacio público, que es confundido con el Estado. El Estado es una organización colectiva impersonal, con poder de coerción y coacción, que se encarga de cuidar y hacer cumplir las reglas del espacio público, pero que no es el espacio público. El espacio público son las calles, las plazas, los parques, etc., o sea: todo espacio donde los propietarios privados interactúan y que, en general, opera a la vez como un gran mercado de bienes y trabajo. Incluso las galerías comerciales de gestión privada son espacios públicos, así como parte del interior de los negocios privados de atención al público. En estos casos el Estado delega el cumplimiento de las reglas de lo público a instituciones privadas y permite algunas variaciones que, sin embargo, jamás pueden ir en contra de los principios públicos de la protección a la independencia individual que hace posible la existencia de las personas como actores privados. El dueño de una casa no puede secuestrar a un visitante, por ejemplo, pero puede expulsarlo y repelerlo violentamente si se niega. Sin embargo, si consiente la entrada a un individuo aunque no sea propietario, ya no puede disponer de su espacio privado con total libertad poniendo en riesgo su independencia. Si quiere hacerlo, debe antes echarlo. El dueño de una galería, en cambio, tiene más limitaciones: no puede decidir impedir que ciertos clientes no compren a un local en particular. Tiene un compromiso que no puede romper con haberse convertido en un espacio público para otros actores privados. El espacio público se rige por reglas que le son propias (aunque sean tipificadas e influenciadas por el Estado), y que son las que hacen posible las interacciones contractuales, que a su vez son la base de los intercambios de mercado. Eso precisamente es el “ecosistema” del derecho, a diferencia de las órdenes verticales de la legislación.
El interés público existe en función de los intereses privados tomados en su interacción colectiva, pero no es la suma de los intereses privados. Ni siquiera es un interés común: aparece como un medio para cada particular, y se impone como un fin para el Estado creado sobre la sociedad moderna. El interés público no sólo es objetivo, sino que también lo es el privado: lo que personalmente cada uno haga con su espacio de interés privado es libre y subjetivo, pero los límites y la forma del interés privado están delineados por el perímetro de la propiedad que cada individuo dispone, y su articulación social por relaciones contractuales dentro del espacio público. Sólo se puede anteponer el interés público al privado en caso de que un interés privado obstaculice la interacción de otros intereses privados, y si el caso es involuntario se procede a la expropiación por interés público, como en el caso de que un campo terminara rodeado de otros y privado de acceso al espacio público. Esto no tiene que ver con el número de beneficiarios y perjudicados. En el caso del ejemplo, el interés público podría llegar a exigir perjudicar a varias personas en función de una. Como puede notarse rápidamente, el interés público no sólo no justifica sino que impide la subordinación del interés privado en tanto tal, porque está correlacionado directamente con todos los intereses privados. El interés privado de los particulares y su contención colectiva son parte inseparable del interés público, porque el interés público está necesariamente definido por un público de agentes privados. Los intereses privados y el interés público que los contiene, se oponen a cualquier subordinación al interés colectivo del Estado en sí mismo, como en el caso del servicio militar obligatorio; se opone también al interés común del resto de los habitantes como en el caso de un poblado cuya cultura compartida exige que se imponga retroactivamente un tipo de arquitectura; se opone al interés general de igualar los intereses particulares de los demás como en el caso de la redistribución del ingreso; y se opone al interés total de beneficiar a los demás como en el caso de la experimentación forzada con seres humanos en beneficio de la ciencia médica. Que cualquiera de estas cosas puedan ocurrir, y que de hecho hayan ocurrido y sigan ocurriendo, no significa que no se encuentren en conflicto con los principios de la sociedad burguesa o liberal en sentido objetivo. Esta tensión puede distenderse y negociarse, especialmente cuando la subsistencia de dicha sociedad depende de alguno de estos intereses, o cuando la voluntad política que emerge de dicha sociedad toma formas opuestas a sus propias condiciones de existencia.
Volviendo al caso de las redes sociales como nuevos espacios públicos, el problema es comparable (aunque no análogo) al propietario de un terreno que quedara encerrado al acceso a la vía pública: los individuos han terminado dependientes de un espacio público, y por ende su subsistencia como actores privados depende de que siga siendo público, con las mismas reglas que operan para la protección de la propiedad privada y que permiten su existencia gracias al acceso al espacio público que es a la vez el espacio del mercado. El propietario de una galería puede decidir cerrar pero sólo cuando todos sus inquilinos se hayan ido o no se las haya renovado alquiler, en caso de que lo fueran. Un “barrio privado” se encuentra en una situación similar y todavía más complicada: no puede desproveer de seguridad privada (o sea: pública de gestión privada) y a la vez impedir a sus habitantes que accedan al mismo; mucho menos puede transformar la seguridad privada en un sistema legal independiente, apropiarse colectivamente del espacio público y decidir las condiciones de movimiento, salida o entrada de quienes viven en él. Para que la analogía mejore, podemos imaginar una empresa privada que provee un servicio público que fuera un monopolio natural, como en el caso de la provisión de servicio telefónico o la provisión de luz eléctrica o las redes ferroviarias. ¿Pueden estas empresas hacer uso libre de su propiedad privada y comenzar una discriminación personalizada de los clientes, que serán o no provistos de telefonía, luz eléctrica o posibilidad de viajar en vehículos públicos de acuerdo a sus opiniones políticas, siendo que se han creado las condiciones por las cuales forzosamente los clientes, para poder ser libres en tanto propietarios, dependan de esos servicios?
Toda propiedad privada implica siempre, necesariamente, el contexto de una propiedad pública, de la gestión que fuera, privada o estatal, pero sometida a reglas que no pueden estar libradas a la voluntad de un gestor privado o de un gestor estatal. El cuidado y sustento del espacio privado es necesariamente forzoso para los particulares. Incluso el o los propietarios de un “barrio privado” exigen, como lo puede hacer el consorcio de un departamento, la colaboración obligatoria so pena de expropiación, en los gastos del funcionamiento colectivo del espacio público. Otra vez: no en función del interés de los vecinos, ni en interés del consorcio en sí mismo, ni en ningún otro gasto que no sea el pautado como parte necesaria del bien público. Hacia adentro, una propiedad privada que se dedique a funciones de cuidado de otras propiedades privadas (un barrio privado, un departamento privado, etc.), actúa exactamente como un Estado burgués, cuidando y haciendo valer un espacio público que no puede usar como suyo en tanto otros propietarios privados ya hayan dependido de él. Y todavía más: a menos que se convierta en un estado aparte, dicho espacio privado requerirá un espacio público último que contenga las condiciones de su existencia y de los particulares que contenga. En última instancia, toda propiedad privada moderna (cabal) debe ser reconocida por una propiedad pública externa. El último espacio público, por ende, no puede ser de gestión privada. Para hacerlo, esa gestión privada debería tener poder de coacción, esto es: de regular el espacio público y de disponer de la fuerza para proteger la propiedad privada. Dicha fuerza siempre deberá ser superior a los miembros individuales tomados por separado, con lo cual actuará sencillamente como un Estado.
Muchos han comparado esta situación con la del feudalismo, pero aunque se entiende la analogía, no es correcta: en el feudalismo, así como en cualquier comunidad premoderna, la vida social se regula por estatutos y no por contratos, lo privado y lo público se halla entremezclado, no meramente interrelacionado, y el poder político está imbricado en relaciones que no pueden ser discrecionales puesto que nadie lo detenta cabalmente. Hay poder político en las relaciones mismas entre propietarios (esto es el corolario de que las relaciones no sean de mercado sino de reciprocidad), y a su vez el poder político más alto se basa en relaciones de propiedad (el caso extremo es, precisamente, el feudalismo). El uso de la fuerza y el establecimiento de estatutos están subordinados no a la necesidad sino a la imposibilidad. Ni los campesinos entre sí, ni éstos respecto a los señores. Ni el más alto señor feudal (el monarca feudal) es un propietario de un Estado, como en el caso de una monarquía absoluta. E incluso en tal caso, la propiedad privada no es cabal porque la propiedad del rey no es una propiedad burguesa, cabal y enajenable, sin responsabilidades. Si el monarca absoluto fuera un propietario burgués y tuviera la independencia de su mundo social y político para ejercer discrecionalmente dicha propiedad, entonces no tendría sentido reclamar para sí ningún título de propiedad ya que no habría un espacio público exterior que reglamentara su administración. La propiedad privada burguesa se reconoce por un espacio público, no en ausencia de uno. Como su potestad es cabal, si acaso ésta se puede ejercer gracias a la mera propia fuerza dentro de la organización que controla la fuerza militar, y de esta fuerza sobre el resto, entonces desaparece la misma necesidad de la propiedad. La posesión no depende de la propiedad (que es una legitimación extrínseca), sino que, como mucho, depende de la fuerza (social y militar). Si un monarca absoluto estatal, un rey estamental, un rey feudal o incluso señor feudal menor, pudiera tener semejante potestad, no necesitaría el reconocimiento de nadie, y por ende no necesitaría proclamarse como propietario ante sus subalternos y menos aun sobre la población bajo control del aparato de coacción. En tal caso no se trataría de un rey sino de un potencial tirano, sin límites siquiera en su camarilla, o sea: un potencial tirano moderno. Podría ser un dictador, con eventual voluntad política (no necesidad política) de proteger el espacio público de sus súbditos si así lo deseara (por interés económico en no dañar la fuente de recursos de una sociedad próspera) o bien podría, si así lo deseara, apropiarse de todo lo que es de sus súbditos a través de su aparato estatal, y convertirlo en un bien propio para uso personal o un bien para afianzar la fuerza de su propio Estado, aun a costa de la buena productividad económica. En menos palabras: el ámbito de un manor feudal es un espacio común, peculiar del Occidente medieval, que estaba regulado por tradiciones y estatutos propios de una confluencia entre aldeanos y guerreros, que otorgaba un mayor nivel de seguridad que no imponía una dependencia a un tipo de universo social, y que, por tanto, no implicaba un uso libre a cambio de una exacción discrecional del trabajo ni la revocación de la potestad privada campesina por parte del señorío. En cambio esto sí ocurre, traducido al lenguaje de la información y la virtualidad, en la mayoría de estas plataformas de comunicación. El ámbito de las redes sociales, es público pero cercenado y controlado en forma colectiva aunque sea parte de un titular privado, y su autoridad es reglamentaria pero arbitraria, operando en forma gradualmente para-estatal aunque no reclame para sí ninguna porción del uso legítimo de la violencia. Allí hay una actividad libre que se realiza en una propiedad totalmente deslindada de quienes la realizan. Dicha actividad es apropiada en su totalidad, anulada y/o reutilizada por voluntad de la administración de dicho servicio.
En este caso creciente de las “Big Tech” y sus nuevos estatutos normativos, el usuario no puede expresarse libremente en sociedad sin exponerse a consecuencias sociales punitivas impulsadas, además, por la coacción del censor. Dada la dependencia de éste al medio, dicho boicot personalizado funciona como un bloqueo y, por su artificialidad, parte de un clima dictatorial (en el caso chino del “puntaje social”, manifestación cabal de ese clima). O sea: aquella independencia impersonal que posibilitaba el mercado de masas –más allá de sus problemáticos costos en términos de una atomización social compulsiva– era algo que la sociedad moderna contractual podía presentar como una de sus ventajas frente a las comunidades premodernas. Tal independencia es ahora restringida a la actividad económica y queda abolida para las opiniones sociales y políticas de relevancia para la nueva cultura ideológica y sus dirigentes. Y obviamente, esta dependencia selectiva carece de cualquiera de las ventajas de la dependencia personal tradicional a una participación comunitaria. Todo esto ocurre sin siquiera acabar con la independencia mercantil de los individuos, y sin siquiera recurrir a la abolición sistemática de la seguridad jurídica por parte del “road to serfdom” de un dirigismo económico que implique órdenes concretas a cada individuo. No se necesita una Stasi ni una Gestapo. Estos ya son organismos arcaicos cuyos poderes de vigilancia y capacidad de control de los habitantes fueron por lejos menores que el de cualquier algoritmo, hoy puesto al servicio de la censura, el adoctrinamiento y el control de la conducta individuo por individuo y en grupos (dicho control, sin recurso a la censura, se hacía hasta hace poco sólo por razones de maximización de ventas de productos, y ahora se extiende a intereses corporativos encastrados en objetivos políticos: un mix entre creación de consumidores y creación de militantes, entre negocio comercial y negocio ideológico).
Desde el vamos, la socialización reticular de estos medios de comunicación fueron siempre cualquier cosa salvo comunitarios y personales, como bien ha manifestado varias veces Zygmunt Bauman. Todas las personas buscan de las demás sólo lo que pueden esperar de ellas: el ser mutuamente reemplazables. Pero resulta que hay una excepción, y es cuando hay que perseguirlas, censurarlas o castigarlas. Allí toda la presión de esta falsa comunidad sobre una persona se vuelve ominosa. La coacción ocurre por decisión, no de un público ignorante, sino de los “representantes del público”, usualmente en nombre de “colectivos” político-culturales. Este poder social de las empresas sobre sus usuarios dependientes, engendra un gran poder de coacción equivalente al político, sin que estas empresas dispongan aun de la base de coacción y coerción física del poder político. Ahora bien, dicho poder social combinado con una situación de dependencia personal sin posible salida, se vuelve rápidamente una forma de poder político por cesión en cuanto alcanza a suprimir enteramente la libre expresión de una idea de relevancia política. En tal caso la concesión a la “red social” del derecho a convertirse en una editorial “por selección de participantes” de una población de usuarios que dependen de ella literalmente para vivir, da un paso más: la diagramación ideológica de la vida pública. Y cuando toda la sociedad depende de estas redes que monopolizan naturalmente la comunicación, también implica la subordinación de los individuos en su vida civil a los contenidos sustantivos dictaminados por un nuevo gestor político, lo cual involucra a los mismos políticos en su faceta civil si dependen de ella.
He aquí que pasamos a una cuestión extra, que es la amenaza por incomunicación a los gobernantes: si el Estado no hace valer cabalmente el derecho civil de sus habitantes en este nuevo espacio público (con lo cual permite que se erosione y destruya el uso libre del derecho de propiedad de los ciudadanos, sometiéndolo a códigos de conducta que nada tienen que ver con el derecho de propiedad de otros usuarios de dicho espacio); si, en cambio, hace valer el control arbitrario de un propietario sobre el acceso a su espacio público monopolizado, poniendo así bajo control a toda la población que depende de éste, entonces el mismo poder político corre el riesgo de quedar subordinado él mismo a dicho propietario. En particular, si sus miembros –los miembros del Estado-nación, incluyendo al presidente del mismo– no subsisten ni ocupan su cargo con total independencia de la vida civil, como en el caso de una república con una burocracia administrativa y una política de competencia por el apoyo electoral. Para un dictador, por ejemplo del partido comunista chino, o un gobernante autoritario, como en el caso ruso, o un presidente con una autocracia tecnológica, como en el caso singapurense, da igual: a un dirigente autocrático que se viera confrontado en el interior de su país con una empresa así –sea privada o estatal–, el evento no le resultaría amenaza alguna. En ambos casos, al líder le bastará con la posibilidad de comunicación con sus subordinados: no requiere ganarse el apoyo o modelar la opinión pública; no tiene costos políticos relevantes a nivel de la sociedad civil. Además, no tiene limitaciones legales: si una Big Tech violara la ley y creara condiciones de censura que impidieran la mostración de su presencia ante el público, simplemente sería intervenida. Tal gobernante no debe responder por cada una de sus acciones ante un público que, por la naturaleza del orden político, pudiera exigir desde fuera el cumplimiento de la ley. Además, como si algo faltara, el jefe político puede imponer sus condiciones a la empresa sin restricción alguna. Por supuesto, en el caso chino, el problema es el inverso: el uso por parte de las “Big Tech” de un poder basado en la censura sistemática de usuarios dependientes para sostener su vida pública, no es una amenaza, sino que por el contrario: es una extensión más de su casi perfecto sistema de control social. Allí las empresas que ejercen este parcial poder político son instrumento de opresión por parte del detentador cabal del poder político que es el PCCh. Las Big Tech occidentales, por su lado, son grupos de interés enormes asociados a cierto sector político y medran en el conflicto con otros grupos de interés y factores de poder. Las empresas de tecnología han jugado la carta de asociarse con la política en vez de maximizar ingresos por la mera vía del mercado: funcionan hoy como una herramienta del Estado (o de sectores del Estado) a cambio de que no se las asedie legalmente, y, gracias a ésto, operan ahora como un control político no violento independiente, cuya utilidad para el Estado significará un mutuo interés creciente que llevará a las redes sociales a enquistarse junto con los poderes partidarios a los que están coaligados. La convergencia es inevitable porque es un interés objetivo para su crecimiento, y frente a la competencia. Como se puede ver, el poder aquí es centrípeto en vez de centrífugo, como suele ocurrir con las tecnologías cuando generan monopolios en vez de destruirlos: tanto gobernantes ideológicos como empresarios tecnológicos tienen intereses convergentes, y si no se asocian corporativamente no hay forma de que puedan evitar la mutua compulsión de un grupo por subsumir al otro. Son una amenaza mutua y eso los presiona, bien sea a la fusión, bien sea al conflicto para acaparar las prerrogativas de la otra parte.
Es importante mencionar aquí un agravante a esta “cancelación en masa” de individuos en las redes sociales: el sistema de crédito social. Podíamos verlo funcionar en el capítulo “Nosedive” de la serie Black Mirror (serie medianamente rescatable, dedicada a hacer metáfora social con ciencia ficción sobre tecnologías específicas). En la historia referida, el puntaje social genera una subordinación social recíproca, una dependencia personal a la reputación programada impersonalmente por un público cuantificador del “éxito” y “valor” individuales, siempre entendidos como valores instrumentales para otros individuos que necesitan relacionarse con los más exitosos para subir su puntaje. El público evaluador es a la vez el evaluado, y es mutuamente esclavo de esa misma dinámica. Obviamente la idea era una referencia el presente, ya que tal situación existe en gran medida en Occidente desde que las redes se han convertido en agencias de modelaje y concursos de popularidad, aunque por ahora, a diferencia de aquella distopía imaginada, los “likes” no conceden niveles de status para el acceso extramonetario a recursos excepto a los sexuales o afectivos, o para situaciones jurídicas tipificadas. En el caso del “sistema de crédito social” chino, en cambio, la ficción ya se ha vuelto peor que la realidad en tiempo presente. En China, la exacerbada dependencia personal a un juicio impersonal (bajo presión mutua) está, a su vez, regulada por el partido y las administraciones de gobierno con el fin de que los individuos premien cierto nivel de solidaridad mutua. En rigor, los individuos son evaluados por el gobierno además de sus pares (los cuales ganan o pierden dependiendo de si optan por la delación o no), según criterios de disciplina social, silencio político o bien obediencia ideológica en caso necesario. Se trata, pues, de versiones “líquidas” del control cultural autoritario, y hasta del totalitario, como ocurría en la “Revolución Cultural” del régimen de Mao.
Ahora repensemos la cuestión de las empresas “big tech” y su vinculación con la planificación cultural: ¿cuánto tiempo se requiere para que estos poderes ultramodernos –el de ingeniería social mediante políticas públicas realizadas para crear una vida social acorde a la “corrección política”, la vigilancia y espionaje masivo de la vida privada por parte de los recolectores de “big data” en asociación con organismos de inteligencia, la ideologización del sistema legal mediante “agendas” ideológicas de “emancipación”, la desnaturalización partisana del Estado para otorgar poderes inconstitucionales a “colectivos”, y el dominio del espacio público a nivel de las empresas de servicios “de comunicación social”– que en Occidente son todos elementos ya de sobra opresivos pero todavía más o menos dispersos, se unifiquen, y que terminen siendo, como son por origen, cuando operan bajo una dictadura de partido único? No es coincidencia que la colectivización selectiva de la vida civil, en materia sanitaria como cultural, tenga argumentos ideológicos que exigen discursos izquierdistas. Las técnicas y recursos de las políticas de “reforma del pensamiento” del régimen maoísta, son cada vez más imitadas en Occidente (en países como Canadá a extremos oprobiosos). Por otro lado, cuanto más la representación electoral pase de ser la actual farsa medianamente disimulada, a algo tan explícito como en las dictaduras de partido único, más difícil será explicarnos que el elitismo progresista está usando medios coercitivos y de adhesión totalitaria forzosa a colectivos ideológico-“identitarios”.
Podemos afirmar que dada la actual situación obscena de estos pornográficos “bloqueos mediáticos” del establishment periodístico progresista, llegará un punto no muy lejano en que no se podrá soslayar el parecido entre lo que ocurre en Occidente y lo que ocurre bajo regímenes como el chino, entre lo que ocurre con las “guardias verdes” y lo que ocurrió con las guardias rojas –ambas dicho sea de paso financiadas y dirigidas por organismos externos–. Esta distinción se hará cada vez más borrosa cuanto más se invierta la relación entre opinión pública y opinión publicada: hoy la segunda no sólo falsifica la primera, sino que al admitir la discrepancia, la impele a obedecerla. Hoy los medios de comunicación del mainstream compiten por ser parte de la “avanzada”, y sus frívolos panelistas, con la miseria intelectual y moral que les asegura su posición, se arrogan ante un público cada vez más senil, el rol de jueces culturales e inquisidores ideológicos del resto de una población “retrógrada”. Es así que hoy los grandes poderes mediáticos comienzan a ver que el mercado político ha cambiado de lugar: los influencers para las generaciones más jóvenes cumplen ese rol, y gradualmente se hace el trabajo fino para crear un establishment de los tolerados que el público vaya aceptando en sus consignas, excluyendo a los excomulgados, desmonetizados y finalmente prohibidos en las redes sociales, con apoyo creciente de un público sumiso y adoctrinado en la “cultura de la cancelación” para sentirse protegido por autoridades superiores. Manipulación por control del contexto comunicacional, y preservación de ese contexto mediante control directo del contenido comunicado.
En el caso actual, las Big Tech pueden establecer operadores políticos afines o asociados en el poder, y debilitar y expulsar a los que no deseen éstos o no deseen sus socios en dicho poder político. Las guerras políticas intestinas entre facciones de partidos y organizaciones políticas se librarían con la mediación, y finalmente quizá la determinación, de estos dirigentes discrecionales del espacio público en que se han convertido los propietarios de redes sociales. Más tarde o más temprano, su propiedad podría, si acaso se convirtieran en el actor con mayor poder político, desaparecer como tal y así actuar, de hecho o expresamente, como un poseedor político total del Estado, sin necesidad de reconocimiento como propietario por parte del mismo. Estas guerras políticas entre empresas y la transformación de lo mediático en coacción social, sea de parte del gobierno, de empresas, de partidos o de colectivos, parece una historia de la fantasía cyberpunk, que se ha demostrado con el tiempo la más realista de las predicciones futuristas. El poder de las “Big Tech” no es el del Estado (por ahora), pero actúa sobre el espacio público que ha creado, no como si fuera un espacio público de gestión privada, sino directamente como una propiedad privada que regula colectivamente las condiciones e incluso la participación de todos sus usuarios. En tanto no haya potencial subsistencia de los particulares por fuera de la vida social generada en dicho espacio público, la relación contractual con sus usuarios desaparece si la gestión privada puede invadir el espacio público que ha creado, en tanto el universo virtual determina la subsistencia como habitantes de una nación.
Artículo publicado originalmente en DebaTime el 26 de enero de 2021.