viernes, 18 de marzo de 2016

Teletransportación (de ideas)


Hace casi una década, en el año 2008, escribí un artículo en mi viejo blog en un posteo titulado “La identidad personal y el problema de la continuidad” que trataba sobre el problema de la conservación de la identidad de las personas que pasaran por una teletransportación (del tipo de la que hoy se propone y festeja como la posibilidad de hacer real el sueño de Gene Rodenberry).

Pues bien, en el 2011, encontré un artículo muy similar en la revista Investigación y ciencia, por lo cual agregué una nota al mismo mencionando mi sorpresa ante las similitudes terminológicas del mismo respecto al mío. En éste, sin embargo, tuve que criticar lo que en mi opinión era la errada conclusión a la que el autor, Agustín Rayo, había llegado a partir de las mismas premisas.

Cuestión que ahora, recién recién, acabo de descubrir un video en YouTube, publicado hace unos pocos días (7 de marzo del 2016) que habla del mismo tema y de la misma forma. Para mi mayor sorpresa el video dice exactamente lo mismo que en mi artículo, aunque en un lenguaje diáfano y más digerible para el público. No sólo es casi idéntico el orden de los razonamientos y la lista de problemas expuestos, sino que hasta el muy particular y atemorizante cierre del video ¡es idéntico al cierre de mi artículo y al ejemplo que utilicé! 

Ahora bien: dudo muchísimo que se trate de plagio. Lo más parecido a tal caso es que pudo haber sido una suerte de boca en boca inintencionado de la idea, ya desprendida de mi autoría, que haya llegado hasta sus oídos. Pero lo que creo más probable es que se trate del mismo fenómeno, salvando las enormes distancias intelectuales conmigo, que llevó al descubrimiento por separado del marginalismo a Menger, Walras y Jevons: usar un poco el cerebro me pudo llevar junto con personas distintas a mí y separadas entre sí, a arribar a las mismas conclusiones y hasta de la misma forma, aun en circunstancias muy dispares pero esencialmente parecidas y con un cierto mismo nivel de desarrollo sociocultural de su mundo vital. (De ser este el caso –y me doy aquí permiso para fantasear un poco– creo que el fenómeno podría ser inspirador para un estudio psicológico y sociológico de los determinantes lógicos de los elementos genéticos y meméticos de nuestro comportamiento, a su vez determinante de los posteriores comportamientos de quienes nos suceden en el tiempo, en trayectos de desarrollo que nos trascienden aunque sucedan a través nuestro.) Fin de la digresión y vuelta al tema “teletransportado”.

Paso aquí debajo el didáctico video del usuario “C.G.P. Grey”, y luego una copia de mi abstruso artículo original. Mi escrito se volverá más entendible si se presta atención a esta nueva versión audiovisual del mismo argumento científico-filosófico que yo presentara en una forma un poco más académica:


Visto el video, compárese con el artículo que fue la parte central de mi post del 2008: 


¿Un lapso en la nada?

Siempre cuestioné si la muerte es realmente posible, y en qué consiste. La mejor forma de ver el problema es empezar desde la consciencia, entendida como unidad de sensaciones de la vida psíquica de lo viviente, de la realidad que se siente a sí misma. Un ejemplo que entonces hago generalmente para estos casos es suponer la vida como la vida del alma, y a esta alma como unidad metafísica sobre un soporte físico, o sea, como forma de un cuerpo. Luego puede aplicarse a un alma espiritual que pueda conservarse a nivel metafísico.
Tomemos como supuesto que el alma, en tanto consciencia, está en el cerebro y que se reduce a un fenómeno material (materia no necesariamente entendida en términos cartesianos). A partir de esta suposición imaginemos que un individuo, al que llamaremos N, llega a estar clínicamente muerto. Al pasar unos minutos de permanecer en ese estado es resucitado. Nada ha cambiado aparentemente. N ha vuelto de la muerte. ¿Nos encontramos ante la misma persona? Diríamos que sí. A pesar de que durante esos minutos algunas neuronas murieran el cerebro sería el mismo. Su estructura molecular permanece aunque su contenido variara: electrones cambiaron de posición, muchas partículas abandonaron el cuerpo y otras se reubicaron en el mismo lugar. Átomo más, átomo menos ¿a quien le importa? Y si algo cambió, igualmente diríamos que nos encontramos ante la misma persona, como decimos que nos encontramos con el mismo amigo, tanto luego de charlar un par de minutos como al comenzar la conversación.
Bien, ahora imaginemos otra situación: destruyamos a N. Lo pulverizamos a nivel físico como si detonáramos debajo de su cama un explosivo termonuclear de diez megatones. Lo más reconocible de N son neutrones dispersos viajando a través del espacio. Pero hicimos conservar algo: los datos de todas las posiciones de todas las partículas que conformaban a N. Y ahora hacemos algo más: con otra máquina similar, casi inimaginable, reconstruimos, con otras partículas, a N. En el mismo lugar; si queremos, diez minutos después. N ha vuelto a la vida, diríamos. N es su composición. “N no ha muerto -exclamaríamos finalmente-, ¡lo hemos resucitado! ¿no es así?” Bien ¿es esto cierto? ¿Se trata de N como en el primer caso? ¿O este es un N idéntico, pero no el mismo N? ¿Sería un N2? Mi argumento es que N ha muerto: N2 no es N1 (lo que se entenderá luego). N2 vive. N1 ya no existe. Pero esto implicaría que aquel N -el del primer ejemplo- que sólo sufrió una muerte clínica podría no llegar a ser ya el mismo N. ¿Parece tan difícil comprobar que no se trata del mismo N? Ya veremos.
Tercera situación: no destruimos a N, ni siquiera le contagiamos un resfrío. Pero, nuevamente, copiamos, como antes hiciéramos premortem, todos los datos de la ubicación de su estructura física. Luego echamos al N original, y lo mandamos a su casa. Finalmente, con nuestra simpática máquina construimos a otro N, en exactamente el mismo lugar, con los mismos recuerdos del original, diez minutos después de que mandáramos al N original de paseo. Sí, exactamente como si hubiera estado muerto, o en suspensión inanimada durante ese lapso de tiempo. Ahora tenemos, sin lugar a dudas, dos N: N1 y N2. Los dos jurarían ser el mismo N. Y si queremos evitar que sólo N2 tenga la sensación de haber “perdido” mágicamente diez minutos, podemos inducir coma 4 en N1 por diez minutos, y luego hacer una doble relocalización: resucitar a N1 en una camilla y reconstruir molecularmente a N2 en otra camilla. Ambos “N” se despertarán jurando ser el original, y declamando que todo es producto de una conspiración ejecutada durante el lapso de tiempo entre que perdieron la consciencia y la recuperaron (lo último será parcialmente cierto). Ahora bien, con toda seguridad diríamos que sólo N1 es el N original. Pero ¿es esto cierto? Obviamente los dos no pueden ser el mismo Sr. N, porque -esto es evidente- tenemos dos consciencias, dos individuos. Son idénticos al despertar, e irán variando física y “mentalmente” durante el transcurso del tiempo, como cualquiera de nosotros, en formas diferentes. Pregunta muy fácil entonces: ¿por qué, en el segundo caso hipotético, supusimos que N “seguía siendo N” luego de ser pulverizado, a pesar de que la construcción de un nuevo N fue ajena a su desintegración? En aquel caso no habíamos hecho a N2 de la carne del original, pero lo habíamos hecho idéntico, no sólo a imagen y semejanza. Lo supusimos por la simple sinrazón de que “tuvimos” la muerte de N, y entonces experimentamos la construcción de otro N como su reencarnación. Pero no es así. Ya vemos que es otro N. Ahora bien, si el N construido es siempre “otro N”; si el primer N disuelto en la nada no vuelve de la nada para “renacer” en el N duplicado ¿por qué pensar que una persona que pasa por una muerte clínica sigue siendo la misma? Podríamos pensar, a esta altura, que sigue siendo la misma porque no fue “desintegrada”. Pero vemos que no se trata de esto. Vimos, en el tercer ejemplo, que la continuidad de la identidad no tiene relación con la personalidad, es decir: tiene relación con su unidad esencial y no con su forma. Pero vimos también algo más, y es que esta unidad esencial tampoco es real: no hay diferencia entre el primer y el segundo ejemplo. El N muerto y resucitado, y el N desintegrado y reintegrado comparten algo en común, y es que ya no son ellos mismos. Las partículas últimas que hacen a la forma física, en ambos casos, ya son otras, a pesar del mantenimiento de la forma. Continuamente nos desintegramos y reintegramos. Acaso tal vez importe que las partículas sean otras pero la forma no haya desaparecido nunca. (Aclaración: la conservación de la identidad no depende de la conservación de la forma, sino de la continuidad a través de los cambios en la forma. La ruptura de la continuidad es lo que haría que una consciencia deje ser la que era para ser otra, o sea, pierda su identidad. Y repito: no confundir identidad con personalidad. En cualquier caso no deja de ser problemático).
De acuerdo a lo anterior, ya hicimos un salto de lo físico a lo cuasi metafísico: la identidad de la consciencia no está en las partículas sino en la forma con independencia de éstas e incluso con independencia del mantenimiento del estado consciente. Pero ¿no hay cambios en la forma durante los diez minutos de muerte? ¿Y si el tiempo es mayor? Lo único que podría aducirse, para el primer ejemplo, es que en los cambios de la forma -en el cual las partículas a su vez cambiantes se reemplazan- existe continuidad de identidad en el cambio, mientras que la ubicación de las partes físicas integrantes en el segundo caso desapareció. Pero entonces la muerte no es la suspensión de la consciencia sino la desintegración de la forma del cuerpo, y habíamos dicho que la vida de la consciencia es material, esto es: la muerte clínica implica la suspensión de la consciencia y con ésta la pérdida de la forma de la misma, si se quiere, “electroquímica”. Tras la forma está la identidad indivisible de la consciencia, pero la pérdida de la consciencia sería el equivalente de su desintegración, aunque no de su soporte: el cerebro inactivo. La pérdida de la consciencia, entonces, ¿sería la muerte misma? Muerte, vale aclarar, sin vuelta atrás.
Desde un monismo materialista pareciera ser que la muerte no sería un estado de un ente viviente, y ni siquiera una fase. Desde una posición como esta, la muerte estaría en todas partes y en todo. Precisamente, sería la falta de identidad consciente. Pero si identidad de la consciencia y estado de consciencia son una cosa, pues, resulta que nos encontramos ante algo interesante, y es que tal vez para esta noche ya estemos muertos. Cada uno de nosotros al acostarse, tal vez esté viviendo los últimos segundos de su vida. Quien despierte, será tan igual a nosotros, bueno, pues como N2 es igual a N1.



Copio aquí dos momentos de una charla que tuve al respecto de este escrito y que pueden aclarar algunas confusiones que pudieran surgir:
J: [...S]í, básicamente pienso lo mismo.. igual te marco algunas críticas que por lo que sabés de mí te van a ser previsibles; [...] hay una serie de experimentos de mente del estilo de la filosofía analítica bastante apropiados [...pero] que la identidad dependa de la forma, digamos, de la ordenación de ciertos tipos de moléculas sin importar el que sean siempre las mismas, no es algo metafísico, estarías sosteniendo la identidad en algo empiricamente observale, esa ordenacion (o hipoteticamente empiricamente observable, más allá de nuestra tecnología actual)
P: No se si metafísica e imposibilidad de observación sea lo mismo. En cualquier caso, no habría forma de "observar" que la identidad de la consciencia dependa de la forma (de la permanencia de la ubicación de las partículas). Por eso me parece que lo encaro en una forma en que obligo al lector a abandondar cualquier postura positivista si quiere intentar comprender el asunto. Necesariamente tenés que pensar en nexos de causalidad no observables, entre fenómenos observables y resultados no-observables (la permanencia de la unidad de la consciencia en el tiempo), y por eso planteo que tal vez sea imposible saber si al dormir nos morimos y renacemos, o no.
J: Claro, adoptar una postura positivista lleva a hipótesis inverificables.
P: Si. Creo que eso es tal vez lo más interesante de mi ejemplo. Es un paso muy humilde en dirección de despositivizar la filosofía de la mente.
[...]
P: Ojo, no doy necesariamente por supuesto que haya una ruptura de la unidad de la identidad en una alteración de estado de consciencia. De hecho, ni siquiera digo que necesariamente se pierda la unidad de la identidad en la pérdida de la consciencia. Lo planteo como hipótesis. Puede que la forma, esto es, la ubicación de las partículas reemplazables relevantes, no varíe siquiera en el caso de una muerte clínica.
J: No, claro, un comatoso conserva su identidad pero no es conciente. Sin embargo, tiene algún tipo de sueños, cada tanto, es decir, tiene algún tipo de conciencia. La equivalencia podría entonces plantearse así: existe identidad si y sólo si existe algún estado de conciencia.
P: Claro: permanencia de la identidad. Aunque bueno, podría ser que en los períodos en los que no hubiera sueño no hubiera consciencia alguna, y fuera ese el momento de la ruptura de la identidad. El problema sería: si mi hipótesis es correcta ¿qué estados mantienen la identidad y cuáles no?
Y la pregunta más difícil: ¿por qué?


Un comentario extra respecto al final: el autor del video hace lo mismo que yo: deja en pausa la resolución de si la continuidad de la consciencia es vital para su identidad o si ésta puede tener interrupciones sin que se quiebre la continuidad. Creo que lo hizo con la misma intención: obligar al lector a pensar la profundidad del asunto (qué mejor ejemplo que el diario de irse a dormir). Por eso puse en un momento de mi artículo que “no dejaría de ser problemático” y no seguí con las reflexiones.
Ahora bien, si acaso se puede seguir el planteo, yo lo continuaría con la analogía del barco (este ejemplo es lo único que, a diferencia del video, no cito en mi artículo, aunque hice una descripción del fenómeno sin ejemplos). La diferencia entre irse a dormir y teletransportarse sería análoga a la diferencia entre, por un lado, detener el barco de Teseo en su viaje y volverlo a hacer funcionar y, por el otro, prenderlo fuego y hacer otro idéntico, como en el caso del Cutty Sark. Quizá la permanencia de la estructura subyacente es lo que hace que la consciencia siga siendo la misma y no la permanencia de la actividad de esa estructura. De esta forma irse a dormir (e incluso un coma) no necesariamente significaría la muerte, pero sí podría significarlo necesariamente la teletransportación, ya que en ésta se suspende la estructura y genera una nueva.
Por supuesto se podría argumentar que la estructura misma sólo está presente en el flujo de la consciencia y no en la estructura que la hace posible, esto es, que no sólo no dependa del hardware neural sino que, aunque dependa del software de los procesos mentales, estos últimos se desvanezcan en el caso de irse a dormir o el coma. O sea: que el software sólo existe dependiendo de cierta actividad subyacente de la estructura (y no sólo de una estructura inactiva), de la misma forma que todos los programas se desvanecen de la memoria RAM cuando reseteamos o apagamos y prendemos una PC. Si acaso es así, aun queda una chance: quizá dormir (e incluso el efecto de una anestesia) sea una simple pausa y no un reseteo, de la misma forma que la electricidad de una computadora mantiene “en vida” todos los programas en la RAM sin depender de que el procesador esté interactuando con ellos.
Ahora bien, si acaso tampoco esto bastara, si cada proceso estuviera finalizando y recomenzando constantemente (puesto que el flujo nunca puede ser un continuo permanente), entonces, si se sigue la analogía, la muerte de la consciencia sería algo constante. Los hombres seríamos, a través de cada casi infinitamente chica porción de tiempo, una sucesión de consciencias distintas, naciendo y muriendo, que creerán tener una historia única.

(Advertencia: probablemente estos últimos comentarios sean reciclados como video de YouTube dentro de unos años...)