Es cierto que la opción entre libertad y seguridad ya hace rato no está en nuestras manos, sino en la de factores de poder político en disputa que descubrieron, por condiciones específicas de tiempo y lugar, que para subsistir debían priorizar cierto margen clave de libertad civil por sobre la seguridad (incluso la seguridad para esa libertad), porque no necesitaban oprimir el orden económico y supieron que requerían a éste cada vez más. Pero quizá ahora, o cada vez más desde hace tiempo, se puede hacer un dominio quirúrgico de la libertad personal sin destruir la libertad económica de mercado (Surcorea), aunque sin que esto impida abolir toda garantía de la misma (China).
Aunque finalizaré con una suerte de escrutinio sociocultural de la “nueva normalidad” en ciernes, invitaré a hacer una revisión breve de las explicaciones acerca del origen político de este nuestro mundo normalizado. Hagamos un repaso histórico: el “Estado moderno” (o Estado propiamente) nació como corolario del hecho hobbesiano por el cual los individuos atomizados (o sea: incapaces de limitar su búsqueda de beneficio contra los otros sin una autoridad ajena) no pueden poner, individualmente, un límite al Estado enfrentándolo con derechos basados en su propia fuerza, en tanto resulta caótico. Los derechos los “concede” o “reconoce” el poder político para el mejor funcionamiento de la sociedad civil, pero siempre monopolizando ese poder y teniendo la última palabra sobre la aplicación de las “reglas de juego”.
Hobbes perfeccionó la legitimación del monismo político del Estado burocrático moderno, fuera “monárquico”, como en el caso del despotismo ilustrado, o “republicano”, sea autocrático o parlamentario. El poder (poder de “todos”, “pocos” o “uno”, pero siempre centralizado y colectivo) no puede ni debe dar fuerza a ninguna de sus partes, ni siquiera a la cultura, la religión o cualquier principio de legitimidad externo: el Estado se autolimitaría, sí, pero por interés propio y fuerza propia. El hobbesianismo era enemigo no sólo de las monarquías tradicionales, medievales o no. Incluso la más moderna de las monarquías absolutas, le parecía aún limitada en su poder. Hobbes era partidario de eliminar cualquier legitimidad de la que pudiera depender el poder centralizado. Por eso, incluso las monarquías absolutas de entonces, en tanto patrimonialistas, le parecía que no eran “absolutas” en su alcance, aunque ya fueran “absolutas” respecto a la dispersión feudal. Todo problema de bienes públicos se debía solucionar con la única colectivización posible: la del Estado. Hobbes partía de un utilitarismo heurístico: se podría decir que el brutal pragmatismo social hobbesiano fue precursor de los modelos spinozianos de la teoría de la elección racional, muy alineados con los adoptados por lo que hoy llamaríamos “neoliberalismo” en tanto economicismo centrado en sus consecuencias para la utilidad productiva y el bienestar total.[1]
Locke no cambió la primera parte de esta idea, pero consideró que la legitimidad sí debía estar por encima del poder estatal (el Estado no concede sino que reconoce derechos) y que los individuos deben unirse colectivamente para crear un nuevo poder “hobbesiano” si el existente viola los derechos burgueses precedentes y condición del Estado. El modelo de Locke compartía con Hobbes, aunque atenuada, la idea de un homo œconomicus para retraducir la compulsión resultante de las expectativas egoístas mutuas en la interacción productiva de los intereses en los individuos modernos. Pero naturalizaba este fenómeno como una tendencia asociativa de los propietarios en el mercado (posible siempre luego de que el monismo político estatal garantizara el ejercicio pacífico de sus derechos y la utilidad de los intercambios). Ya Hobbes partía de una noción liberal-individualista del sujeto político, por lo cual debía crear un monopolio externo de la violencia capaz de garantizar el derecho moderno frente a sus beneficiarios en competencia, pero no dejaba ninguna otra instancia de acción colectiva para representar los intereses públicos de los individuos. Locke reparaba eso y pulía –no sin cierto riesgo subversivo a lo Paine– la idea del Leviatán, esperando que así la sociedad civil pudiera tener un poder conjunto de uso potencial para la rebelión colectiva, que protegiera sus derechos individuales en caso de que el Estado los pusiera en riesgo.[2]
Rousseau descubrió la contradictoria tensión de esta idea, pero ya la había soslayado: inventó una sociedad colectivista que conforma una totalidad solidaria para luego a partir de ésta derivar los derechos, ya que no imaginó a los individuos capaces de asociar sus diferentes intereses privados. Así inventó el Pueblo-Estado. Un engendro totalitario llamado “voluntad general” (no la de una “mayoría” circunstancial o de la de “todos” como suma) que, paradójicamente, debería ser “popular” para que el Estado soberano no se debilitara. Adoptó de Locke la lucha política colectiva para la defensa de la legitimidad, y la volvió la única acción legítima (ciudadanía pura), con lo cual estatizó a la sociedad civil, recreando derechos individuales con una asignación de los recursos que fuera distributiva (y además revocable, a diferencia del pensamiento socio-liberal), y jamás a recursos que se asignaran en el intercambio de un mercado de propietarios, cosa que fragmentaría esa militancia colectiva en relaciones conmutativas. Aparentemente había puesto a la población por sobre el Estado hobbesiano, pero en realidad sólo había puesto tanto a individuos como a comunidades reales, en la obligación de ser una única y cabal comunidad política, a la manera de un Estado. La religión se hizo civil, y lo civil, político. En fin, una religión política.
Como esta “democracia totalitaria” (Talmon dixit) resultó una aporía, engendró dos opciones para el futuro desarrollo ideológico: 1) la idea de zafarse del dilema haciendo que estas masas nacionales llamadas Pueblo podían ser representadas automáticamente (Sieyés tomó esta idea para crear una vanguardia dirigente del Pueblo) y éstas ser confundidas con los derechos civiles de sus miembros individuales (de este híbrido entre Rousseau y Locke quedaron nuestras repúblicas democráticas representativas); 2) forzar la politización rousseauniana y llevar la “dividuación” del individuo a término, con lo cual empujó a los dirigentes del Estado a crear ése “Pueblo” a imagen de sí mismo, lo cual requirió la jefatura intelectual para una ciudadanía ideológica: el Partido.
El partido único avant la lettre, director del pueblo genérico, fue el “Comité de Salud Pública” en Francia, que obviamente no podría crear este artificio de república ideológica sin otra salida que forzar a los habitantes a ser una colectividad abstracta ciudadana mediante un dirigismo estatal total.
Furet menciona, en su gran obra Pensar la Revolución Francesa, que sería el propio Marx el primero (con una crítica a Rousseau y al jacobinismo en su texto Sobre la cuestión judía) en reconocer la contradicción de una sociedad de particulares, privados e independientes, que intentara apropiarse colectivamente de la producción social, puesto que implicaba negar las condiciones civiles de su existencia económica, y oprimirse así bajo la única colectividad real, pero ajena y genérica, de un Estado desvinculado de la vida económica.
Este modelo jacobino de Estado alienado volvería a realizarse en el siglo XX, con dos fines distintos: en un caso, para absorber completamente la sociedad política estatal y la sociedad civil mercantil al nuevo Partido-Pueblo cuya unidad se dibujó sobre una clase ficticiamente colectivizable en sus intereses de desaparecer (i.e. bolchevismos); en el otro, para conducir y organizar la sociedad civil y la sociedad política de forma que el Partido-Pueblo superara su contradicción en su seno (i.e. fascismos). Ninguno, sin embargo, dejó de partir de la base de una divergencia natural entre intereses individuales y colectivos a la hora de la organización política, sea un mal inevitable (Hobbes y Locke), o evitable haciendo ingeniería social (Rousseau), o una tutela progresista del orden demo-liberal (Kant).
Entre los policías modernistas y los reeducadores iluministas, nos quedamos, en la modernidad tardía ya enteramente concretada hoy, con un sometimiento total de las verdaderas solidaridades tradicionales a tres instancias superpuestas:
- la negación política hobbesiana de todo comunitarismo jurídico-político en función de una protección de derechos contra las fuerzas centrífugas de la modernidad hacia la anarquía: negación sólo mediante disputas de fuerza por un poder tendiente a la centralización incluso sin llegar (Maquiavelo) al Estado-nación moderno, y una muchedumbre solitaria de mercaderes con aquel como su garante (Smith) que nos dejó sin poder para organizarnos socialmente salvo por automatismos públicos (traduciendo a Weber: propietarios sometidos a mercados, y jerarquías sin propietarios), o en ONGs y milicias laterales;
- el reemplazo lockeano de la comunidad por una nueva solidaridad “libertaria” cuyo único fin sería garantizar esa sociedad y ese Estado de derecho, y que nos dejaría como resistencia al exceso gubernamental, militancias partidarias alternativas a las que deberíamos subordinarnos a su vez en función de la lucha por el poder estatal;
- una amenaza extra y constante contra la comunidad real, por parte de la némesis rousseauniana estatal pseudo-comunitaria contra la sociedad burguesa (una pseudo comunidad “participativa” en el universo político, que no puede ser realmente libre sin anular toda individualidad, en un pueblo genérico y abstracto), lista para cuando las clases económicas llevaran su egoísmo individual al nivel grupal, creando así las soluciones de partidos comunistas y nazi-fascistas (más sus vías populistas de llegar gradualmente y a escondidas al poder, especialmente en la segunda mitad del siglo XX y principios del siglo XXI).
La síntesis de todo esto nos ha dejado con un Estado con cada vez más poder, una sociedad cada vez más impersonal y uniformada, con clases sociales cada vez más segregadas e incomunicadas, con factores de poder cada vez más reducidos, ocultos y que para no diluirse en las masas deben organizarse en función de su poder y del Estado que disputan y a la vez los amenaza.
Las libertades civiles exigen, paradojalmente, cada vez más de una seguridad policíaca que da herramientas y malas excusas a la invasión de la vida privada, y la seguridad del poder (y de los factores de poder) requieren fusionarse con los grupos de poder progresistas que desean una tutela totalitaria de una libertad que tiene que ser impersonal y relativista, no sólo en lo público sino en lo privado. Por eso hoy, que los medios técnicos pueden crear este poder quirúrgico, la “libertad” tutelada y dirigida puede realizarse al fin. Y sus interesados son élites globales, que están más allá de las limitaciones y necesidades de estados nacionales, mercados financieros o partidos totalitarios. Y el camino de vuelta del progresismo, que empezó con el iluminismo, va a llevarnos directamente a donde no por nada soñaba terminar: trascender toda humanidad. Y no es sólo un deseo salido de objetivos pseudo-religiosos, que lo son, sino que por el camino que hemos tomado se ha vuelto una necesidad: se requiere que el control social compense la inestabilidad de un poder tecnológico de escala individual capaz de crear bacterias en un garaje. La solución: convertir a los particulares en bienes públicos al servicio de lo que el Estado diga serán sus intereses, o peor: sólo la condición de éstos.
Toda fuerza resulta que no tiene otro poder que subvertir el orden social amenazándose a sí misma, y el poder político debe vigilarlo todo para sobrevivir y ganar en la competencia entre todos. Internacionalmente es el mismo caso, y su corolario: llevar a una creciente centralización internacional en organismos públicos que recrearán por última vez las disputas pretorianas de grupos económicos y partidarios, y cuya estabilidad será la de aquellos que tengan la cohesión y organización para dirigir una gobernanza mundial.
Con la excusa schmittiana de una “dictadura comisarial” (cuyas limitaciones institucionales son hoy literalmente ilusorias) se está creando una velada “dictadura soberana”, ejercida por estados, pero dirigida por ideologías. Ésta no sólo transforma a los hombres en bienes públicos y a toda la humanidad en un gran problema de salud pública, con un poder centralizado sobre el cual nadie tiene ni “voz” ni “salida” (interna o externa), sino que además se justificará meta-éticamente en la garantía de los derechos individuales, incluso en la conciliación de todas las formas que la filosofía política neocontractualista ha interpretado como su mejor realización. Una conciliación de todas las formas constitucionales que pretenden no derivarse de ninguna moral sustantiva o base sociológica (el liberalismo atomista de Gauthier, el liberalismo patrimonial de Nozick, el liberalismo consecuencialista de Buchanan, el liberalismo participativo de Sen, el liberalismo politizado de Rawls y el liberalismo perfeccionista de Raz), pero que, por eso mismo, pretende haber llegado a una moral del “respeto público” al relativismo, y luego al deber de internalizar ese relativismo. Una deontología con pies de barro que, para sostener el pluralismo civil con fundamentos relativistas, lleva a la violación de toda esfera privada. En vez de “sociedad abierta”: creación forzosa de un “individuo abierto”.
El obvio siguiente paso es que los mismos estados-nación requerirán el aumento de un poder discrecional sobre sus poblaciones en nombre de evitar problemas de externalidades. Incluso los países asiáticos que han realizado las mayores liberalizaciones económicas de mercado, ya dadas las experiencias del siglo XX, fueron en su mayoría dictaduras, pensadas con ese objetivo (con algunas pocas excepciones como la administración de Hong Kong, ahora amenazada con ser subsumida a la “NEP” china). Fueron dictaduras, pero no las clásicas. No fueron meramente regímenes de partido único hegemónico, de autogolpe gubernamental o de gobierno militar, que adoptaran luego eventualmente tales modelos, sino que se reformularon en función de la sociedad civil cuyo desarrollo y forma querían encauzar. No fueran toscamente disciplinarias, en masa, sino tecnocracias cuyo aparato de poder fue adaptado a la construcción del orden social ideal para el funcionamiento de dicho modelo macroeconómico en su aspecto colectivo, siendo simbióticos con éste, tanto en la ingeniería cultural como en las políticas públicas como en las intervenciones sobre el mercado. Algo muy parecido, y casi en el mismo tiempo, hizo China, con la evidente diferencia de que su objetivo no era el desarrollo normal del capitalismo (en función de sus propios fines) sino acelerado (en función del gobierno), copando mercados mundiales con productos de uso primario mediante el dumping de precios baratos, para ubicarse en la división internacional del trabajo como si fuera una nueva Manchester de asalariados que parecen esclavos. La reducción artificial de costos crea allí, tras las ventajas obvias de una producción intensiva en trabajo y basada en la sobre-explotación, una ventaja aparente que es en realidad desventaja para la utilidad social total: desempleo de capital industrial y degradación del desarrollo potencial del capital humano. Le ofreció, sin embargo, una gran ventaja geopolítica y una dependencia del camino para toda la economía internacional, que a pesar de generar olas de desempleo le ahorró mucho sudor a los obreros del resto del mundo. En cualquier caso, esta nueva forma económica para la dictadura de un partido comunista significó salirse del totalitarismo científico de masas ensayado con apoyo ruso hasta la muerte de Stalin, para pasar a un autoritarismo que, aunque más respirable, es más científico e individualizado, y cuyos fines pasaron a su vez de una esclavitud improductiva en la cual el trabajo era mal explotado, a una explotación compulsiva (expulsión forzada del campo tradicional mediante) en la cual el trabajo es explotado con ojo ganadero. Con un pragmatismo tecnocrático, China fue la cara más estatista del mismo modelo tecnocrático de los tigres asiáticos. Avanzó en formas de control social de precisión que aquellos impusieran más tímidamente, y en el caso chino se hizo continuando una lógica parecida a la de las evaluaciones políticas maoístas de cooperación de los individuos con el orden social y de adhesión ideológica, con lo cual existe un maltrato bastante mayor por la materia prima humana, a pesar de que ya no existe una vida de militancia forzada y subordinación total al Estado. En cualquier caso, los tigres asiáticos lograron estos métodos más sensibles de control con similar mano de hierro, como es el caso de Surcorea, y especialmente el de Singapur. Hoy también disponen de un control informatizado del comportamiento de cada individuo, sin llegar por ahora al sistema chino de “crédito social”.
El caso de Singapur tal vez sea el más extraño y paternalista de los mencionados, ya que el gobierno del partido hegemónico no sólo actúa, por ejemplo, regulando el mercado inmobiliario en función de impedir tragedias de los anti-comunes que lleven al hacinamiento, sino que incluso presiona compulsivamente, tanto a nivel psicológico cognitivo como mediante premios y castigos directos, a la maximización del beneficio, superponiendo a la propia disciplina social que el mercado impone, ya no solamente la disciplina política de la aceptación de los resultados del mercado (como en el pinochetismo), sino una segunda disciplina políticamente impuesta para reforzar los hábitos de comportamiento individuales en una dirección empresarial incluso para el asalariado. Una suerte de coaching empresarial forzado: si la sociedad mercantil per se ya impone sobre los intereses personales extra-mercantiles la necesidad de procurar en cada acción productiva los intereses pecuniarios como fines forzosos no regulados por aquellos, Singapur impone además a sus habitantes la subordinación altruista de cada individuo para con la actividad económica realizada en interés propio de ese mismo individuo en tanto agente del mercado. Es ésta una versión especular del delirio estajanovista: aquél generaba premios interesados para impulsar el sacrificio no mensurable en función del cumplimiento de las metas de producción, mientras que el modelo de Lee Kuan Yew hace exactamente lo opuesto.
Ya saliéndonos del particular, curioso y ejemplificador caso de Singapur, en forma similar casi todos los tigres asiáticos solucionan muchos de los males (y también evitan lidiar con muchos de los bienes) propios de estos nuevos y calculados modelos de liberalización económica. Alivian, con increíble eficiencia, las tensiones y necesidades que éstos generan al desarrollar clases medias prósperas. Dichas clases, casi por definición, quieren librarse de la subordinación servil al gobierno, y especialmente si se hace en función del mercado de trabajo. La solución de esta gobernabilidad es desviar hacia el éxito personal las exigencias de democracia multipartidaria y liberalismo político-cultural, ya que toda sociedad aburguesada sabe que el pluralismo social de las libertades personales en el ámbito privado y público, se vuelven condiciones necesarias y codependientes para sus clases políticas.
O eso era así hasta ahora para las poliarquías occidentales, pues la situación está cambiando. Ésto nos lleva a entender el por qué de rever la vieja cuestión hobbesiana con la que comenzamos. La actual crisis creada por las medidas contra la pandemia (o contra la interpretación de la pandemia que nos ofrecieron nuestros benefactores organismos internacionales) agravó una tendencia general hacia el mercantilismo económico disparada por un aumento del poder político-militar librado en las redes. Como resultado, serán los mismos estados nacionales no gobernados por dictaduras, los que demandarán una gobernanza global externa a sus propias alianzas internacionales. Y su competencia política interna ya los hace –en marcado contraste con las autocracias neoliberales asiáticas o las dictaduras comunistas que viran al modelo chino– más dependientes respecto de los organismos internacionales que, a cambio de créditos y accesos a nuevos mercados mundiales, les imponen curiosas agendas culturales, convirtiendo sus naciones en lo que ya son: laboratorios de ingeniería social que disfrazan sus progresismos paternalistas y elitistas, como políticas públicas emancipadoras que vienen a curar de sus opresiones imaginarias a sociedades que aparentemente, de pronto, nos marcan con un fibrón verde como todavía retrógradas por lo poco que les queda de cultura propia.
Las “fundaciones huéspedes” del mundo yendo hasta contra todas las hipócritas ensaladas que son las declaraciones de derechos del niño respecto a la protección de la familia como primera autoridad a la hora de educar según sus valores (art. 7 de la DUDN). Y digo hipócritas porque, hasta no hace muy poco, permitían en decenas de países todo tipo de violaciones de sus definidos derechos individuales de menores y adultos (a pesar de que la mayoría de éstos eran deudores de principios cristianos occidentales), a manos y en nombre de derechos colectivos por parte de las identidades culturales. En todos lados salvo, como era de esperar, en Occidente, donde la única tradición aceptable es el culto, sin derecho a rebelión, de esos mismos derechos humanos incluso en aspectos que no eran propios de sus constituciones, y legislados a contramano de sus propios tratados. Pareciera, pues, que el iluminismo de Voltaire renació de las cenizas en las formas políticamente correctas, para corregir el asunto y empeorar las cosas. Iluminismo de segunda mano, a lo Macron. Hoy la cultura heredada por la familia (incluso cada familia, valga la pluralidad intracultural) ya no es catalogada como un derecho para el niño, sino un obstáculo. El marco de desarrollo liberador, gracias al cual el individuo realmente podrá elegir, es el del Estado. Como vimos, el argumento que da fuerza es hobbesiano, y el contenido es rousseuaniano: como sólo el poder público determina en última instancia cuáles familias violan en el marco de su educación y crianza los derechos del niño, resulta que, mediante un extraño malabar deductivo, el poder público (cualquier poder público que se rija según los organismos internacionales, se entiende) debe decidir ser el principal educador y, pronto, el criador, sin importar si eso viola los derechos del niño porque ¿quién será el juez de dichos derechos? ¿Una democracia de votantes reaccionarios y patriarcales? Hablando de “esclavitud voluntaria”: en la declaración de la ONU no hay derecho a la resistencia a la ONU, a no olvidarse (art. 29 inc. III de la DUDH).
Parece ser que el humanismo secular tiene a sus tutores bungeanos molestos, porque todavía la transgresora competencia capitalista, aun con su democratizada vida americana y sin status de Occidente, no terminó de hacer el trabajo de disolver lo suficientemente bien al varón y a la mujer como para que quepan en el nuevo modelito de Neurath con smile face: ese perfecto ente amorfo y reemplazable que es el individuo postmoderno, y resulta que ¡viva la diversidad de supermercado! los 112 géneros de catálogo de pinturería son la nueva religión civil de este secularismo, siempre estableciendo límites difusos para la esfera privada cada vez que le conviene. Liberando, por ejemplo, a nuestro tan cuidado menor, de cualquier influencia corruptora de su prístina inocencia, con una clase de educación sexual que nos recuerda a las que daban en los jardines de infantes en un capítulo de South Park. Imponiéndole como condición, si faltaba una, su bizarra interpretación de la sexualidad como género: el abanico de todas las opciones identitarias que la perspectiva de género le ofrece como parte de la más importante verdad a la que cada hijo tiene derecho y obligación de aceptar. Para poder defenderse (¿cómo? ¿con karate?) de ser abusado por su familia –la cual se presume con tal interés si ésta se opone a que reciba la E.S.I.– el hijo debe saber que puede elegir su vida sexual y practicarla en todas sus "opciones", aun antes de ser racionalmente capaz de decidir si siquiera existen. Tiranía de la libertad, otra vez sopa, condimentada con corrupción de menores a manos del Estado. (Vale la pena recordar que proporcionalmente ocurren muchos más abusos a manos de maestros que de padres o curas, y que si el resto de la familia no es la interesada en que no ocurra ¿por qué habría de interesarle a un grupo de maestros izquierdistas que viven de licencia?) Los gobiernos harán este protocolar trabajo de abyección en nombre de los beneficios de participar en la globalización de bienes e información, y aun cuando se encuentren bajo condicionamientos que no les fueran beneficiosos. La alternativa será el aislamiento y la falta de competitividad. Salvo para chavistas locales teledirigidos desde Cuba, ésta no es una opción para los oportunistas de ninguna clase política que se precie del nombre que Mosca le diera.
Así pues, esta autoridad de “estado nocturno”, será también, gracias al relativismo obligatorio de un liberalismo “internalizado”, un celoso “vigilante diurno”. En un mundo de ingeniería social personalizada mediante algoritmos publicitarios, el enemigo global de las libertades no serán ya las viejas amenazas de mundializaciones nazi-fascistas o comunistas-bolcheviques, ni tampoco una poliarquía global insostenible, sino el autodeclarado “progresismo” global. Fukuyama tenía razón sobre cuáles serían las premisas y el lenguaje y las formas, que deberían adoptar incluso los enemigos del modelo occidental de sociedad, pero creo que no previó la malversación interna de estos principios demo-liberales al pasar de ser condiciones para la vida política para transformarse en contenido sustantivo para el comportamiento privado, regulado por una nueva forma de totalitarismo fragmentario y ministerialmente tutelado. La adherencia forzada a múltiples causas militantes, reformadoras a domicilio, con adolescentes guardias multicolores que, como reformadores a domicilio, harían reír a Mao. Con sus bajadas de línea de red social, flotarán como charcos de aceite en la marea de una sociedad de hombres y mujeres, empoderados de Starbucks, fuertes en su disgenésica Esparta de plástico, integrada por individuos tan psicológicamente seguros de sí mismos como dóciles ideológicamente. En el trasfondo del poco mundo espontáneo que quede, podremos ver reproducirse a una muchedumbre acompañada de solitarios inconscientes que, en lo restante, estará elegantemente atomizada bajo la mascarada de ese frío calor humano que tan bien idealizan nuestras publicidades, con su mezcla en alta definición de empatía estetizada y sensualidad insípida, siempre obsesionada por disimular su artificialidad. Tan conductualmente insincera cuando pretende erotizar una pornografía sin morbo –pero buscadora de “likes”, siempre– que uno casi puede saborear el aburrimiento. Y notar, sí, que esa indiferencia petulante está lindando, no tan sutilmente, con el odio. Su inclusión y tolerancia multicultural parece librar guerras virtuales con una derecha rebajada –otra vez– a darwinismo social. Pero ambos bandos representan la falsa consciencia de su contraparte.
Schmitt nos ha dado la fórmula para un Estado total, ya que si todo es político, que sea un poder centralizado y general el que disponga de él. Y para poder ser absoluto en sentido hobbesiano, debería ser según esta lectura schmittiana, un poder totalitario, ya que, repetimos, “todo es político”, vieja excusa liberticida de los totalitarios. Al menos ésa es la lectura más cómoda hecha del politólogo nazi: el interés público total de Rousseau potenciado en interés colectivo total. El Pueblo-Estado convertido, ya no sólo en juez del interés de sus miembros, sino en una unidad en sí misma que no requiere a sus miembros, meras células. Supongo que quizá sea obvio que éste sea el punto terminal de la decadencia del pensamiento político occidental: si se pretende que la democracia es puesta en peligro si el monismo político que implica es determinado por sus miembros privados, es porque se teme que el poder colectivo hobbesiano se disgregaría en su unidad por culpa de la diversidad. Sólo donde no hay personas con derechos a espacios particulares, el poder democrático será cabalmente tal. El Estado total se vuelve democrático, porque tenemos seguridad de que la clase política es orgánica a la población.
Pero resulta que la democracia sin personas concretas, sin distinción entre gobernantes y gobernados (ya que los gobernados son mejor representados por los gobernantes), con acción fantasmal a distancia, quiere reconocer derechos a sus miembros. Ayer para cumplir funciones orgánicas bajo una granja racial internacional, hoy para ser lo que quieran. Esto es lo que el progresismo contemporáneo quiere, y autodenomina liberalismo. Raz se quedó corto: el individuo plural, democratizado, tiene derechos, pero para tenerlos deberá ser completamente condicionado por la élite de los que representan sus derechos porque se justifican en ellos. Los derechos más fácilmente igualables. El individuo podrá hacer lo que quiera en un espacio pre-asignado, que no será un límite al poder público, puesto que sus elecciones no se opondrán a este poder público que lo representa. Sus elecciones no pueden tener ningún contenido sustantivo: deben estar basadas en la arbitrariedad dada la total indiferencia entre cualquier elección, y su alcance debe ser el necesario para crear una sociedad funcional. Por ende sus opiniones respecto a la vida de los demás, de la sociedad y del universo, deben ser homogéneas. La distinción amigo-enemigo es clara: tolerantes vs. intolerantes. ¿Qué condición requiere la tolerancia? Es sencillo: la obediencia a un humanismo protagórico oficial, sin especie humana. Un feminismo sin femineidad. Un niño sin infancia. ¿Qué condición requiere la intolerancia? Pues, evidentemente, el pensar socráticamente que existe algo objetivo en el mundo además de la tolerancia. Para estos inquisidores ateos, adulterando la paradoja popperiana, y con mucha cicuta para repartir y muchas crucifixiones para realizar, lo más condenable parece ser lo siguiente: pensar que existe una tríada llamada “bien, verdad y belleza”, y coherentemente que podemos y debemos hacer juicios de valor de las acciones personales sin que por eso necesariamente podamos penalizarlas (el fantasma de esta pena judicial siembra el pánico y la ira de los tolerantes). Que existen estos principios rectivos, no sólo como necesidad subjetiva sino además como referencia objetiva, como tres realidades que son una, y que éstos no son principios diluibles en ninguna relación de simetría con el mal, la mentira y la fealdad, es algo que enloquece a nuestros torquemadas progresistas. Y si, además, se cree que su culto es una comunidad hereditaria basado en una tradición, es el límite de lo intolerable. Desde Maquiavelo ¿qué otra cosa estorba más al poder de un príncipe en un mundo amoral? El archienemigo ya ha quedado más que claro con un poco de cine mainstream. La única religión trascendente aceptada es la New Age. No podía ser menos, ni más. Luego, el golpe de gracia del culto al progreso humano contra sus parteros schmittianos, y finalmente contra sí mismo: la humanidad es sólo una especie más, y cada Estado es sólo un poder más. Un mundo total es un super-Estado, con una supra-humanidad, subordinada a una naturaleza tutelar divinizada y representada por un mismo poder.
La “paz perpetua” de la “aldea global” se ha convertido en la añoranza de un gobierno mundial. Su laicismo tutelar ha convertido a lo secular en dogma de un estado confesional. Hoy pareciera ser éste el corolario político de una cultura que se ha abandonado a su degradación, y a la fuerza: impidiéndose la actuación de quienes podían frenar la entropía: animalización epicúrea del hombre y la expectativa de su superación artificial; un compulsivo goce vitalista pero un desprecio total por cada vida humana; el culto al riesgo como “experiencia” combinado con terrorismo sanitario. Para un Philippe Muray este “brave new world” ya es nuestro presente post-hobbesiano, atemorizado por todo y ya no sólo por la guerra, protector temeroso de la vida pero para ponerla en riesgo en el momento en que se pueda disfrutar, o que las cámaras estén encendidas. El “imperio” total de una nueva forma de entender “el Bien”. Un bien de consuelo respecto al original. Un “bien”, llamado orwellianamente “corrección política”, que no es sólo el sinsentido general de un parque temático de “aventuras” turísticas. No será meramente una recomendación: será violento, y más cuanto más sensible. Más dictatorial cuanto más participativo. Más draconiano cuanto más quirúrgico. Más sucio cuanto más aséptico. Más cruel e impío cuanto más humanitario.
[1] Por practicidad uso este término para referirme a ciertas posiciones de política económica partiendo de ramas más o menos ortodoxas del modelo neoclásico (monetarismo incluido). Este tipo de programas pro-mercado se basan, a diferencia de otros, en ciertas características consecuencialistas, eficientistas y de utilitarismo social del pensamiento económico. No apunto a la inadecuada generalización peyorativa propia de ciertas izquierdas (que confunde todo liberalismo económico de mercado con “neoliberalismo”, cosa que bien aclara Álvaro Vargas Llosa), la cual surgió invirtiendo el uso original de estos términos a principios del siglo XX: “paeloliberales” eran considerados despectivamente aquellos liberales que continuaban siendo liberales en cuanto a la propiedad en el mundo “monopólico” del siglo XX, mientras que se llamaba benévolamente “neoliberales” a las posiciones social-liberales (Stuart Mill, Rawls, Swift) o de un liberalismo socialista (Kelsen, Habermas, Fromm), fueran a veces más cooperativistas (Oppenheimer), a veces más dirigistas (Keynes), a veces estatistas (Polanyi), pero que siempre usaban ciertas ideas más o menos colectivistas para el orden socioeconómico sólo como un medio para la realización, algo confusa, de un orden de derecho basado en principios individualistas (o sea: un orden liberal). Los defensores ideológicos del “New Deal” popularizaron el concepto, por lo cual el término “liberalism” en Estados Unidos implica políticas que en Europa y América Latina son leídas como “socialdemócratas” y a veces hasta del “socialismo democrático” (en el sentido que da al término democracia el liberalismo político), mientras que lo que llamamos aquí “liberalismo” debe ser aclarado allá como “classical liberalism”, y en sus versiones más radicales “libertarianism” o “libertarian liberalism”.
[2] Bertrand de Jouvenel en Sobre el poder –un libro de lectura imprescindible para liberales y conservadores– notó que estos principios, aunque eran importantes en una sociedad moderna, pecaban de ingenuos: sin culpar a Locke de esta “negación liberal”, se percató de que dichos principios podían ser aun más riesgosos y fomentar revoluciones en vez de resistencias, llevando a una centralización que aumentara todavía más el peligro de que estos intentos populares de mantener en sus límites al Estado de derecho, podrían o bien llevar al caos social y a la necesidad política de una invasión mayor sobre la sociedad civil, o a la amenaza del colectivismo como solución. En ambos casos, que el “Leviatán” se convirtiera igualmente en un “Minotauro”.
Artículo publicado originalmente en DebaTime el 21 de junio de 2020.