☝ Aclaración: el título del posteo no es el título del ensayo al que está dedicado👇
El rompecabezas de la nueva derecha
Ensayo sobre posibles estrategias
políticas, un modelo socioeconómico y el rol de las religiones frente a la
izquierda cultural
Prolegómenos
En estos
días, el libro La batalla cultural de Agustín Laje está siendo publicado
en Argentina. Creo que ya puedo entonces escribir sobre un tema que tenía
pendiente, porque implicaba a cuestiones relativas a la tesis final del mismo.
Puesto que fui parte en la ayuda a la redacción y análisis crítico de este
recomendable trabajo de Agustín, no podía analizar aquí ciertos puntos sin
“spoilear” un poco el libro mismo. En cualquier caso, mis observaciones son muy
puntuales y, además, transversales a su contenido. Las críticas o aditamentos
que hago a su posición son laterales a su obra y no son cuantiosas ni mucho
menos, aunque sí requieren de cierta extensión reflexiva. Sólo respecto a
algunas cuestiones, tratadas específicamente en su capítulo final, haré algunas
observaciones que podrían llegar a ser claves para tener en cuenta el mejor
camino para una estrategia política para las agrupaciones de derecha, y
específicamente para tener lo que a mi juicio sería una forma más adecuada de
encarar los propios fines políticos. Pero, en cualquier caso, este quizá no sea
el tema medular del presente artículo. Ya se verá esto al final.
Para
entender un poco mejor de qué viene este artículo necesito mejorar un poco esta
aclaración previa, a riesgo de ser redundante: el objetivo inicial del presente
artículo iba a ser, en primer lugar, matizar y dar mi propia perspectiva sobre
lo que consideraba válido en su libro, agregando una diferencia leve pero clave
en cuanto a la forma que él había creado para aproximarse a la cuestión de la
díada izquierda/derecha.
En segundo
lugar, el objetivo era dar mi opinión, bastante personal por cierto, respecto a
las que considero son ciertas ausencias —algunas pocas, breves y no tan
profundas, pero que pueden tornarse importantes— en el cuerpo del texto:
ciertas reflexiones, observaciones y referencias que considero habrían funcionado
como “mejoras” para la fundamentación del libro, y que en muchos casos él podría
haber aprovechado para potenciar su propia tesis (especialmente en ciertas
partes de los primeros capítulos, y en parte del último). A veces, sin embargo, se trataba sólo de detalles que, aunque de una importancia implícita en el largo plazo, eran ínfimos para la mayoría de los lectores, como el de utilizar como referencia un libro en vez de otro, a saber y por ejemplo: la edición de Mondadori de El sustento del hombre de Karl Polanyi, por el valor aclaratorio de sus prólogos, en vez de la edición de Capitán Swing, y similares pequeñas recomendaciones perfeccionistas respecto a bibliografía esencial.
Ahora bien,
dicho todo esto, la cuestión es que la dilación para hacer casi todas estas
observaciones críticas y constructivas, son responsabilidad mía: tuve más que
tiempo de hacerlas, pero desgraciadamente noté su relevancia para el final de la
redacción del libro, o sea cuando los tiempos se tornaron tiranos para él:
Agustín debía correr para hacer retoques y ajustes “técnicos” al libro ya que,
de pronto, Harper Collins había aparecido —¡por suerte!— para publicárselo, lo
que implicaba para la entrega del texto definitivo un “deadline” que antes no
tenía. Aunque en el principio le resultara un buen motivador para apresurar el
trabajo, me parece que se le convirtió en un factor de pragmatismo a la hora de
subordinar la revisión de los capítulos previos frente a la redacción aun no
finalizada del capítulo final. Esto hizo que el intercambio frecuente y extenso
que tuvimos a lo largo de casi cinco años de redacción, entre llamadas y audios
de casi media hora cada uno, se volviera un apresurado diálogo telegráfico,
además de que estas revisiones y contra-revisiones (que era el corolario, para
ambos, de mi trabajo para su libro) se volvieran atropelladas, o debieran
directamente relegarse, en especial si las ventanas de tiempo para hacerlas se
cerraban por el retraso de uno u otro. Por eso, más allá de sus coincidencias y
discrepancias sobre las observaciones y recomendaciones que le hice a último
momento, la cuestión del tiempo —y también del espacio— apremiaba, así que
incluso ciertos repasos finales de ambos, que él consideraba valiosos, tuvieron
que ser dejados a un lado y confiarse así a la versión que había quedado hasta
entonces, lo cual se hizo casi imperativo por inevitables problemas como
fueron, por ejemplo, la cantidad de palabras límite.
El resultado
de lo anterior fue que, sin plena consciencia de cuál habría sido el resultado
de un brainstorming más largo en los días previos a la entrega a la
editorial, me quedó en suspenso un análisis propio sobre el tema (insisto: en
especial del último capítulo). Pero, como fuera, lo que se encontraba en “animación
suspendida” era mí opinión al respecto, no la de él. Dicho lo cual —y
vale la aclaración— las observaciones que haré aquí en aquellas cuestiones de
disenso (que son minoritarias insisto; la mayoría serán aditivas o
perpendiculares a su texto, cosa que explico en el siguiente párrafo), serán en
general relacionadas con la díada izquierda/derecha. Estas diferencias, si bien
no tuve tiempo de dialogarlas in extenso con Laje, sé que él tuvo tiempo
de escucharlas (aunque fuera en un momento de apuro) y decidió entresacar de
éstas aquello con lo que coincidía; pero, en cuestiones que iban a ciertos temas
más profundos, creo que no habríamos cambiado mucho de forma de pensar al
respecto. O eso creo, pues nunca se sabe con Agustín, lo cual por cierto es un
buen dato: dada la evolución de su pensamiento, cuando lo conocí estaba
convirtiéndose en un crítico casi schumpeteriano y con un dejo de melancolía
aristocrática respecto al “suicidio burgués”. Y hoy veo que gran parte de su crítica a ciertos fenómenos culturales, si bien no abandonan las críticas a los
problemas sociales contemporáneos en la línea de Byung-Chul Han, se focalizan
simultáneamente en la influencia de sectores o factor de poder específicos
“metacapitalistas”; por ejemplo: escucharlo hoy puede llegar a recordarnos a Galbraith,
aunque sea en versión de derecha, denunciando los intereses en el
involucramiento de grupos político-económicos en el financiamiento de gobiernos
progresistas, haciendo, todo al mismo tiempo, una lectura foucaultiana, también
de derecha, de los problemas políticos en la vida social.
Pero no
quiero perder el hilo, así que antes de seguir, reiteraré que las referidas
aquí, son mis opiniones, y no las de él. Sé que coincide en algunas y en otras
tiene sus dudas, al menos por ahora, aunque sé que entendía que las mismas
apuntaban a reflexiones mucho más arduas, que no son fáciles de resolver para
ninguno de los dos. Por dar un ejemplo: la cuestión del fondo sociológico,
“material”, político y económico, de la misma díada izquierda-derecha, v.g.
el sustrato de sus “posiciones”, “partidos”, “facciones” e “intereses
colectivos”, que aquí trataré, no sin cierta pretensión, de abordar. Estas
cuestiones implicaban una tesis aun no resuelta para los estudios más clásicos
sobre el particular, y, por más importantes que sean, eran (son) de una
especificidad en muchos casos abrumadora, o bien de una extensión y profundidad
que hubieran requerido, no sólo escribir un capítulo extra que hubiera sacado
al libro del tema, sino que para que la tesis fuera suficientemente conclusiva
como para publicarlo en una parte de un libro, se necesitaría la labor previa de
estudio de un Weber, un Michels, un Wittfogel, por sólo mencionar tres nombres
gigantescos que, desde diferentes ángulos, se acercaron a tópicos semejantes. Por
eso aquí algunos de mis planteos más pretenciosos son sólo parte de un ensayo
tentativo, y nada más.
Claramente no
dejaré afuera por eso los puntos muy específicos de disenso sobre cómo encarar
la cuestión de la izquierda y la derecha. Pero recalco que desgraciadamente,
como mencioné, no hubo tiempo suficiente de charlar y ahondar en la importancia
de estas cuestiones, porque cuando llegó el momento de tratarlas para la
redacción del último capítulo, los mismos tiempos habían cambiado. Sobre estos
temas, pues, aprovecharé aquí para versar un poco, e intentar volver un poco al
repaso sobre, por ejemplo, la cuestión de las categorías de la díada. Aquí
también ocurre algo parecido: los dos hemos cambiado de forma de pensar al
dialogar sobre los problemas de los enfoques tanto esencialistas como
relativistas para la categorización de las posiciones de “izquierda y derecha”.
Pero aunque llegamos a un punto de coincidencia, el rumbo a seguir luego por mí
fue el de la necesidad de partir del carácter esencial descubierto en estas
categorizaciones, hacia una segmentación de los diferentes usos de la díada,
mientras que su rumbo, en cambio, fue invertir la ecuación: descubrir en las
percepciones culturales que se dan sobre el —y dentro del— mismo proceso
político, la elección de los criterios para categorizar qué posiciones
pertenecen a uno u otro significante, para luego dejar que las circunstancias
prácticas definieran el contenido a partir de la percepción de dicha
naturaleza. En menos palabras: alejarse parcialmente de la postura semi-esencialista de Bobbio (especialmente cuando él descubrió que su posición no era realmente la misma) para volver a algo parecido (pero en una forma enteramente corregida, donde igualitarismo/no-igualitarismo no son los polos de la díada)
Esta
cuestión, que parece casi un detalle metodológico, para mí implica una
bifurcación que lleva a diagnósticos y comprensiones muy distintos de la
situación política, así como a cuestiones propositivas que pueden, de pronto,
tornarse muy divergentes, y en momentos clave. Sobre este punto también trataré
en este cuasi ensayo que, con suerte, será leído en forma complementaria, y
podrá ayudar a que se pueda contemplar el mismo elefante desde diferentes
ángulos.
La cuestión
final del presente artículo es, paradójicamente, la que creo más importante, y
sin embargo no sólo breve para la dedicación que merecería, sino casi
enteramente distinta como objeto de estudio. De mis muy puntuales divergencias en
todos los temas anteriores que mencioné, Agustín ya estaba en conocimiento, obviamente.
Por eso mi objetivo era, hasta casi ayer, el limitarme a hacer un artículo con
mis propias reflexiones sobre la díada en particular, sobre la posición a tomar
respecto a la posición ideal en los programas políticos respecto al problema
socioeconómico, y sobre la cuestión más general de la importancia de pensar en
profundidad (sin pretender llegar a una resolución ni mucho menos) los
elementos subyacentes que permanecen tras el cambio social, pero que se
descubren gracias a éste, desde el principio de las sociedades humanas (entendidas
en tanto formaciones no-instintivas), hasta hoy, ya que sólo por dicho camino
se puede avanzar hacia un planteo político a futuro. Consideré hacer mención de
estas cuestiones siendo que estamos, a mi juicio, en las vísperas de un salto
tecnológico que llevará a un cambio tan drástico como el que hubo entre las
sociedades tradicionales y las modernas. O quizá incluso más que aquél, lo cual
podría implicar la consideración de nuevos elementos a esta “tabla periódica de
lo social”. Todas estas cuestiones, como dije, son tratadas en el presente
artículo, pero en el fondo las analizo en una forma cada vez más transversal
hasta llegar al final.
En el tiempo
que medió entre la entrega del libro a la editorial, y su publicación en estas
últimas semanas, se han cruzado entre mis momentos de ocio, ciertas lecturas y
reflexiones propias, que me han llevado a plantearme un problema bastante más
profundo respecto a cuestiones que sólo pueden ser entendidas mirando con
atención a las sociedades premodernas. Curiosamente, este punto ni siquiera lo
encaré cuando Laje estuvo desarrollando el libro. De hecho, creo que apenas
hubiera sido necesario tenerlo en consideración para su tesis. Y, sin embargo, es
curioso que yo no lo hubiera visto: la cuestión de las sociedades premodernas
fue ampliamente tratada en su libro luego de haber dialogado bastante sobre lo
clave que es en ciencias sociales, económicas y políticas, la comprensión de
este asunto. Luego de haberle compartido mi opinión sobre la importancia de
replantear el principio del concepto de cultura, partiendo del cambio mismo del
rol de la cultura en la sociedad, fue que tomaron forma, mucho más sólida y
rápidamente, los primeros capítulos del libro sobre premodernidad y modernidad.
A este respecto, finalmente, no hubo entre nosotros ningún disenso ni
prácticamente mucho para agregar, salvo uno que otro detalle que considero
importante para entender mejor la modernidad capitalista, y no mucho más. Esos
pocos “gaps” de los que hablaba antes, simplemente. El libro de Laje, en este
respecto, pasó a dar importancia clave a la transición entre sociedad
tradicional y sociedad moderna debido a estos primeros diálogos que surgieron
cuando decidió continuarlo. De hecho, mi consejo pasó de significarle la
necesidad de una mera sofisticación del análisis de la historia cultural, a inspirarle
el buscar un planteo diferente y original, que él mismo convirtiera
en cuestión clave para entender el papel de la cultura en la sociedad moderna
en su fase post-industrial. Esta idea, que a él le surgiría a posteriori, y que yo compartí casi cabalmente, apareció luego de reflexionar sobre la
modernidad tardía a la luz de la mejor comprensión de la transición de la
sociedad tradicional a la sociedad moderna. De hecho, si se observa atentamente el índice, se
podrá notar que en la estructura del libro este punto no es meramente una introducción
histórica a la cuestión de la cultura, sino una necesidad para comprender el
fenómeno actual de las “batallas culturales”, y finalmente de la cuestión de la
“izquierda cultural” y la “derecha cultural”. Su tesis la terminó corroborando
con los análisis de ciertos autores que llegaron a conclusiones bastante
similares (estos trabajos son citados en sus últimos capítulos), aunque éstas
carecen del desarrollo más completo que él logró en su texto.
En mi caso,
en cambio, el análisis de la sociedad premoderna me llevó, no a enfocarme en
una mejor comprensión de los fenómenos de la modernidad tardía como hizo él (fenómenos,
repito, claves en su libro para entender las condiciones de posibilidad de esta
“batalla cultural” entre las nuevas y enormes fuerzas socio-políticas globales
y nacionales, y que para mí cerraban perfectamente como explicación teórica,
detalle más detalle menos). En mi caso, el tratar la “teoría de la
modernización” me llevó a otro tema de estudio, y finalmente a un replanteo de
otra índole, quizá de menos significancia política (o al menos eso pueda
parecer al principio), sobre el rol de la religión y del porqué ésta fue
estructurante de la cultura en las sociedades tradicionales. Al respecto puedo
aclarar (y repito no estoy “spoileando” el libro si lo comento: de hecho
recomiendo ir al libro de Laje y leer con atención estos primeros capítulos
donde el tema es analizado, porque es útil para comprender mejor el presente
artículo), que en las sociedades tradicionales, todos los elementos de la
sociedad —economía, política, sistemas legales, uso de los recursos, técnicas
de producción, estructuras de poder, jerarquías de status, etc.— están
subsumidos en la cultura en tanto el aspecto humano de la vida consciente, la
auto-representación simbólica, hábitos, costumbres y conocimientos. Como digo,
esto aparece muy bien desarrollado en los primeros capítulos del libro, así
como la transición a la sociedad moderna —y obviamente yo ya venía teniendo muy
en cuenta este tema en mis artículos, aunque con otros fines de estudio. Ahora
bien, en todos los casos, el rol central de la religión en dichas culturas era
un dato dado, totalmente coherente, pero nunca demasiado explicado, salvo por
referencias laterales a la cuestión de la necesidad de una cosmovisión
trascendente que pueda dar significado extra-natural a la naturaleza, así como
a la posibilidad de fundamento real de una deontología. Por ejemplo, en el
libro de Agustín, la cuestión es tratada con mucho detalle pero con una,
inevitable, y quizá hasta necesaria, indiferencia weberiana a la cuestión de “qué
religión es verdadera”, y aun más al problema espiritual subyacente del
fenómeno. No es que no le interesara, pero es irrelevante, desde una fría
ciencia social, a la cuestión del análisis político; y, si lo fuera, implicaría
adentrarse en una cuestión que para él no era pertinente: el terreno
inexplorado, espinoso y temido, que es la relevancia —en las religiones
trascendentes o espirituales— de los contenidos causales de las creencias
sobrenaturales, y luego, todavía más “aterrador”, en el problema de su
existencia en sí sobrenatural, o sea: su contenido de verdad. Se volvería
teología, cuanto menos. Él, como lo haría cualquier cientista político, debe
limitarse al tratar una cuestión cultural desde una perspectiva sociopolítica y
económica, a un análisis fenoménico, o bien ontológico causal, pero inevitablemente
sociológico.
(Una
digresión que no lo es tanto: sin duda, un conservador clasicista-renacentista
como Allan Bloom podría criticar esta forma de aproximarse a la realidad, como
un tipo de materialismo nietzscheano y contingentista, aun más profundo que el tecnológico
de Marx, ya que es cultural en general, como el de Weber: aún más
omniabarcativo, y que deja sin significado causal autorreferente a la
“superestructura” cultural, buscando los propios “intereses” y “dinámica” de
una cultura en una propia infraestructura cultural. Lo gracioso e injusto de
todo el asunto, es que las críticas a Laje se hagan, paradójicamente, al
supuesto carácter “religioso” [sic] de su análisis. En los hechos, sus críticos
“progresistas”, que dicen ser más adeptos que él a la sociología de la religión,
al final terminan siendo usualmente más bien fieles a ese ateísmo bovino del
tipo que Dawkins heredara de la soberbia iluminista, todo por hacer a su
anticristianismo más sincero que el de las diferentes “teologías” como las “de
la Liberación” o la “del Pueblo”. Y aquellos que se dicen marxistas son todavía
más hipócritas, ya que Marx, y ni digamos marxistas clásicos como Lafargue,
hacían mucho más énfasis en el necesario rol causal de los significados
religiosos, por más que para éstos fueran inevitables provisorias traducciones
humanas de necesidades socio-tecnológicas. Fin de la digresión, que no lo es tanto.)
En resumen:
el artículo que sigue a esta extensa introducción, tratará varias cuestiones y
reflexiones (contribuciones, opiniones, críticas, observaciones, aportes,
puntos de vista complementarios, etc.), respeto al enfoque del libro de
Agustín, o bien directamente a los temas tratados en éste, pero finalizará con
un tema que es en realidad el quid de lo que quiero poner en foco, y que es una
cuestión casi enteramente paralela a su trabajo, aunque puede llevar finalmente
a conclusiones que entren en contacto con la tesis final del mismo, y por ende a
ser probablemente de sumo interés, no sólo para sus lectores, sino también para
él, puesto que este tema ha sido mi interés de última hora, y apenas tiene, al
día de hoy, menos de un mes en haber acaparado mí atención, con todas las
debilidades implícitas en un análisis tan improvisado.
La díada
izquierda-derecha: problemas y soluciones polisémicas
El primer
punto que quiero tratar es aquel en el que tengo más puntos de acuerdo
metodológicos de inicio, pero más disensos sobre cómo se podría llegar de esas
premisas a un enfoque casi “laclauciano” para unificar a las derechas, o sea:
el punto de llegada de Agustín, y del que deriva su estrategia política.
Empecemos,
pues, con los pasos hacia la conclusión a la que llega en el inicio del
tratamiento del tema, con los que coincido enteramente. Citaré aquí el párrafo
entero donde anticipa la necesidad de una visión esencialista:
No obstante, y más allá de esta
consideración, esta propuesta de hacer girar la díada izquierda/derecha
alrededor de la posición que se asume respecto del valor “igualdad” podría
resultar atractiva y efectivamente tiene sus ventajas, pero esto también adolece
de problemas de difícil resolución. Por ejemplo, la diferencia que existe entre
los ideales y los resultados reales complicaría esta explicación. Porque lo
cierto es que distintas corrientes que habitualmente se consideran “de
izquierdas”, elaborando su discurso en términos de “igualdad sustantiva”, han
configurado desigualdades estructurales generadas al calor de las castas
políticas que se impusieron, por ejemplo, en todas las revoluciones
colectivistas. O también podría establecerse esta diferencia entre corrientes
más bien conservadoras, como el distributismo, que por sus preocupaciones sobre
la desigualdad económica caerían en la izquierda, mientras que el capitalismo
liberal caería a su derecha. Lo mismo debería concluirse de distintos
comunitarismos tradicionales habitualmente reconocidos como “de derechas”, que
de esta forma pasarían a ubicarse a la “izquierda”. No obstante, todo esto
colisiona con el uso corriente que se le da a los términos, donde habitualmente
se ubica al conservadorismo a la derecha del capitalismo liberal y no al revés.
Entre
algunas observaciones colaterales, llega a cierta definición esencialista, que
es la que comparto, y me parece clave desarrollar:
[...Tiendo]
a complementar esto con la noción de armonía entre las partes, armonía de las
diferencias y de los roles orgánicos, que es propia de las derechas. Esta
noción, por oposición, habla a las claras también de la izquierda, como bien ha
explicado con profundidad el filósofo político Kenneth Minogue. En efecto, para
la mentalidad de izquierdas, toda desigualdad es potencialmente una desigualdad
vertical. Es decir, toda desigualdad engendra jerarquías que son releídas
rápidamente en clave de “opresión”. La fase de descomposición del orden
recibido estriba en triturar todas estas diferencias “opresivas”, en un
alisamiento uniformizante del espacio social. [...] Un ejemplo puede aclarar
aún más el punto. Tómese el caso del feminismo hegemónico de género, exitosa
expresión contemporánea del izquierdismo cultural. Para éste, el problema de lo
masculino y lo femenino está en que establecen, por la misma índole de sus
diferencias (biológicas, psicológicas, sociales), roles sociales diferenciales.
Esta vinculación será leída como “opresión”, y mientras cualquier desventaja
relativa del sexo femenino será necesariamente explicada a partir de esta
“opresión patriarcal”, cualquier ventaja empíricamente constatable será
debidamente silenciada o leída como una “astucia” del sistema. En consecuencia, el problema de la existencia
de lo masculino y lo femenino será el problema de la existencia de hombres y
mujeres como naturalezas vinculantes y mutuamente necesitadas. De ahí que el
izquierdista cultural termine reduciendo el complejo campo de la sexualidad a
sus dimensiones meramente culturales: la célebre categoría del “género”
cumplirá esta función. Porque si se privara al izquierdista de este
reduccionismo culturalista, automáticamente esta desigualdad horizontal dejaría
de ser mera diferencia inconexa y mutable, para tornarse esencial y polar:
mostraría a la mujer y al varón imbricados en una naturaleza que presenta
fuerzas determinantes. Horizontalmente éstos habrán encontrado ser parte de
algo más que una simple “diferencia”: serán partes de un vínculo. El derechista
reconocerá esta vinculación entre distintos pero complementarios, apostará por
su armonía y eventualmente procurará protegerlo. Pero en el izquierdista, esa
atadura atrae el temor de que este tipo particular de desigualdad horizontal
también implique una forma de desigualdad vertical. En tal caso, podrá haber
algo más que una “asimetría”: serán partes de una jerarquía. Mujeres y varones
no sólo serán inferiores y superiores en cuestiones que no han decidido: serán
inferiores y superiores en características creadas para sus relaciones mutuas.
El miedo al vínculo y el miedo al dominio descansa en la suposición de que no
existe otra forma de relación diferencial y asimétrica más que la dominación y
la opresión. La cooperación y la
complementariedad orgánica se oculta al izquierdista. Por eso, el problema de
la mentalidad de izquierdas no es el de la desigualdad y la diferencia entre
personas: su problema es que las relaciones mismas se basen en la desigualdad y
la diferencia (porque ambos opuestos están vinculados y son jerárquicos), y,
peor aún: que esa diversidad de opuestos (en este caso sexuales) lleve a una
unidad no sólo beneficiosa sino necesaria para la relación plena de ambas
partes. Lo que sigue es de suyo esperable: una narrativa racionalizadora que
busque socavar todas estas diferencias, tanto sociales como biológicas,
achacándolas a un “sistema de opresión” (el patriarcado), que una vanguardia de
iluminadas (la élite feminista) ha logrado divisar, trazando el camino de la
“emancipación”, que se anuncia como liberación tanto de las determinantes
sociales como biológicas.
Luego, e
inmediatamente, pasa a analizar una cuestión que en general no suele ser
tratada de esta forma, y es la de las ideologías modernas (nacionalismo,
liberalismo y socialismo) y su posición ambigua y cambiante en el espectro
ideológico, entendido de esta manera en la cual la derecha enfatiza la armonía
social (tanto ontológica como propositiva) de roles sociales interdependientes.
Esto no significa que la posición de derecha, como se pretende con el hombre de
paja creado por la izquierda cultural, busque la “pacificación social para
preservar una situación inarmónica”. Cuando lo hace eventualmente, es contradiciendo sus propios postulados y posibilitando futuros conflictos. Sin duda la derecha
legitima la armonía social política, pero sólo allí donde considera que existe
socialmente.
¿Izquierda
o izquierdismo? ¿Derecha o derechismo? (¿Sociología o ideología?)
Veamos,
pues, la cuestión desde el lado de la izquierda: ésta hace enfatiza el conflicto
social entre los roles sociales (tanto ontológica como propositivamente) sea en
la división social del trabajo o en las posiciones de status. Esto tampoco
significa, a mí juicio, que de la posición de izquierda no se pueda hacer otro
hombre de paja desde la derecha cultural, que sería aquel por el cual la
izquierda busque necesariamente enfatizar el conflicto social allí donde
considera que no existe. (Aquí es donde se notará que mi análisis es más contemporizador
que el de Laje.)
En menos
palabras: la izquierda puede tender a buscar conflictos inherentes donde no los
hay, y a su vez estar motivada para crearlos artificialmente falsificando que
exista un motivo real para ello, pero también la derecha puede tender a buscar
armonías inherentes donde no las hay, y a su vez estar motivada para crearlas
artificialmente ocultando que exista un motivo real para ello. Y, por supuesto,
la izquierda puede considerar que la existencia de una armonía real puede
llevar a un letargo que omita que el conflicto sería preferible, aun cuando
éste no exista, y prefiera “solucionar” la situación de paz con la
reformulación de la situación social que lleve a un conflicto “emancipador” o “superador”, que
sea, o bien liberador, o bien un motor para un avance histórico rupturista
supuestamente necesario o “benéfico”. A la inversa, la derecha puede considerar
que la existencia de un conflicto real puede llevar a un caos que omite que la
armonía sería preferible, aun cuando ésta no exista todavía, y prefiera
resolver el conflicto reordenando las condiciones excepcionales y no inherentes
que lo han creado, para generar una situación social de paz que lleve a una
solidaridad “unificadora” y “constructiva”, que sea, o bien enriquecedora, o
bien un camino hacia una historia futura que tenga una continuidad con un
pasado necesario que, en caso contrario, le sería deprivado a las siguientes
generaciones. En una nota al pie perdida que escribí hace un tiempo, lo resumí
así:
Podría
considerarse la posibilidad de que se considere, como hacen analistas
culturales en el estilo de Jordan Peterson, que el problema no es de la
izquierda en tanto tal, sino del izquierdismo. El izquierdismo sería la idea de
que cualquier relación vincular y jerárquica es inevitablemente opresiva
(clasismo, racismo, sexismo, imperialismo, especismo, etc.), mientras que la
izquierda sería la preocupación por aquellas situaciones que realmente lo sean
por alguna causa previa y separada (sea “explotación” o “discriminación”,
etc.), pero que por ende deban a su vez ser realmente demostradas y explicadas,
lo que implica que puedan ser sometidas a un juicio crítico abierto por parte
de quienes propugnan tesis en conflicto respecto a la cuestión. (Esto requiere
una considerable apertura al diálogo, por ejemplo, en el caso de ciertos
feminismos no-hegemónicos como el de Camille Paglia en oposición cordial a
posiciones conservadoras como las de Roger Scruton. Véase también el caso de
cierto marxismo analítico de aplicación ético-social como el Gerald Cohen sobre
la cuestión de la “privación de la libertad” que ha entrado en diálogo con
defensas patrimonialistas como la de Tristan Rogers en cuanto a los conceptos
de “libertad negativa” de Berlin y de auto-propiedad de Nozick). Por ende,
también podría hablarse de derecha como preocupación por proteger o incluso
promover las situaciones jerárquicas y vinculantes, así como del resto de las
desigualdades horizontales y verticales aunque que no lo fueran (pero que sean
buenas para las partes y/o en sí mismas), mientras que el derechismo sería la
negación de toda posibilidad en cuanto a que cualquier relación vinculante o
jerárquica, biológica o socialmente natural, pueda ser opresiva, negando
cualquier elemento externo que las convierta en inorgánicas. Ver al respecto:
Aleix Vidal-Quadras, La derecha: un intento de destilación axiológica
(Barcelona: Destino, 1996). Partiendo de estas premisas conciliatorias, habría
un punto de contacto entre izquierdas y derechas, en tanto y en cuanto no
caigan en respectivas posiciones circulares polilogistas o mal llamadas
“extremas”. Sin embargo, lo cierto es que, consideradas así —y sólo así— las
posiciones de izquierda y derecha podrían estar presentes en una misma persona
y no necesariamente encontrarse encarnadas en personas o grupos de personas, y
que además no caerían en la “dialéctica” o en la premisa ontológica de la
“distinción opresor-oprimido”. Respecto a la complicada pero posible apertura
dialógica en el caso de las doctrinas proclives al dogmatismo reforzado o al
relativismo sociológico, las más conocidas críticas al marxismo han aceptado
este hecho a pesar de la paradojal episteme de dicha cosmovisión como en
relación a su potencial de racionalización ideológica. Para conocerlas
brevemente: Karl R. Popper, La sociedad abierta y sus enemigos
(Barcelona: Paidós, 1992), pp. 268-421; Joseph A. Schumpeter, Capitalismo,
socialismo y democracia (México D.F.: Aguilar, 1952), pp. 27-91; Hans
Kelsen, Socialismo y Estado (México D.F.: Siglo XXI, 1982), pp. 173-278;
Kenneth Minogue, La teoría pura de la ideología (Buenos Aires: Grupo
Editor Latinoamericano, 1988), pp. 133-134.
En el fondo,
alguien de derecha, que no sea derechista, no puede evitar eventualmente tomar
posiciones de izquierda, pero sólo allí donde el conflicto inherente sea real.
Y, viceversa, como es obvio, alguien de izquierda, que no sea izquierdista, no
puede evitar eventualmente tomar posiciones de derecha, pero sólo allí donde la
armonía inherente sea real. ¿Por qué? Porque en tanto ambas se preocupan por el
interés adecuado de las partes de una sociedad, no pueden representar la
defensa de una de ellas (como mucho la preocupación), sino la situación de
éstas en relación con aquel elemento que se tome como relevante: el conflicto
social en el caso de la izquierda, o la armonía social en el caso de la
derecha. Esto no significa caer en reduccionismos: en el caso de la derecha, no
se trata de una defensa, ni mucho menos, de las clases, estamentos o personas
que ocupen jerarquías más altas respecto a las bajas, ni tampoco una defensa de
las más bajas respecto a las más altas para el caso de la izquierda. De hecho,
esto puede verse patente en las posiciones sofisticadas de Lorenz von Stein y Karl Marx, si es que acaso pueden reducirse a ser definidos como pensadores
“de izquierda y derecha”, aun en este mejorado sentido que propongo.
Como se
podrá notar, ya aquí podemos entrever en las izquierdas una tendencia progresista
(en el sentido amplio histórico del término de ligazón de bien con futuro, no
de destrucción de cualquier statu quo), y en las derechas una tendencia conservadora
(en un sentido igualmente amplio de ligazón del bien con el pasado, no de
conservación de cualquier statu quo). Sobre esto volveré más abajo, cuando
trate la cuestión de la sociedad tradicional. Por ahora seguiré el problema de
definir los polos de la díada, que vale la pena explicar mejor. Pongamos un
simple ejemplo bajando a cuestiones bien concretas, y utilizando el adecuado
ejemplo de Agustín al descubrir por vía abductiva que la intuición eidética de
izquierdas y derechas, sobrevive siempre, aun sin poder explicarlas, y que nos
habla de que la díada debe reaparecer para poder seguir el análisis con una
ubicación en el mapa político. Pero, esta vez, usemos más ejemplos, y hagámoslo
para intentar reforzar más la observación esencialista y no la meramente
relacional, que criticaré más adelante, continuando la posición con la que él
comienza el último capítulo, aunque quizá persevere más en ella y la lleve a
cierto “extremo”. Agustín reconoce este asunto muy claramente, y es que “el
error de una definición meramente relacional estriba en que la izquierda es
algo más que aquello que no es de derecha, y la derecha es más que aquello que
no es de izquierda. No es el mero azar y, a continuación, la mera oposición
respecto de lo que el azar ha establecido, el que estructura la contradicción
izquierda/derecha. Hay algo que hace que las izquierdas sean de izquierda, y
las derechas sean de derecha. Pero ese algo es sumamente difícil de encontrar,
y los filósofos políticos aún no se han puesto de acuerdo.”
Ejemplos
concretos con distinciones de lo social convertidos en ideales puros
Veamos que
podemos hacer. Propongo siempre una suerte de juego conceptual. Observemos cómo
la izquierda y la derecha aparecen en los polos de cada uno de los múltiples e
interconectados aspectos de lo social, cuando se toman totalmente por
separado. Vayamos al primer ejemplo, clásico: la cuestión jurídico-legal.
Tracemos una línea recta con dos extremos, y pongamos la palabra “libertad” en
un extremo y la palabra “seguridad” en el otro. No nos detengamos en la
cuestión de las consecuencias de hacer énfasis en un extremo o el otro, y de
cómo se integran estos principios en diferentes ordenamientos sociales, sino de
cómo en abstracto podemos hablar de que estos polos atraen siempre a gente que
solemos llamar de “izquierda” o de “derecha”. Por lo general, la actitud de
enfatizar la seguridad por sobre la libertad, la vemos en gente que casi
naturalmente asociamos con ser “de derecha”, incluso cuando dicho énfasis lo
pueda hacer un izquierdista maoísta. La cuestión de la seguridad, que asociamos
a un cierto discurso autoritario, pero no necesariamente paternalista, siempre
la escuchamos como “de derecha” y, como dije, en general, viniendo de personas
en general de derecha (no pretendo aquí referirme sólo en el nivel de
intelectuales o “pensadores”, sino a la opinión pública en general). Lo mismo
ocurre con la libertad y la izquierda. Cuando se opone a la seguridad (y no
hablamos aquí de la libertad “que sólo pueden aprovechar unos pocos” según la
izquierda, sino de una libertad que usen y puedan disfrutar todos), la libertad
aparece como un ideal de izquierdas. Para cualquiera, se escucha con un timbre
de “izquierdas”, el que a alguien no le importe si la libertad de hacer “x”
cosa pone en peligro la seguridad de otros, y que para dicha persona lo
importante sea asegurar que esa libertad sea asegurada. Y no hablo aquí del
falso “garantismo” del abolicionismo. Hablo, por ejemplo, del mismo garantismo
real. Cuando un autor es garantista, incluso si critica al progresismo, suena a
que tiene “valores de izquierda”, cuando antepone, por ejemplo, el debido
proceso, a justificar los linchamientos públicos o la condenación inmediata de
los sospechosos. Si extrema su posición, será considerado de “anarquista” y
“defensor de los delincuentes”, y si hace lo contrario, se ve asomar la vieja
condena de “enano fascista”, incluso si el “fascista” es en realidad un
castrista o un chavista hablando con sinceridad. ¿Por qué ocurre esto? Mi
explicación tratará de demostrar que no se trata de una mera cuestión de
asociación por costumbre: que hay un trasfondo entre la idea de libertad
opuesta a la de seguridad, que si bien no implica una verdadera contradicción
entre ambas nociones, sí remite a que se puede priorizar un principio que, aun
realizándose, lleve al conflicto por sobre la armonía social. (Digo que no
implica contradicción, porque, como bien dice Oneto, aunque con otras palabras:
en nombre de la seguridad, no podemos por acción hacer un mal a una libertad
legítima, para evitar otro mal por omisión, ya que eso destruye la seguridad de
todos, pero frente al Estado, y a la larga quizá también a la libertad de
cuidar nuestra seguridad interpersonal a su vez. Lo que se debe hacer es
reforzar la seguridad en sí, y no buscar la seguridad sobre una libertad sin
garantías, como un derivado bastardo de poner en riesgo la protección del
inocente.).
Veamos otro
ejemplo, en apariencia más sencillo: la distribución versus la propiedad.
Cuando hablamos de “distribución” queremos decir, más precisamente, producción
y redistribución entre agentes económicos. Cuando las transferencias se hacen
entre agentes sociales, no necesariamente en forma libre, pero sí en base a
criterios de propiedad, sean asignados históricamente por ser productos del
trabajo independiente (e intercambiados conmutativamente mediante contratos de
compraventa) como ocurre en los mercados, o bien ser asignados por criterios de
mérito o status, como ocurre en los estatutos para regular relaciones de
reciprocidad (pero luego igualmente preservados a personas jurídicas y sólo
transferidos por motivos también personales) tendemos a pensar en algo
profundamente “derechista”. A la inversa, la mera distribución a colectivos o
por colectivos, la redistribución entre personas por necesidades sin que luego
de la asignación se preserve la propiedad, esto es, aboliendo toda garantía de
relación fija entre el individuo específico que recibe la asignación y dicho
bien, siempre en función de otro individuo en una forma impersonal, es algo que
contemplamos como masificador, impersonal, y de un tipo de proto-colectivismo
de tipo jacobino profundamente “izquierdista”, que puede llegar a una negación
total del individuo por un bien mayor donde los individuos tampoco prosperan
como tales gracias a dicha colectividad, salvo como las figuritas
industrialistas de Neurath: hombres idénticos y reemplazables, por ende
representables por isotipos.
Ahora bien,
incluso en un ambiente capitalista, el carácter impersonal de la moderna
sociedad de masas, es sentido intuitivamente como “de izquierda” y
“progresista” (o “progresivista”, si se quiere) en comparación con una imagen
de una aldea tradicional, en una compleja red rica y florida de familias
extensas, con roles únicos e irreemplazables, ligados entre sí por lazos de
dependencia personal. Una imagen ésta, profundamente “reaccionaria” y de una
“nostalgia derechista” para el sentido común (sea esto visto como algo bueno o
malo: éste no es el punto).
Otra vez
¿por qué una cosa es relacionada con “izquierda” y otra con “derecha”? Parece
paradójico, cuanto menos, el pensar como “izquierdista” la despersonalización y
la disolución de la familia en la marea de las masas, mientras que cuando vemos
la cuestión de la seguridad en la ex Unión Soviética, especialmente la
estalinista, o peor todavía en el actual teatro controlado de Corea del Norte, ese
control ordenador casi perfecto que los totalitarismos ofrecen frente a la
anarquía individualista, las asociamos como “derechista”. ¿Por qué las mismas
cosas, que asociamos con “izquierda” en un aspecto de la vida social (en este
ejemplo: el estatismo en lo económico o cultural), se nos aparecen asociadas a
algo de “derecha” cuando las vemos en otro aspecto de la vida social (véase la
cuestión jurídica de priorizar la seguridad), aun cuando estos dos aspectos
pueden ser, y de hecho usualmente son, corolarios de un mismo régimen de cosas?
La respuesta, otra vez, es que cuando vemos el orden de una sociedad
totalitaria y encima colectivista, pero lo hacemos haciendo foco, no a su
elemento de seguridad interpersonal en oposición a la libertad interpersonal,
sino a su aspecto social uniformizante e igualitario, otra vez estamos viendo
que lo que se prioriza no es la armonía social, que hasta se encuentra como una
premisa en una sociedad personalista y tradicional, sino el conflicto social:
la tensión constante, aun entre individuos pacíficos, que nos parece se busca
sea eliminada erróneamente condenando a la personalidad a su desaparición. Los
ejemplos aparentemente paradojales que, una y otra vez, podemos hacer que dejen
de serlo, se repiten. Por ejemplo en la cuestión de la vinculación social, vemos
como de izquierda a la priorización de la igualdad frente a la valoración de la
jerarquización, aunque no se reduzca a una justificación de mayorías frente a
minorías. De hecho, la cuestión del igualitarismo no puede tratarse en
oposición a un desigualitarismo “de derecha”, ya que dicho hombre de paja sería
inalcanzable (podemos fácilmente lograr que miles de personas tengan la misma
cantidad de algo, pero no podemos siquiera imaginar a dos personas teniendo
cantidades infinitamente distintas de algo).
Profundicemos
en este punto. La oposición entre masas y élites directivas, ambas uniformadas
y con jerarquías reemplazables (burocráticas), por un lado, y los pueblos y
élites aristocráticas, ambos personalizados y jerarquizados internamente, es lo
que subyace a la cuestión de la visión igualitaria del hombre versus la
jerárquica. Obviamente esto, como demostró Tocqueville, es mucho más complejo,
pero la naturaleza de un principio nos resulta evidentemente a la izquierda del
otro, y viceversa. En este sentido, lo democrático frente a lo aristocrático,
nos aparece como una noción de izquierda frente a una noción de derecha. Y si
no nos confundimos, veremos que esto no entra en contradicción con el carácter
profundamente elitista y antidemocrático de los regímenes herederos del
bolchevismo. No es contradictorio, por cuanto sus élites son “democratistas” en
su forma de legitimar el poder y de organizar (internamente) a sus masas
subordinadas, sin permitirles dentro de ellas el surgimiento de jerarquización
alguna, sometidas a un opresivo igualitarismo (bien descrito por Claudia Hilb),
sólo aliviado por el vacío de control que permite el anonimato burocrático
cuando estos bolchevismos se esclerosan en estados elefantiásicos. Lo
antidemocrático de una dictadura comunista, nos aparece como izquierdista, ya
que la vemos en un sentido distinto, por cuanto digiere al pueblo, quitándole
sus esferas de autonomía en su acepción más tradicional, y lo disuelve en masa.
Otros
ejemplos donde trazar ejes unidimensionales nos revelan polos que asociamos con
izquierda y derecha, al principio sin entender por qué, pero con el criterio de
conflicto y armonía social, vuelven a aparecer un poco más claros. Son casi
interminables: en lo político, la idea de participación colectiva versus la
independencia personal; en lo cultural, lo societario y contractual versus lo
comunitario y estatutario. Cuando seguimos, vemos que los puntos de conexión
entre todos estos polos de izquierda, se dan realmente a la vez, cuanto más a
la izquierda se encuentre un régimen. Y que lo que parece una contradicción
entre elementos de izquierda y de derecha, o bien (1) es en una eventual
incompletitud de los propios regímenes o administraciones de izquierda y
derecha, que indirectamente o por necesidad terminan teniendo un elemento de
derecha allí donde les sería más funcional a la naturaleza referencial de su
sistema tener uno de izquierda, o bien (2) es, como mostré antes, sólo una
contradicción aparente, ya que ese aspecto se ha desglosado demasiado de todos
los demás de una sociedad, al momento de ser percibido.
En resumen:
no resulta nada complicada una definición esencialista de la díada, teniendo
como unidad de medida la cuestión de la armonía social en oposición al
conflicto.
Las
teorías simplificadoras del interés como medios provisionales de análisis de la
díada
Para
entender mejor la cuestión a los ojos de un lector moderno, deberemos explicarlo
en términos clasistas, o sea fuera de la cuestión estamental (lo que significa
que el ejemplo que usaré aquí vale más bien para el capitalismo, y no para
sociedades premodernas donde la cuestión se vuelve, ya sólo contando el número
de sectores en armonías y conflictos cruzados, mucho más complejo). Si
reducimos los fenómenos premodernos al elemento socioeconómico o de “clase
social” de las mismas (o bien nos limitamos a las sociedades modernas,
estrictamente sociedades clasistas y centradas en la cuestión económica),
veremos que en su conclusión terminal, podría traducirse a la posición de
izquierda con una formulación más que obvia: la “lucha de clases”, entendida
como conflicto (económico) de intereses que sería el que genera la tendencia a
un conflicto (político) entre quienes lo encaran.
Esto sería
así incluso reconociendo, como Karl Marx, que dicho conflicto inherente de suma
cero quizá no pueda ser resuelto dentro del sistema social orgánico que
conforma a los grupos en oposición, ya que en tal caso ninguna de las partes
buscando la mera ventaja de una de las partes podrá salir beneficiada (o en
otros términos: la suma cero de la explotación no significa suma cero en la
cantidad de riqueza apropiada a lo largo del tiempo), puesto que a pesar de tratarse
de una relación de explotación —o precisamente porque ésta da forma a los
grupos en oposición— el beneficio de cada parte, sea la explotadora o la
explotada, no puede derivar de intentar tironear de más de dicha relación.
La primera
solución es mantener el sistema a cambio de beneficios materiales para las
partes, i.e.: por el aumento de la “torta”. Aun cuando una de las partes se
apropie de su “porción” por cumplir una función parasitaria, dicha función
sería necesaria para el funcionamiento del sistema que regula su distribución,
con lo cual la “porción” de los parasitados se reduciría en términos absolutos
—en vez de crecer— si acaso éstos intentaran aumentarla en términos relativos a
costa de la que el proceso de dicho sistema asigna (ergo, el sindicalismo que
beneficia materialmente al asalariado, sólo será aquel cuyas pujas
distributivas favorezcan en vez de perjudicar el aumento del total de la
producción; un marxista incluso afirmaría que la propia lucha de clases
sindical de la clase obrera, es una función misma del desarrollo del capital).
La segunda
solución, la revolucionaria, implicaría la abolición de la relación que
conforma al propio grupo social, y por ende a la abolición del grupo social en
tanto tal (ejemplo marxista obvio: la liberación del trabajador de su condición
de asalariado, aboliendo su propia existencia como clase). En tal caso, se
presume que el sistema, por ser de explotación, jamás podría funcionar peor
para el supuesto explotado, que otro sistema no basado en la explotación.
Esta última
presunción implica todo un debate sobre lo que es mejor para la parte
explotada. Sin duda un marxista diría que esa valoración también sería creada,
para ambos sectores en conflicto, por el orden social en el que conviven, y que
incluso la condición para que esta superación revolucionaria pueda ocurrir,
deberá ser generada desde dentro del orden social y por una necesidad —contradictoria—
de su propio desarrollo, al menos en el caso de la sociedad burguesa donde
todos formarían parte de un ecosistema llamado “capital”. Esta sería, en Marx,
la abierta diferencia con las formaciones precapitalistas, donde universos
económicos separados están ligados por nexos de explotación extraeconómicos, y
por lo cual el cambio revolucionario sólo podrá surgir de un nuevo modo de
producción nacido en su seno, con sus propias clases explotadoras y explotadas,
y no, como ocurriría en la sociedad capitalista, donde el único conflicto
revolucionario posible se debería a un colapso interno, revolucionario entre sus
propias clases, del modo de producción existente; de hecho, esta diferencia
cualitativa es lo que llevó a Marx a concluir que existiría un “fin de la
historia” para las sociedades estratificadas y para la propia lucha de clases —que
él consideraba inevitable a la existencia de éstas— y luego a la necesidad de
un orden donde éstas no existieran en lo absoluto.
El caso
inverso, es el de la visión de derecha, que también tuvo su propio autor, de
hecho el antecesor de Marx en este tipo de análisis clasistas, que fue Lorenz
von Stein (de hecho, aquél le debe incluso el concepto de “proletariado” para
describir a las nuevas clases trabajadoras de la sociedad industrial). En Stein
se enfatiza, precisamente, lo opuesto, la armonía social (o de intereses
económicos en el caso de la sociedad burguesa) entre clases, allí donde fuera
posible ontológicamente, para que fuera posible a partir de ésta, una estable
armonía política. Por supuesto, para Stein, a diferencia de un Mises, esta
armonía social no está dada, y requiere una suerte de síntesis entre ambas
clases (al menos en la mayoría de los casos), preludiando una solución cuasi
aristotélica, tanto política como cívica y socioeconómica, de la creación de
una clase media que absorbiera y fusionara ambas clases, capitalista y
asalariada, en una sola. La solución de Stein era, obviamente, más centralista
y moderna que aquella propuesta más tarde por el tradicionalismo distributista
(v.g. Belloc, y más tarde, en su forma más elaborada: Röpke), basada en
dispersar la concentración horizontal de la producción capitalista, y
garantizar que se preserve el alcance de todos (de facto en las sociedades
precapitalistas) a la propiedad privada sobre cada uno de los medios de
producción creados por los diferentes particulares. Los distributistas intentaban lograr esto mediante una remake del
corporativismo medieval, que era un limitante exógeno, dentro de la sociedad feudal tardía
o “feudo-burguesa”, del liberalismo económico en su sentido más original y
profundo, entendido desde este punto de vista como generador de un orden y una
dinámica social: el capitalismo. Neo-distributistas como Röpke lo intentaban en formas más elaboradas, pero en el fondo muy parecidas y en gran medidas conexas a las de Stein.
La
derecha frente a la modernidad: de crítica a salvadora, de salvadora a
radicalizada.
Ya dados
ambos ejemplos de izquierdas y derechas económico-clasistas, pasemos pues a
revisar esta definición esencialista de izquierda y derecha, que tanto Laje
como yo hemos ensayado para poder descubrir el porqué de su compatibilidad con
los múltiples usos que se suelen dar a la díada izquierda-derecha, buscando lo
que, como bien comenta, hace que, una y otra vez, en forma intuitiva, podamos
decir que tal o cual cosmovisión social, política pública, expresión cultural o
modelo económico, sea de izquierda o derecha respecto a otra (esto, aclaro, con
independencia de que la apreciación de los hechos sea adecuada: basta con
descubrir aquella apariencia fenoménica que lleva a que “se diga” de tal o cual
cosa, que está “a la izquierda” o “a la derecha”, de otra).
Y esto nos
lleva a una cuestión, más profunda, que dejaré para el final, por la cual la
sociedad moderna tendría, a mi juicio —y creo que en gran medida también al de
Agustín— un carácter conflictivo y revolucionario. Esto hace que sus ideologías
sean de izquierdas en un sentido muy amplio, y por esto es que todas las
ideologías modernas oscilen entre un énfasis en el conflicto, pero a la vez en
la solución necesaria del conflicto para que dicha sociedad conflictiva se
mantenga estable. Es así que toda la sociedad moderna podría entenderse como
una suerte de “sociedad de izquierda” en sentido amplio (contra la “sociedad
de derecha”, en el sentido amplio de la sociedad tradicional). En esta sociedad
moderna, vemos que quedaría contenida una izquierda y una derecha en sentido estrecho,
con un centro pragmático oscilante. Podemos ver esto en el nacionalismo (en el
sentido moderno, sociopolítico e ideológico), sea el “de izquierda” de Rousseau
vs. el “de derecha” de Herder. Lo podemos ver en el liberalismo, sea el “de
izquierda” de Paine vs. el “de derecha” de Smith. Lo podemos ver en el
socialismo, sea el de “de izquierda” de Proudhon vs. el “de derecha” de
Saint-Simon.
Lo anterior tiene grandes implicancias, que pueden volverse programáticas, y con las que cerraré este capítulo de mi texto, ya que son mi tesis personal: lo que a mi juicio podría hacer a estas ideologías, tanto en su versión “de izquierda” como en su versión “de derecha” en sentido estrecho (moderno), no las vuelve, en ningún sentido, “de derecha” en un sentido profundo y amplio, tomadas por entero. No tienen literalmente nada por sí mismas que corresponda con la “derecha” en el sentido que veíamos antes, esto es: en el sentido de apuntalar la armonía social, sino sólo respecto de la estabilidad de una sociedad basada en el conflicto de intereses. Por eso suele decirse que es “de izquierda” la defensa de un sistema inestable y que depende de subvertir otro orden social, como es el socialista “soviético”, y que es “de derecha” la defensa de un sistema estable como el capitalista “occidental”. Pero esto tiene tanto sentido como decir que es más de izquierda el jacobinismo y que el girondinismo es más de derecha. La cuestión es que en relación con su finalidad revolucionaria respecto al Ancien Régime, y especialmente frente a dar cierre al proceso revolucionario estableciendo un nuevo orden que dependa de sí mismo y no del terrorismo estatal de una ingeniería social revolucionaria permanente (necesariamente provisoria y sin sustento civil) ambos movimientos son exactamente igual de izquierdistas, pero el girondino deja los medios izquierdistas para llegar a los fines que estos impulsaban, mientras que los fines del jacobino son una aporía confundida con sus medios. Por más que unos lo sean más radicalmente y otros más sistémicamente, ambos son la izquierda revolucionaria (hacia un orden social moderno y anti-conservador, parido de una revolución social, como es el burgués, a diferencia de las supuestas revoluciones sociales precedentes que son la parte mitológica del cosmovisión marxiana). Los jacobinos generan el proceso revolucionario permanente que es más eficiente contra sus enemigos, pero menos eficiente para sostener un nuevo orden social anti-aristocrático estable, mientras que los girondinos tienden a iniciar el cierre del proceso revolucionario, haciendo que el mismo se vuelva un orden social y deje su fase de guerra civil (primero nacional y luego internacional), para que se realicen los fines buscados en un orden social que implicará la extinción de ese mismo proceso.
Si decimos del régimen de los girondinos es más “de derecha” porque es más estable y ordenado que el jacobino, de la misma forma podríamos decir que Stalin es mucho más de derecha que Lenin. Obviamente lo es en un sentido muy limitado, pero respecto a la modernidad en realidad quien viene a terminar el trabajo es el primero y no el segundo. Esto es así incluso aunque en este último ejemplo debamos hacer una aclaración: el orden del llamado “socialismo real” terminó siendo un sistema que tampoco podía —y era inevitable que no pudiera— cerrar realmente su proceso revolucionario, incluso aunque lo intente retóricamente, ya que su proyecto social es artificial y depende de la utilización de los medios revolucionarios para organizar la sociedad, lo cual la convierte, como bien explica Sartori y lo advertía Marx, en un modo de producción que no es realmente progresivo frente a las supuestas fuerzas productivas, sino que depende de la acción económicamente deletérea de un régimen de ingeniería social permanente, destinado a colapsar tanto política como socialmente, lo que explica el que la mera voluntad de la dirigencia (“traidora” para sus fieles) pueda desmantelar y hacer desaparecer en un día al supuesto “modo modo de producción superador”, volviendo al estado de cosas previo: en el caso de la URSS, la sociedad burguesa que la revolución de Febrero había apuntalado políticamente. Todo esto debería ser imposible en términos leninistas; y en términos marxistas se reconoce como posible solamente cuando semejante régimen no es una verdadera nueva sociedad sino un estatismo transicional, como admite en dos textos que están concatenados en cuanto al mismo punto:
Es cierto que, en las épocas en que el Estado político brota violentamente, como Estado político, del seno de la sociedad burguesa, en que la autoliberación humana aspira a llevarse a cabo bajo la forma de autoliberación política, el Estado puede y debe avanzar hasta la abolición de la religión, hasta su destrucción, pero sólo como avanza hasta la abolición de la propiedad, hasta las tasas máximas, hasta la confiscación, hasta el impuesto progresivo, como avanza hasta la abolición de la vida, hasta la guillotina. En los momentos de su amor propio especial, la vida política trata de aplastar a lo que es su premisa: la sociedad burguesa y sus elementos, y a constituirse en la vida genérica real del hombre, exenta de contradicciones. Sólo puede conseguirlo, sin embargo, mediante contradicciones violentas con sus propias condiciones de vida, declarando la revolución como permanente. Y el drama político terminaría, por tanto, no menos necesariamente, con la restauración de la religión privada, de la propiedad privada, de todos los elementos de la sociedad burguesa, del mismo modo que la guerra termina con la paz.
Napoleón representó la última batalla del Terror revolucionario contra la sociedad burguesa, también proclamada por la Revolución, y contra su política. Por supuesto, Napoleón ya comprendía la esencia del estado moderno; se dio cuenta de que se basa en el desenvolvimiento sin trabas de la sociedad burguesa, en el libre juego de intereses particulares, etc. Decidió reconocer esta fundación y defenderla. No era un místico del terror. Pero al mismo tiempo, Napoleón seguía considerando al Estado como su propio fin, y a la sociedad burguesa únicamente como un socio capitalista, como un subordinado al que se prohibía toda voluntad propia. Puso en práctica el Terror reemplazando la revolución permanente por la guerra permanente.
En este momento es que podemos ver que, cuando izquierda y derecha pasan a ser criterios de distinción dentro de la modernidad, ya no lo son respecto a la armonía de intereses y grupos sociales. Aplicar este último criterio amplio a las izquierdas y derechas en sentido estrecho, haría perder todo sentido a la distinción. En la práctica moderna, el uso de “izquierda” y “derecha” puede tener cierto sentido práctico, pero confunde conceptualmente. Por ejemplo, en términos estrechos, la sociedad de Bielorrusia es más de izquierda (por su estatismo post-estalinista) y la sociedad de Canadá sería más de derecha (por su capitalismo demoliberal), pero en sentido amplio, la cultura de Bielorrusia, a pesar de su carácter medianamente artificial, es por lejos mucho más derechista que la del progresismo totalitario de Canadá. La cultura y hasta la economía capitalista de Estados Unidos de América a mediados del siglo XX eran mucho más subversiva de las tradiciones y de la familia que las de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en la misma época, aunque su legitimación pública en el discurso político nos haga parecer lo opuesto. Ya Thomas Molnar trataba esta cuestión norteamericana (o mejor dicho estadounidense) en varios de sus libros.
La propia
naturaleza de las ideologías modernas es conflictiva y rupturista, como la
propia sociedad moderna. Y, al igual que el modernismo en general, reflejan e
intentar dar solución a los problemas de su propia base social. Cuando dije
antes “nada por sí mismas”, no estoy diciendo que no puedan conciliarse con la
derecha (en sentido amplio) y ser asimiladas a ésta, pero, en el fondo, lo que
representa la derecha es precisamente ser la negación de la naturaleza de estas
ideologías. Una derecha, una nueva derecha si se quiere, deberá, para ser tal,
conectar todas estas cuestiones, la identidad nacional, la libertad individual,
la solidaridad social, con el elemento tradicionalista (occidental cristiano
pre-moderno) del cual se han escindido.
La nación moderna y su “fraternité” (el Estado-nación y sus rituales pseudo-religiosos) apenas tiene algo que ver con la nación tradicional, y termina siendo su negación, pero la primera puede tomar elementos de la segunda, transformándola y llevándola, en la medida de lo posible, a su sentido tradicional, así como comprenderse a sí misma como una protectora de las verdaderas naciones de donde surgió el término.
La libertad moderna y su “liberté” (el espacio patrimonial con la forma adecuada de perímetro para la relación entre propietarios contractuales) apenas tiene algo que ver con la libertad como resistencia y estatutos que den privilegios —leyes privadas— a todos (no estoy aquí hablando de la libertad de los antiguos, que también es muy distinta a la soberanía política moderna), pero la primera puede tomar elementos de la segunda, transformándola y llevándola, en la medida de lo posible, a su sentido tradicional, así como comprenderse a sí misma como un elemento constitutivo de la idea cristiana de intimidad personal nunca desligada de la vida comunitaria.
La socialización moderna y su “égalité” (la socialización y planificación colectiva del resultado social de intereses individuales uniformes y contrapuestos armonizados por mercados) apenas tiene algo que ver con la socialización como desarrollo en una comunión social, económica y cultural en una situación de solidaridad recíproca y personal, pero la primera puede tomar elementos de la segunda, transformándose y llevándose, en la medida de lo posible, a su sentido tradicional, así como reformularse a sí misma a imagen de la vida y economía familiar a la manera de la Iglesia primitiva y su sentido cabal de la caritas.
Una y otra
vez vemos que el verdadero conservadorismo, en este sentido más profundo, no
sería más que el intento de preservar y revertir la tendencia entrópica de la
sociedad moderna (hacia el futuro, no al pasado, aunque basándose en la parte
de éste que lleva a la armonía social y a una justicia acorde en los méritos y
no meramente en la ubicación en el mercado o el poder político). Esta reversión
es constructiva, no regresiva, como bien aclaran los autores conservadores, en
su intento de lograr desde dentro de la modernidad el camino de regreso a la
sociedad tradicional. La diferencia con los tradicionalistas sería,
simplemente, que (en general) éstos intentan directamente salirse como se pueda
de la sociedad moderna y recrear desde fuera de ella una sociedad tradicional.
Ambas posiciones son de muy difícil realización, y veo bastante difícil un
triunfo como quisieran. Pero sin embargo eso no significa que hacer algo en dicha
dirección no sea valioso. Por el contrario. Y precisamente, ésta creo que es la
definición de fines que debería unir a los sectores que, proviniendo de
posiciones “nacionalistas de derecha”, “liberales de derecha”, “socialistas de
derecha”, para que teniendo un faro fuera de sí mismas, puedan lograr ser realmente
de derechas. O sea, ser de derechas en sentido amplio. De otra forma, no serán más que “derechas”, pero de formas
sociales que serían, de facto, de izquierda. Da igual que se trate de la
defensa de Estados-nación que conserven su soberanía, sociedades de mercado que
conserven su prosperidad, o planificaciones que conserven el acceso de todos a
la propiedad. Si no tienen un faro fuera de sí mismas, dará igual que se llamen
“patriotas”, “paleo-liberales” o “socialcristianos”, no lograrán lo que buscan,
y sólo como mucho estabilizarán la sociedad para futuros desordenamientos.
Por suerte
en muchos casos tienen este faro, pero no es algo que esté claro en la mayoría
de ellos, desgraciadamente. Al hacerlo terminan actuando como secesiones modernistas
de la propia modernidad, cosa que tiende a ocurrir en las llamadas “alt-right”.
Cohesionadas por un pensamiento moderno como sus predecesoras “nuevas derechas”,
deben adoptar una pose estética “cool”, adaptada a las estrategias comunicaciones
de la cultura post-industrial más avanzada, y son indisolubles de una lógica
burocrático-mercantil tardía, con lo que finalmente quedan compelidos a una
defensa sin mucha sustancia, en algunos casos estratégicamente populista (cosa
que no es la que más criticaría, sino las premisas de tal estrategia), de
capitalismos nacionales rodeados de una muralla de neo-proteccionismo y un
estatismo político que demarca con homogeneidad la identidad patriótica.
En cualquier caso, la visión modernista radicalizada hacia la derecha, alienada por ende de una modernidad en la que participa, tiene una tensión interna que es parte de su contradicción de origen, incluso en sus versiones más exitosas. Hoy sus idearios se manifiestan como otrora, aunque en formas más “líquidas”, frentistas, volátiles y veleidosas, a diferencia de lo ocurrido durante el pesado industrialismo socialmente hiper-masivo y disciplinario de principios del siglo XX, como podemos repasar en forma sumaria. En el caso de los nacionalismos: el integrismo religioso (Maurras, Oliveira Salazar, Sardà y Salvany), el militarismo identitario (Jünger, Evola, Komaki y el estatismo Shōwa). En el caso de los liberalismos, el darwinismo social, laboral, sexual y reproductivo (Malthus, Spencer y, aunque se quiera ocultar, el propio Darwin). En el caso de los socialismos, el sindicalismo económico (Sorel) y el socialismo de gremios (Primo de Rivera), ó un dirigismo fascistoide, sea capitalista (Mussolini) o cooperativista (Codreanu). Ya hemos estado ahí. A pesar de las intenciones, una involución hacia un interés nacional estatalista que para darse una identidad requiere un gobierno autoritario o, peor, un partido totalitario que absorbe al Estado; una individualidad con un derecho, en general, a lucro, pero sin libertad de mercado ni civil; una planificación para, con suerte, un “socialismo de clase media” con abundancia material pero sin una sociedad civil independiente. Y todos estos aspectos políticos, jurídicos y económicos, ocurriendo por separado o en simultáneo. Sin duda, en la actualidad post-industrial, todos estos fenómenos son más “suaves”, pero esto no cambia que terminen como callejones sin salida o, al menos, como sucedáneos pobres de lo que sí podría lograr una nueva derecha con las ideologías modernas y las instituciones a las que refieren.
Los “fusionismos”:
las precuelas exitosas de los actuales frentes de la nueva derecha.
Por suerte hay visiones contrapuestas, y aunque frente al siglo XXI todavía no han sabido, prácticamente, actualizarse sin doblegarse, la referencia a los mejores casos del siglo XX no deberían ser olvidados. Un ejemplo conocido de las tres ideologías de la modernidad, realmente complementadas y subordinadas en un pensamiento de derecha, es la “Economía Social de Mercado”, aplicada por Ludwig Erhard y Konrad Adenauer, que fuera la receta tras el “milagro económico alemán”, adoptada luego con éxito en otros países de Europa, aunque desgraciadamente no tomara una forma constitucional más sólida que la hiciera más inmune a la socialdemocracia y al “welfare-warfare state”. Entender cómo esto ha ocurrido, requiere entender otras cuestiones como, entre otras, que el capitalismo es una sola cosa pero tiene subespecies que no son meras afectaciones. Parafraseando una conocida frase de la filosofía clásica: así como sucede con el ser, el capitalismo es análogo, pero se “predica” de formas distintas. Más allá de que el capitalismo opere con un sistema subyacente de mercados diferentes, esto es, procesos formadores de precios, no podemos reducir el concepto del capital de una sociedad por entero sólo al mercado (como erróneamente solía hacer Mises), de la misma forma que no podemos reducir el funcionamiento de una granja a la dinámica espontánea de un ecosistema biológico. Variaciones de esta integración relacional que es el capitalismo, o sea variantes de la dinámica capitalista entre sociedad civil y Estado, implican formas distintas de capitalismo. (Esto ha sido materia de estudio de todas las corrientes del institucionalismo en la teoría económica, sea el clásico o el moderno, el no-neoclásico usualmente heterodoxo o el neoclásico usualmente ortodoxo.)
El modelo
que generaron los teóricos de la “Economía Social de Mercado” significaron una
particular dinámica entre mercados, las organizaciones económicas (empresas y
familias) de mediados de siglo XX, y las políticas públicas, crearon un sistema
que se ha dado en llamar “capitalismo renano”, bastante acorde, en la medida de
lo posible, al pensamiento y los valores de derecha, en particular la cristiana.
Como se menciona en una nota al pie del propio libro de Laje, se basó
principalmente en el aporte de tres autores: Walter Eucken, de la Escuela de
Friburgo y creador de la síntesis ordoliberal, que debería considerarse con
mucha más justicia un verdadero “liberalismo de derecha”; Wilhelm Röpke, que
llevó este modelo hacia un neo-distributismo ya desde su obra Civitas Humana,
y Alfred Müller-Armack, de la Escuela de Colonia, quien reformulara este modelo
como una tercera vía socialcristiana con la adición de un “Estado de bienestar”
muy distinto al socialdemócrata. (En Argentina, esta corriente está presente sin
explicitación en el conservadorismo católico de Gómez Centurión, y en forma más
publicitada en el conservadorismo protestante de Hotton. Un importante autor, también argentino, Marcelo Resico, suele ser su principal difusor, tanto en ciencias económicas como en la comunicación política.)
¿Ha sido (o
es aún) este “fusionismo” el único camino viable para una integración de
ideologías modernas tornadas hacia la derecha? No lo creo: ha habido otros
intentos posteriores, que son difíciles de juzgar como mejores o peores que la
de la ESM, por el cambio del contexto en el que se dieron. Como describe con
agudeza el artículo “What Does Being Conservative Actually Mean These Days?”, el modelo de
capitalismo de la “Reaganomics” ha tenido sus éxitos, y ha logrado en lo
cultural revertir (aunque en algunos aspectos, paradójicamente, potenciar o,
mejor dicho quizá, “estabilizar”) la degradación sociocultural que generaron
dos décadas de cultura del entretenimiento y el liberalismo sexual como cultura
(y en parte como ideología amorfa). Esta cultura había sido el corolario
superestructural de la pendiente exponencial de los años 50’, basada en la
disociación entre sexualidad y reproducción gracias a la tecnología social de
la píldora anticonceptiva, que luego generaría una desestabilización general,
catalizada por una corrosiva dirección política de izquierdas sobre la cultura
occidental durante las décadas de los años 60’, y que terminaría mostrando en
los 70’ el cariz geopolítico de su acción subversiva sobre la legitimidad
social, en abierta alianza (o funcionalidad cuanto menos) con los intereses
anti-occidentales de los dos grandes conglomerados de intereses de
partidos-Estado (el régimen comunista de la URSS y sus satélites en el bloque
del Este, luego migrado a Cuba y su esfera de acción en América Latina, y, por
supuesto, su alter ego en conflicto y posterior alianza provisoria con Estados
Unidos: el régimen neo-estalinista chino). En cualquier caso, la respuesta
conservadora de los 80’ carecía, a diferencia de lo que ocurría con el modelo
del “milagro alemán” de Adenauer, de una versión de derecha del problema de la
cuestión social, cerrando filas frente sólo con el liberalismo de derecha y
cierto patriotismo de derecha, bastante enredado con un anticomunismo
estratégico muy lúcido (Kirkpatrick) pero no lo suficientemente separado de los
intereses globalistas del movimiento “neo-conservador” (Kristol, Kagan, etc.).
He aquí que
creo que el gran problema ha sido tomar por formas de “derecha”, al mero
liberalismo en sus formas pro-capitalistas, y al nacionalismo en sus formas
anti-soviéticas, y alinearlo con un conservadorismo que se encargara meramente
de la cultura. Todo lo anterior significaba obviar, sistemáticamente, que el
liberalismo implicaba una visión de la cultura y de la política internacional,
y que el nacionalismo también lo hacía, pero en una forma distinta. Asociarlos
a un pensamiento conservador para tornarlos de “derecha”, sin cambiar nada de
su sustancia, creó una fórmula peligrosa. Y peligrosa no sólo porque sólo
dejaba al liberalismo la agenda ideológica de la economía global y al
nacionalismo la agenda de la seguridad interna, sino porque forzaba a estos
movimientos y sus intereses, a restringir sus esferas de acción a ámbitos
acotados, a cambio de espacios de poder que sólo podían ser ocupados por parte
de sus representantes. Por otra parte, convertía al conservadorismo en un mero
tutor, que sólo tenía algo propio para decir en el ámbito de la cultura y la
familia, y nada en cuestiones geopolíticas o de libertades civiles, nada en
cuestiones de guerra civil o de política económica. Así es que se terminó
creando el aparente “trío de derechas” que serían “el liberalismo, el
conservadorismo y el nacionalismo”. Esta reducción sólo era real respecto a
ciertos sectores en tanto modelos cohesivos de integración de los intereses de
las sociedades occidentales, esto es: como articuladores de los factores de
poder que no eran disfuncionales a Occidente, entendiendo éste al mundo
capitalista. Y aun a estos no los reflejaba en sus intereses a largo plazo.
A nivel
ideológico el problema era todavía más grave. El nacionalismo, aun afectado por
esta nueva derecha, que había hibridado el liberalismo clásico con cierto
conservadorismo aggiornado, surgida en los 70’ con el esfuerzo de Friedman y
Hayek, que luego tomaría forma política con Reagan y Thatcher, fue un
“nacionalismo” más de liderazgo sobre el bloque occidental que un nacionalismo
aislacionista, con lo cual el ideario fue re-apropiado por la izquierda, lo
cual fue hábilmente explotado por los soviéticos y los cubanos tanto en América
Latina como en África e Indochina por segunda vez.
El liberalismo smithiano no era de derecha meramente por basar directamente la realización de su ideal de esfera de la libertad individual con una política económica pro-mercado con propiedad privada, y por eso el liberalismo de derecha de los 80’ había puesto a la empresa privada en su centro, bien sea a la gran empresa en el caso del randianismo y su cultura de la “big corporation”, o bien sea, como en el caso del “paleo-libertarianismo” de clase media, al universo del “small business”: la miríada de pequeñas empresas, que son la materia regenerativa constante del capitalismo, y que es el objeto de odio constante de casi todas las izquierdas por más que lo nieguen, y a la que apuntaron siempre sus cañones intelectuales e impositivos, en forma explícita y abierta declaración de guerra, los sectores políticos que vivían, de un lado al otro del Muro, de las estrategias leninistas y los discursos estalinistas. Este liberalismo fue transformado primero en un hombre de paja, y luego denigrado como un “neo-liberalismo”, que según sus acusadores, sería “inviable” en el “nuevo capitalismo de la gran empresa” (como si en el capitalismo occidental no hubieran coexistido siempre pequeños, medianos y grandes negocios; sólo en los primeros siglos de Estados Unidos se puede hablar de una sociedad de clase media conformada por “farmers”).
Las
izquierdas, en sociedad (o sin ella) con las operaciones ideológico-culturales
deseadas por los totalitarismos del Este, revivieron en los 90’ una forma
adulterada del “socioliberalismo” para poder hacer un “remasterizado” de viejas
de ideas de nacionalismo de izquierda estatista y “no-alineado” con la cultura
del libertarianismo de izquierda de los 60’. Así, contra su legitimación de una
versión distorsionada del “liberalismo clásico”, surgió el fantasma del “neo-liberalismo”
(término con un primer origen muy distinto y usos variados que nada tenían que
ver con su actual uso manipulativo). Como categoría podría haber sido útil para
criticar cierto eficientismo tecnocrático pro-mercado al que no le importaba
tanto el aumento del bienestar general o la forma de su realización, sino la
calidad de la producción y la funcionalidad del sistema económico. Pero esta
verdadera neo-izquierda que, de pronto, luego de la caída del bloque del Este, se
había vuelto “defensora” (“defensora” meramente política y en forma únicamente
retórica) de la sociedad plural burguesa en lo cultural contra las amenazas
intra-sociales del “sexismo” y el “racismo” (en pos de la democracia plural
burguesa en una retórica tramposa, utilizada contra toda disidencia contra esta
misma “tutela democrática”), transformó la palabra “neo-liberalismo” en una
demonización del pro-capitalismo, así como “fascismo” se había utilizado desde
mucho antes para estigmatizar cualquier posición anti-estatista contra las
dictaduras de los partidos comunistas (una acusación que, incluso en los ya
minúsculos casos en que hubiera podido ser cierta, se vuelve irrelevante con
sólo comparar la miserable calidad de vida y nula libertad de asociación de un trabajador
promedio bajo un partido único comunista, frente a un trabajador similar bajo
un partido único fascista cualquiera, aun bajo su forma nacionalsocialista). La
estrategia de Marcuse se evidenciaba cada vez más útil a las diferentes
izquierdas, al mismo tiempo.
Otra vez:
¿quiénes son de derecha… y por qué? El conservadorismo como nexo.
Lo anterior
debería llevarnos a replantear el rol de “las derechas”. El nacionalismo no
puede ser de derecha si se lo revive en su forma original, como mero aspecto
institucional político-militar de aquellos intereses más colectivos ligados a
la protección de la sociedad moderna o capitalista. El liberalismo no puede ser
de derecha si también se lo revive como mera defensa de la infraestructura
civil y económica de esa misma modernidad capitalista. Y esto es así, por la
misma razón que tampoco puede hacerse lo mismo con el socialismo, que no fue
más que la extrapolación idealizada de la planeación e integración que hace la
administración gubernamental de los mercados y la dirección estatal, para
proteger el orden de la empresa privada, incluso cuando se rebelara contra ésta
para salvar la libertad burguesa de sí misma. Este carácter de dirigismo y
colectivismo que tomó el socialismo, no sólo no estaba en su médula, sino que
tampoco era su monopolio. Muchas ramas del nacionalismo se tornaron estatistas
y hasta colectivistas, mucho antes de su apropiación por el bolchevismo y el
fascismo; algunas incluso en su surgimiento ideológico radical (esto está
bastante bien descrito en el libro Gobierno omnipotente de Mises). Otras
ramas del liberalismo se tornaron estatistas mucho antes aun del New Deal, del
keynesianismo desbocado, o de los proyectos bienintencionados de Stuart Mill o Kelsen. A la inversa, también el socialismo tuvo inicios desconocidos: fue
coto de caza de la derecha desde el surgimiento de la sociedad moderna, y el
pensamiento socialcristiano fue en gran medida la forma del ideal medieval de
la sociedad cristiana, de adecuar la vida social moderna a sus valores,
precisamente, de derecha, utilizando la planificación (el socialismo) sin caer
en el colectivismo estatal, llegando incluso a la apropiación de las empresas
por los sindicatos obreros bajo Primo de Rivera.
Por
supuesto, el control consciente de la vida social sólo puede terminar en
dirigismo si se realiza enteramente, con lo cual el socialismo, en tanto
idealización moderna, no puede llevarse a cabo salvo para planear aquello que
requiera planeamiento y no perjudique una sociedad que no se coordina de dicha
forma. Pero lo mismo cabe decir de la realización plena de las otras dos
ideologías de la modernidad: el liberalismo y el nacionalismo, que no pueden
extremarse sin socavar sus propias condiciones de existencia. El único
pensamiento que puede radicalizarse sin autodestruirse, es el conservador. Pero
el conservadorismo, al hacerlo, se convierte en tradicionalismo, con lo cual ya
no puede ofrecer un orden coherente dentro del cosmos de la sociedad moderna,
sino en cambio dentro del de la sociedad tradicional, que ya no existe. Por
esto mismo, y como expliqué en párrafos anteriores, el conservadorismo no es
“una derecha más” entre otras dos, “la liberal y la nacionalista”. Muy por el
contrario, el conservadorismo es el único pensamiento de derecha dentro
de la modernidad, y lo que puede lograr, eso sí, es servir de nexo entre los
principios (no meramente los valores relativos) de la sociedad tradicional que
quiere representar, y las ideologías modernas (sin principios reales sino
valores relativos) del liberalismo, del nacionalismo, y sí, también del
socialismo.
Dicho esto,
un liberalismo realmente de derecha sabe que no es sólo una imposibilidad para
la modernidad pararse en la realización de los fines sociales del mero
liberalismo, sino que, paradójicamente, la única forma de rescatar algo de éste
en un orden integrado, sólo puede hacerlo el pensamiento conservador, sea
salvándolo en estado puro dentro de la sociedad moderna (o bien reasimilando
sus valores cristianos de intimidad personal, en una sociedad tradicional). Lo
mismo ocurre con el nacionalismo de derecha, y lo mismo ocurre con el
socialismo de derecha. De esta forma, el pensamiento liberal occidental se
torna de derecha en formas como la ordoliberal, el nacionalista occidental se
torna de derecha en formas como la del patriotismo localista, y el socialismo
occidental, por obvios motivos de origen, se torna socialcristiano. El
conservadorismo no es, entonces, una cuarta derecha, sino aquello que hace que
todas las demás ideologías modernas puedan ser “de derecha”, en el sentido que
expliqué al principio de este artículo. La pregunta que cualquier
autoconsiderado sujeto político de derecha debe hacerse, sea que su ideología
eje sea el ser liberal, nacionalista o socialista, es si acaso (1) cree que su
cosmovisión lo hace de derecha, o si acaso (2) entiende que “ser de derecha”
depende de algo externo (la derecha, en sí) que debe usar de parámetro
para juzgar cuando su propia preocupación es una posición de derecha, y cuándo
no lo es.
Encastrar a
los valores de la modernidad de la vida privada, la identidad nacional y la
cuestión social, en una posición comunitaria a medio camino entre todas hacia
el tradicionalismo, daría claridad a todas de una realidad, respecto a sus
pares, que creo evidente: no se puede pedir a ninguna que traicione sus
principios. Obviamente, la hibridación va a significar resignar (no
resignificar), sólo en las metas de máxima, los principios a realizar, pero en
la medida que ese sacrificio es la única opción. Los conservadores lo vienen
haciendo desde hace más de cuatro siglos, al adaptarse a regañadientes para
intentar que sus principios no se destruyan con el progreso moderno, y que
pueden ayudar a éste a torcerse hacia el lado recto.
Para alguien
de derecha con preocupación por un orden social de libertad individual (o como
decía un antiguo amigo mío: “orden en libertad”); para alguien de derecha con
preocupación patriótica por la seguridad de los intereses colectivos del
Estado, y para alguien de derecha con una preocupación distributiva sobre la
cuestión de la solidaridad de la sociedad como un entero, no debería ser un
problema seguir con sus ideales y fines de máxima, y mientras tanto hacer lo
que se puede: realizar los de mínima hibridando aquellas cosas en que al
reducirse encajan con las otras posiciones, siempre y cuando también estén
adaptadas de la misma forma. Ejemplos prácticos sobran, aunque dada la
situación entrópica y en “de-” reconstrucción progresista, sean cada día más
escasos. Esta escasez, sin embargo, muestra que el problema no es interno al
“fusionismo” de derecha, sino precisamente a la conquista de la hegemonía por
el fusionismo de las izquierdas.
Gran parte
de responsabilidad del éxito de este fusionismo de izquierdas, basado en la
reducción y la decadencia intelectual, ha sido la frecuente insensatez,
obstinación, mezquindad o ignorancia, de parte de las derechas (nacionalistas,
liberales, socialistas) para ver, más allá de sus adherencias ideológicas, qué
era eso que las hacía tales derechas. El pensamiento conservador, si
bien podía reclamar ese rol con mayor justicia, también cometió el pecado de
encerrarse en sí mismo y pretender dar respuestas a todo, dentro de la misma
sociedad moderna, sin dar cuenta de aquello para lo cual surgieron el
nacionalismo, el liberalismo y el socialismo, que fue, en primer lugar, el intentar explicar correctamente qué era exactamente eso llamado sociedad moderna: respectivo al nacionalismo, qué
era y cómo funcionaba el nuevo Estado-nación; respectivo al liberalismo, qué era y cómo operaban los
agentes de una economía mercantil y el resto de su vida contractual; respectivamente al socialismo, qué era y cómo operaba el todo social
integrado entre sociedad civil y sociedad política, entre sector privado y
sector público, así como dentro de las burocracias, las político-impositivas
como las económico-lucrativas. Un conservadorismo sordo a los aportes de
liberales más allá de su color político, así como de los aportes de nacionalistas
y socialistas más allá de sus colores políticos, fue la cereza del postre para
que la derecha fragmentada se disgregara en ideologías, sombras de sus ocultos
orígenes modernos, que como partes dislocadas de un todo, se creían el todo
mismo.
Problemas
de someter la congruencia a la unidad: ¿es posible un laclaucismo de derecha?
Esto,
obviamente, no significa, como bien aclara Laje, que evitar una definición
relacional implique que lo que es de izquierda y de derecha esté fuera de todo
eje. De hecho, gracias precisamente a la existencia de estos polos
esencialmente diferenciados, puede ubicarse en forma relacional cuál es la
ubicación de cada “cosa política”, que así podrá estar a la derecha de algo, y
a la vez a la izquierda de otro algo. Pero el problema surge cuando, del criterio
más adecuado de Gustavo Bueno, se vuelve, aunque sea en parte, a una versión renovada de la posición de Norberto Bobbio, y desde allí a
considerar a los extremos de la díada izquierda/derecha como “significantes
tendencialmente vacíos”. La identidad común generaría una categoría común,
según Agustín, pero la categoría no puede ser definida correctamente por
quienes portan la identidad, con lo cual no debe pretenderse dar significado al
significante “derecha”, sino dejarlo abierto a un “vaciamiento” de contenido,
para poder formar más que una alianza estratégica: una “cadena equivalencial”
para que cada eslabón represente un conjunto sin problemas de articulación. El
problema es que, si no se controlan desde fuera, estos eslabones no darán
identidad alguna al conjunto, y el conjunto será definido ¿por nadie? ¿o por
quién? Escribe, ya entrando en esta suerte de “laclaucismo de derecha”, lo
siguiente:
Más que
“derecha”, entonces, “Nueva Derecha”. Nuevos contextos, nuevas amenazas, nuevos
adversarios, nuevas articulaciones políticas y nuevas estrategias, me llevan a
pensar que “Nueva Derecha” es un candidato que, si bien poco original , reúne
condiciones básicas para denominar la cadena equivalencial propuesta. Una Nueva
Derecha es una invitación a delinear políticamente un nuevo “nosotros”.
El reconocimiento de los desafíos
políticos del campo cultural abre, en cierta medida, las puertas para esta
articulación. Ese reconocimiento es el que puede exacerbar el derechismo de las
distintas corrientes, volviendo factible la operación equivalencial.
Estratégicamente
todo parece estar en orden, pero ¿qué significa esta “derecha”? En Laclau la
estrategia tiene una finalidad sistémica, que es la vuelta a un socialismo
estatista, y un contenido ideológico izquierdista lleno de significantes
vacíos, sí, pero que se usan precisamente por esta “racionalización por
holización” de la que habla Bueno, y que Laclau obviamente no sincera salvo por
la apelación al conflicto bajo el nombre de significantes que él mismo vuelve
vacíos, ya que son apropiados de los lugares donde sí funcionan en sistemas integrados
de pensamiento social de derecha, donde las partes son coherentes en el todo.
El lujo que se da la izquierda, no se lo puede dar la derecha, a mí juicio. Funcionan
en la izquierda vaciándose de contenido, pero porque allí es donde dicho “todo”
no puede existir.
Si la
estrategia populista laclauciana debilita intelectualmente, pero fortalece
políticamente a la izquierda, eso ya es un mal dato. Y creo que se agrava si lo
intenta la derecha, cuya oposición polar no es una mera ubicación arbitraria —como
el propio Agustín admite— sino una naturaleza que va en la dirección opuesta a
la izquierda. Y en la dirección existe una sustancia mucho más compleja para su
definición esencial. Precisamente, en parte, es por eso que es más fácil hablar
de izquierdas y encontrar criterios comunes, que lo que sucede entre las
derechas, que precisamente porque tienen esos criterios comunes, poseen
naturalezas mucho más ricas y, por ende, difíciles de complementar.
Quitar a las
derechas los significados que estas dan al término “derecha”, en función de
solucionar los intentos equivocados de monopolizar el significante “derecha”,
es quitarles precisamente aquello que les ayudaría a descubrir en sí mismas qué
cosas las hacen de derecha y qué cosas no. Al implicar que su pertenencia objetiva
(aun parcial) a una posición de derecha —o más de derecha que la que confronta—
llevaría a la necesidad estratégica para su subsistencia, a la pertenencia subjetiva
a un significante vacío, por mera oposición a la izquierda que la agrede, dicha
derecha se privaría a sí misma de la conciencia de sí misma. Si bien es cierto
que a nivel táctico dejaría la cuestión de su identidad de derecha a la propia
acción política, volvería al punto de partida respecto a entender qué es lo que
la ubica objetivamente en la derecha, y por ende se encontraría confrontada con
su mera identidad ideológica y no con la cuestión de si dicha identidad es de
derecha o no, y si acaso importa. Esto significa que aquel contenido que daría
motivo a una posición de derecha, incluso por mínimo que éste fuera, se le
tornaría invisible. Luego ¿para qué formar un frente? ¿Por qué corregir el
contenido de las propias ideas en función de una derecha que ella misma no
puede definir? Insisto: no digo definir consigo misma, sino simplemente
definir. Se supone que estas posiciones ideológicas diversas son defendidas
debido a lo que tienen de verdaderas, en tanto se considera que su carácter de
derecha las acerca a la verdad (o bien, más allá de los errores, a una
motivación que apunta a encontrar el carácter verdadero sobre la naturaleza
biológica y social sobre la cual actuar políticamente, y que se supone que
están buscando).
La derecha se
supone que es algo opuesto a un “significante vacío”, sino una característica
común, que hace apuntar a cada eslabón, no a una articulación política, sino a
una integración esencial, aun cuando provisionalmente la unidad de intención no
lleve a dicha unidad teórico-intelectual, ya que se enfrenta al disenso y la
puja sobre las características a sacrificar de unos y otros. Esto no significa,
sin embargo, que deba sacrificarse el intento de crear un espacio abierto y
libre de condicionantes doctrinales para una unidad política. El significante
“derecha” puede estar “vacío” de cualquier intento de definirse (de
significarse) mediante un programa socioeconómico específico, e incluso de
cualquiera de las doctrinas políticas específicas en particular. Pero esto no
lo debe convertir en un significante vacío. Lo que es “de derecha” es un
carácter que, si acaso es buscado, es un faro objetivo que sirve para poder
construir, para un frente político, un programa económico, político y social
objetivo, y no un mero frente para la toma del poder sin luego un objetivo
mancomunado. Es la pretensión de que haya una forma perfecta o claramente
discernible o única de realizarse. De hecho, incluso lográndose semejante “modelo”
impulsado (no construido) desde un espacio político, puede haber una diversidad
de formas para su realización que exploren los matices en los que cada
“derecha” se destaca, pero siempre con una unidad de intereses ideales en la
naturaleza de aquello que se pretende materializar y convertirse,
inevitablemente, en sanos intereses de los que se dependa luego. De otra forma,
la tendencia de las ideologías será a la entropía, y luego a un acercamiento
centrípeto a quien dicte los principios que crean valores de referencia. Y en
una sociedad como la nuestra, en la fase terminal de su modernidad tardía, dentro de un proceso de
radicalización de la misma mediante un globalismo progresista, la tendencia será
a que a estas cosmovisiones (liberales, nacionalistas, socialistas), cuyo
componente integrador deberá ser una cosmovisión coherente mayor (conservadora)
de derecha, terminen sin faro y teniendo la cancha marcada por la izquierda
cultural, en vez de por la derecha cultural. Aquel componente conservador, si lo
tienen, implica que ya eran parte de la derecha, aun sin siquiera entender por
qué, y que deberían saberlo para unificarse (y recordemos, esta es precisamente
la premisa fundamental en la tesis del último capítulo de la obra).
Muy grosso
modo, mi única disidencia con Agustín sería respecto de esta cuestión, aunque
creo que respecto a la estrategia a tomar por la nueva derecha puede llegar a
ser muy relevante si se quiere evitar que los sacrificios de un frentismo como
el que propone, no agrave la disgregación, o aun peor, genere un vaciamiento
intelectual respecto a la naturaleza del motivo de la unidad misma, y por ende
de su importancia. En cualquier caso, no queda totalmente claro en el libro que
se haya pasado, a nivel de la explicación ontológico política y de su difusión,
desde un “esencialismo” sobre la derecha, al opuesto especular de un
“laclaucismo” de derecha (en gran medida el subcapítulo final es un proyecto
abierto, y creo que lo es, porque es una reflexión abierta a partir de premisas
que cerró antes). Quizá el “significante” quede vacío sólo de un contenido
ideológico específico, pero no un significado esencial. No obstante esta
posibilidad, pareciera que no puede evitar la excluir la chance de que la nueva
derecha tenga un programa político unificador sólido. Quizá porque éste
requiere de una meta-cosmovisión abarcadora, y eso implique, sin duda, motivo
de división. Pero ¿qué otra opción queda? Sigamos.
Las
izquierdas y derechas como grupos definidos: sectores, clases, organizaciones,
partidos
Mi
propuesta, también puramente tentativa, es que la integración requiere de un
modelo nuevo, coherente, para esta nueva derecha, cosa que las izquierdas
empiezan a obviar sin demasiada pérdida, ya sus procesos de destrucción social
se han vuelto declaradamente funcionales a agendas que ya le son paralelas. Sin
embargo, las izquierdas, conservan una solidaridad ideológica fuerte, a pesar
de que ésta es incongruente (socialismo del siglo XXI, o trotskismo dado el
caso, con indigenismo, con feminismo de género, con postmodernismo relativista
y post-marxismo). Ya ni intentan, y casi no necesitan, tomar la forma de un
proyecto social adecuado a la naturaleza de sus organizaciones de intereses,
puesto que quienes las dirigen con estrategias laclaucianas siquiera tienen un
proyecto claro, como el que todavía tenía la estrategia gramsciana, o antes que
ella, la leninista. Sus estrategias previas eran, en general, la explotación
por parte de un círculo minúsculo, de un variado espectro de ideologías, cuyos
conflictos creados luego eran acaparados por partidos de cuadros en cada país.
Todas estas estaban sometidas a un fin político-social, que era el corolario de
un tipo de ejercicio de dominio político para una organización internacional
específica o un complejo político-económico de intereses conglomerados (en
general ligados a la Internacional Comunista). Esto es lo que ocurría con sus
anteriores dependencias a regímenes sociales de partido dirigente, creados a la
medida, en lo posible, de la naturaleza de dichos partidos. Hoy la situación es
más compleja, y basta con llevar, sea en partidos, regímenes o gobiernos, a sus
miembros oficiales al poder, y desde este fin “socialista del siglo XXI”, mucho
más plástico que el “socialismo real”, se instrumentaliza un abanico de
ideológicas inconexas que, sin embargo, crean situaciones socioeconómicas y
culturales específicas como parte de un fin a realizar, ya que se realizan en
sociedad con fines mucho más complejos de intereses “metacapitalistas” y, en el
fondo, económicos en un sentido nuevo a ser definido por la acción política
concertada de organismos de gobernanza global. Pero esto requiere de preguntas
sociológico-políticas y económicas en sentido amplio: ¿quiénes individualmente
y qué entidades son las interesadas en tales o cuales proyectos políticos? En
tanto sus actores son condicionantes y condicionados de estos proyectos, para
empezar a entenderlos debemos saber cuál es su mapa social (sectores, fuentes
de subsistencia de sus miembros, pertenencias de clase, pertenencias de status,
organizaciones, fundaciones, partidos y organismos nacionales e
internacionales) y, por ende, tanto sus causas como sus razones de existencia.
Por ejemplo, cuando hablé de izquierda e izquierdismo en el acápite de más arriba,
ciertamente me refería entonces a la izquierda en tanto actitud política, que
puede ser parte de diversos grupos de interés organizado. Ahora, en cambio, y
en general, cuando hablamos de la batalla cultural, la izquierda es algo más
que un estado mental concurrente y generalizado dentro de la sociedad (que lo
es, ciertamente), sino también, casi como un sinónimo, debemos llamar
“Izquierda” a una red de actores causales conscientes, que operan sobre dicha
inculturación, y de los cuales sólo uno o dos son verdaderos centros oficiales
de poder donde convergen las lealtades u obediencias de sus miembros.
La
izquierda, vista así, es un mapa de organizaciones en pugna (cada una con sus
propias entidades proxy), y no se las puede poner en el mismo lugar a nivel
institucional, como no se puede poner a todas las religiones e iglesias en el
mismo lugar como “cristianismo” (salvo si éste es un fondo cultural subyacente
necesario para su existencia), con lo cual a nivel de las entidades causales,
donde se materializa cada uno de los actores reales de le fe, no se puede
llamar “cristiandad” como comunidad integrada y por igual, al cristianismo no
eclesial, al cristianismo protestante en sus diversas iglesias, a la Iglesia
Católica y la Iglesia Ortodoxa. De la misma forma, no se puede poner a la Open
Society Foundation en el mismo lugar que la ONU, o al PCCh en el mismo lugar
que al PSUV dirigido por Cuba, ni a estos dos partidos-dictaduras con los
idiotas útiles de las sectas trotskistas, por más alianzas, fusión de
intereses, o dominios que existan entre sí. Como bien decía Michael Novak sobre
el marxismo-leninismo en América Latina, éste significa un movimiento
organizado que requiere de una ideología de pertenencia en tanto representa los
intereses de partidos ideológicos, pero que no significa que sus ideologías
sean causales de su existencia ni mucho menos, cosa que ya también decía Jeane Kirkpatrick
o cualquiera que entendiera la realpolitik de los partidos totalitarios
comunistas.
Novak
devolvía a estas ideologías su componente marxistoide en su propia forma vulgar
de análisis materialista, y con más razón que el que éstos burdamente inventaban
clasificaciones para explicar el pensamiento y acción política de una categorización
arbitraria de intereses mediante el recorte arbitrario de una clase social
amorfa, como por ejemplo la “burguesía” de tal o cual país, así, sin
distinciones ni más descripciones institucionales; tenían un nombre con el que
además terminaban dando pertenencia socioeconómica a cualquier grupo social
(varones, población blanca, específicos grupos políticos, clases medias, etc.)
al que se beneficiaran de atacar a cambio de un aumento de reclutamiento en
grupos antagónicos y para la creación de poder, ya que hace rato se había abandonado
cualquier preocupación por un análisis marxista clásico que fuera medianamente
objetivo en sus pretensiones cognoscitivas. Los leninistas eran tales
“leninistas” en tanto su análisis de la política de partidos revolucionarios,
las condiciones sociales para el reclutamiento de personal y desde allí su
estrategia de creación de poder, pero en cuanto al análisis para comprender la
realidad social, eran más bien, como se ha dicho muchas veces, unos evidentes weberianos,
y sólo para ciertas cuestiones (les importaba más estudiar el desarrollo sociopolítico
y cultural, siempre en función de círculos de poder y el efecto de la
propaganda en porciones de las masas más que en el estudio del funcionamiento
de la sociedad una vez creado dicho poder, y no les importaba por ende el
desarrollo socioeconómico y tecnológico en función de la creación de un orden
social desde las clases mismas). Casi enteramente limitado al análisis de las
condiciones políticas para la toma del poder por un partido ya previamente
organizado, el llamado marxismo-leninismo no era mucho más a nivel ideológico,
y el estudio de las clases al estilo marxista clásico, como elementos sociales
con una dinámica política propia, le era mayormente irrelevante, como bien
describe Huntington en El orden político en las sociedades en cambio. Huntington considera, sin embargo, y a mi juicio erróneamente, que esto habla mejor de Lenin que de Marx en tanto cientista político, lo cual para mí es sólo parcialmente cierto: Lenin fue mejor politólogo respecto esencialmente de la política de partidos, y diría que sólo respecto a las estrategias óptimas para los totalitarios respecto a sus rivales... pero no en el resto, gracias a lo cual seguía siendo Marx quien había comprendido mejor las consecuencias socioeconómicas de las partidocracias jacobinas, cosa que tan bien destaca Furet en Pensar la revolución francesa.
Novak decía,
pues, que la “Teología de la Liberación” por ejemplo, demostraba una vez más
que su adherencia como movimiento organizado, no era al marxismo-leninismo como
teoría, y que éste no debe ser confundido con una: éste es, esencialmente, “una
institución bien financiada, bien organizada, una institución política con
partidos, dirigentes, imprentas, agentes secretos, ejecutivos, simpatizantes,
intelectuales, conexiones internacionales, y políticos designados”. Creo que
vale la pena citar aquí a Max Weber:
Los
intereses (materiales e ideales), y no las ideas, dominan directamente la
acción de los hombres. Pero muy a menudo las “imágenes del mundo” (Weltbilder),
creadas por las “ideas” han determinado, como guardagujas, los rieles sobre los
que la acción viene impulsada por la dinámica de los intereses.
El tema es denso y complejo, pero no críptico. A vuelo de pájaro, la tesis de Weber significa algo así como que las fuentes de subsistencia material (razones “económicas” propias de cada fuente de ingreso, lo que no significa meramente crematísticas o ligadas a la cuantía del ingreso) y los fines organizativamente condicionados que determinan el uso de los recursos materiales (razones “culturales” propias de su articulación social y no meramente subjetivas; aunque también éstas tienen su “materialidad”, como las psicológicas, que son parcialmente contingentes a la situación social del individuo), impulsan la preferencia por tal o cuales caminos de ideas o “cosmovisiones”, pero las ideas, a su vez, son el contenido tanto subjetivo como objetivo para la existencia de dichos medios “económicos” y fines “culturales”, y por ende estas ideas —las que sobreviven el filtro de los intereses y viceversa— son los que trazan el terreno de las acciones humanas, siendo las cosmovisiones las que terminan condicionando cuál de los caminos adaptados a los intereses será elegido, en función de la creencia (consciente o no) de cuáles son los mejores medios para la realización de los mismos. Esto es así porque las ideas subsisten si los intereses se ven realizados para quienes las portan, pero a su vez los intereses requieren de las ideas para influir sobre las condiciones que se suponen posibilitarán socialmente la realización de los intereses de los individuos, y por ende de los intereses, a su vez, de las diferentes organizaciones (empresas, sindicatos, gobiernos, partidos, fundaciones, iglesias, clubes, familias, organismos, etc.), en tanto los individuos tienen sus intereses personales, entendidos como fuentes de los medios para su existencia, como dependientes de éstas.
Siendo así,
hay que buscar cuáles son estas organizaciones, en especial las políticas, en
tanto puedan coordinar y hacer cumplir una acción colectiva en una sociedad en
la que las partes privadas se encuentran atomizadas y no lo pueden hacer por sí
mismas. Y cuando digo “políticas” lo digo en dos sentidos: 1) en tanto poder
directo, gubernamental i.e. de tipificar las reglas con las que se pretenderá
que la sociedad se organice, y de ejecutarlas; 2) como factores de poder,
síndicos obreros o empresariales, carteles y oligopolios, fundaciones,
complejos internos de instituciones colectivas y especialmente
político-burocráticas, partidos en tanto elementos de presión y no sólo cuando
se encuentran ligados al ejercicio del poder estatal… o sea, factores de dicho
poder directo, los cuales son mal llamados “poderes fácticos” (aconsejo al respecto releer la distinción weberiana entre estamentos, clases y partidos, y las respectivas formas de estratificación social que corresponden a éstas). Y en estas dos
categorías (gobiernos de los estados, y factores que los determinan,
estructural o a través de individuos clave), es que también debemos buscar,
ubicar y describir correctamente a las diferentes “izquierdas” y “derechas”, ya
no como corrientes ideológicas en bruto, sino en las específicas organizaciones
que dicen representarlas en su variedad, o incluso en su unicidad. Visto así es
que podemos ubicar a una “izquierda”, por ejemplo, la del Partido Comunista de
Cuba y sus vastas redes internacionales de intereses, económicos, políticos,
culturales, y en tanto parte de un régimen ideológico, en las ideas, como
fines, funcionando como medios de coacción y control de los miembros del
partido ideológico (fenómeno de “bóveda de miedo” y la denegación consciente de
las propias opiniones en público). Luego podemos ver a organizaciones afines,
que tienen intereses asociados con el mismo, o subsumidos, subsidiarios, etc.
Probablemente y en gran medida (en especial cuanto más grande sea la
organización), sus “modelos” de sociedad para cada país o situación particular,
derive de las predeterminaciones a la forma que fue tomando dicha organización.
Pero puede aparecer otra “izquierda” totalmente idéntica en tanto proyecto o
modelo socioeconómico, a pesar de ser una organización con intereses similares
pero contrapuestos o ubicados en otro contexto, puesto que, aunque sea un “club”
político totalmente distinto, con fuentes y relaciones geopolíticas
radicalmente distintas, comparte una misma naturaleza organizativa. Sin
embargo, los “modelos” van bastante por separado de las acciones y posiciones
políticas concretas en una coyuntura. Basta ver al maoísta PCR argentino,
supuestamente disociado de China desde hace mucho (o sea: disociado de los
intereses del PCCh chino) desde que la camarilla de Mao y el grupo de los
cuatro perdiera el poder en ella, teniendo posiciones concretas muy diferentes
ante modelos económicos similares, y muy similares ante gobiernos totalmente
diferentes en diferentes países. Como muy breve excurso, vale decir que el caso
PCR es algo, por lo menos, curioso: fuentes, probablemente malas, dicen que en
realidad el PTP-PCR de Argentina es, fue y sigue siendo financiado por la
propia China incluso ya empezados los tiempos de la camarilla de modelo “NEP”
de capitalismo someramente tutelado de Deng Xiao Ping (en lo económico perpetuado hasta el día de hoy) aun cuando su facción dominante en el partido representaba
intereses radicalmente contrapuestos a los de las camarillas de los partidos
maoístas clásicos, altamente unificados internacionalmente. Esto sería más que
explicable, desde el momento en que sus intereses comunes, tanto “materiales”
como “ideales”, se dan de patadas necesariamente con los intereses geopolíticos
de Rusia (no del partido comunista de la URSS si éste operara, como en el
período de Stalin, con una lógica a medio camino entre el interés de Estado y
el interés de sus partidos satélites). Hoy el PCR, que estuvo durante más de
una década atacando ferozmente al kirchnerismo hasta el 2018, desde incluso una
cierta simpatía por las causas del peronismo tradicional, hoy se ha metido de
lleno en el club nada heterogéneo del Frente de Todos, que en términos
geopolíticos es un pelele del comunismo cubano, del castrochavismo del Foro de
San Pablo convertido en Grupo de Puebla y similares.
Como se
puede ver, la cuestión se complejiza cuando existen disfraces ideológicos de
los propios modelos, y a veces incluso de los modelos de estos partidos
ideológicos. Echemos un ojo a la organización “oficial” que el establishment
mediático ha impuesto como representante de la (pseudo) defensa de los DD.HH, o
sea, la organización de defensa real y declarada de los intereses políticos de
los miembros guerrilleros que representaron una fracción clave de los
“desaparecidos” argentinos. Me refiero aquí a la dirigida por Cuba, vía dos
“agrupaciones” muy poco separadas: una controlada por Hebe de Bonafini y otra
por María Estela de Carlotto, así como todos los partidos de izquierda, desde
las mil y un sectas trotskistas que no logran actuar en común salvo por su
ideología compartida, a los partidos ideológicamente diversos pero unificados
por intereses de la “izquierda nacional y popular”. Con estos operadores
políticos explotando la hegemonía imperial en la cual la cuestión de los
“derechos humanos” es una de las tres clásicas prioridades diplomáticas,
podemos tener unos interesantes ejemplos. Todos estos grupos se posicionaron
históricamente en contra de Irak y del Partido Ba’th de Saddam Hussein por su
alianza con Estados Unidos, y en defensa de la teocracia iraní, justificándose
“en nombre de la democracia y los derechos civiles” por motivos tanto
geopolíticos de su propio discurso ideológico condicionante, como de sus
propios intereses reales. Ahora bien, cuando Estados Unidos decidió sacarse de
encima la mediación molesta de Hussein y abrir su canilla de petróleo a
Occidente, reforzando la presión sobre Irán e imposibilitando una posible
alianza de las fuerzas políticas de Irak con sus enemigos internacionales
ligados a Rusia, surgió una izquierda que en coro defendió al régimen de
Hussein, ya no en nombre de la democracia y los derechos humanos, obviamente,
sino de la soberanía anti-imperialista (del imperio norteamericano, se
entiende). La propia editorial de la organización “Madres de Plaza de Mayo”
editó en español una autobiografía del dictador, e hizo una apología de su
régimen.
Buscar la
forma y motivo de los intereses subyacentes a las organizaciones de izquierda,
y a las condiciones para su emergencia y desarrollo en tanto “intereses
creados”, requiere un análisis de su dinámica estructural-institucional, por un
lado, y los modelos socioeconómicos en los cuales (o desde los cuales) estas
instituciones tienden a tener un rol dirigente y una forma segura de
subsistencia económica. Este tipo de análisis, a la manera de Wright Mills en La
élite del poder, desgraciadamente ha sido hecha sólo por la izquierda
contra la derecha (o supuestas derechas) y sólo en tanto los sectores del eje
cubano-soviético financiaron sus actividades académicas en suelo
norteamericano. Pero de todas maneras, es un buen ejemplo del tipo de análisis
que la derecha debería hacer más seguido, y no tan esporádicamente.
Para ver las
causas de las instituciones partisanas de izquierda enquistadas en el Estado, prácticamente
no hay que analizar la ideología oficial de tal o cual socialismo, a la manera
de Mises por ejemplo, con la que los regímenes de los partidos comunistas
gobiernan y divulgan sus fundamentos económicos. Esto es casi innecesario,
salvo para entender lo que —con mucho sarcasmo, pero con mucha más seriedad— podemos
llamar sus “restricciones presupuestales ideológicas”. Tal análisis sirve para
refutar sus argumentaciones, pero no las causas de las mismas. Para entender,
por dar un ejemplo crucial, por qué hay solidaridad de intereses entre la
izquierda y los sindicatos de educación en un país de administración estatal de
la educación pública, no debemos enfocarnos tanto en la ideología o la
influencia de los intelectuales y universitarios luego insertados en toda la
educación pública hasta la primaria. Ésta es a lo sumo la consecuencia. Lo que
hay que observar es, mucho antes, la causa (o condición necesaria) de este proceso
social (que sin duda puede ser impulsado por intelectuales gramscianos y
laclaucianos, pero que no es suficiente explicación, ya que se trata de otra
capa de la intelectualidad de izquierda, que no es la que afecta directamente
en el claustro, sino la que se asegura de que aquella se encuentre allí). Para
esto podemos analizar, a la manera de Kornai, la
naturaleza socioeconómico-política de los regímenes de estatismo dirigido o
“socialismo de Estado”, y deducir allí el motivo o interés subyacente.
Volviendo al
ejemplo de la educación estatal en Argentina, este interés es, en un nivel
superficial, sublimado ideológicamente, ocultándole al profesor sus verdaderos
intereses, dado que genera una seria confusión sobre cuan diferente es vivir
del Estado en un país capitalista que en un país colectivista. El interés
objetivo no es subjetivamente percibido en forma correcta, y una intuición
eidética fallida se convierte así en falsa consciencia. Pero a un nivel más
profundo, los intereses operan directamente sobre los que crean los programas
del Ministerio de Educación y las condiciones normativas para el tipo de
combinación corrosiva, a la Freire, entre indisciplina escolar y disciplina
ideológica, entre ataque selectivo a las autoridades del Estado y la
parasitación del Estado por un Partido que legitime su autoridad cuando pueda
usarlo como medio de coacción. Estos intereses dependen directamente de sus
conexiones internacionales, de la dirección externa mediante operadores
políticos o bajadas de línea a cambio de préstamos internacionales y
aprobaciones de la ONU, de agentes del G2 cubano vigilando el cumplimiento de
ciertas directivas, además de otros dirigentes proxy de organizaciones políticas
enquistadas en dichos sindicatos, así como las conexiones logísticas,
publicitarias de apoyo y de financiamiento internacional, etc. etc. Luego, para
entender este terreno fértil en condiciones de posibilidad para la
izquierdización de la educación vía control sindical y ministerial, lo que hay
que ver es, primero y antes que nada, la naturaleza de clase de los intereses
de los empleados del Estado (maestros y burócratas de las políticas públicas en
educación), que los lleva a confundir sus intereses personales con los
proyectos políticos estatistas, y por ende a dejarse condicionar por las
ideologías “guardagujas” de dicha izquierda. Pero nuevamente, al analizar desde
un materialismo político (donde se observa igualmente a las fuentes de sustento
económico, pero en tanto puede ser diagramadas desde el poder político) a sus
operadores conscientes y generadores artificiales de “falsa conciencia”,
podremos ver otros aspectos en principio incomprensibles con un mero análisis
clasista. Al idiotismo mezquino de estos semi-ignorantes “agentes de cambio”
(lo que sin eufemismos significa “agentes de decadencia académica”)
auto-titulados “trabajadores de la educación”, se le agrega la dosis de refuerzo
de otras ideologías paralelas, verbigracia: de género, feministas,
indigenistas, adulteraciones históricas funcionales tanto al progresismo como
al setentismo, en un sincretismo bizarro que termina dibujándonos a fundadores
de la patria republicana en proto-feministas y proto-indigenistas. Es así que
se les llega a vender, hasta ayer a un precio tan barato como el de la
propaganda pseudo-histórica de Pigna, que las agendas progresistas, impuestas
desde organismos como la UNICEF, más ligados al FMI o incluso la CIA, son una
causa que sirve directamente a un mal funcionamiento del capitalismo (¡sólo
porque dicha contracultura se viste de los ropajes ideológicos del
igualitarismo económico y del post-marxismo!).
Marcusianische
Ethik und die Materialität des Säkularismus
La realidad
es que la relación entre la vieja izquierda nacional oficial cubano-soviética y
el progresismo marcuseano con su actual versión de indoctrinamiento transversal
de género, no es otra cosa que una asociación de mala gana de la izquierda
oficial comunista, adaptada y asociada con una ideología de exportación que ya
viene de los años del Informe Kissinger y la Cumbre del Cairo. La ficción de
inmersión total, es que estarán luchando contra el “heterocapitalismo”, lo cual
es parte consciente del lado (no público) de la estrategia populista de la
izquierda oficial. Sin duda, esta estrategia se vale de autores postmodernos y
descendientes del sesentayochismo así como de la influencia cultural de cierto
destilado del pensamiento alemán post-nietzscheano (como bien describe Bloom),
pero el rol causal y necesario para que ocurra, depende de lineamientos
fríamente leninistas en espíritu, como los que explicitan Laclau y Mouffe. Y
estos lineamientos claramente también responden a intereses materiales, pero
muy distintos a los de los educadores y propagandistas que hacen su trabajo
sucio, de la misma forma que los intereses de poder, sociológicamente (y
psicológicamente) explicables, de una militante feminista promedio que no
terminó el secundario, son recubiertos ideológicamente con la satisfacción
extra de una militancia desindividualizante en su “die welle” verde: un verdadero
culto totalitario a cambio de prepotencia personal y un falso sentimiento de
“comunidad” frente a sus pares en la guerra de géneros, que son sólo la capa
necesaria para que operen otros intereses, con otras ideologías de
autoconvencimiento de profesores que crecieron en el setentismo, y que las
reclutan y dirigen, dentro de sus cabezas arruinadas desde hace mucho, en
nombre de reciclados de la “patria socialista”.
Desde esta
pléyade de intereses de izquierda, es que podemos luego buscar la naturaleza
necesaria de tales o cuales tipos de organizaciones, para saber cómo surgen y
tomen una posición “de izquierda”, sin dejar de considerar también las
contingencias: los múltiples e imponderables fraccionamientos de intereses,
cambios de interrelaciones entre los mismos, de contextos socioeconómicos y
políticos en general, así como de la dependencia para con ciertos individuos
nodales que son clave y cuya muerte o reemplazo puede afectar su posición en
este campo minado de intereses político-económicos y cultos ideológicos, muy
entrecruzados pero aun así siempre separados.
Y así como
podemos analizar la izquierda, también podemos analizar la conexión que la
derecha tiene a este nivel de análisis “materialista” weberiano (tanto
económico, como político y cultural). No es coincidencia que los nacionalismos
de derecha (en especial los que viran a cierto conservadorismo), estén ligados
a los ámbitos castrenses en tanto representantes del cuidado del espacio
público, lo que implica una legitimación del interés colectivo del Estado en relación
con el cuidado (a veces paternalista y desnaturalizante) del espacio público de
los mercados nacionales del sistema capitalista sobre el cual operan, al cual
protegen para salvar el buen funcionamiento económico de la economía (aunque
siempre a una escala nacional, ya que temen por razones estratégicas su
inserción macro en el universo de la economía global).
No es
coincidencia que, a su vez, los liberalismos de derecha (también aquellos que,
con suerte, tienen una cierta influencia externa directa por parte de algunos
miembros o grupos conservadores), estén ligados a la dinámica capitalista como
un entero más que a grupos particulares económicos por separado de la misma.
Obviamente, dichos grupos existen, pero se concentran en fundaciones dirigidas
por grupos de individuos y ciertas empresas que tratan de velar por el cuidado
colectivo de un sistema económico, más en tanto dependen del mismo, y menos
para obtener beneficios por fuera de éste; lo opuesto, claramente, ocurre con
intereses especiales (sindicatos empresariales prebendarios como la UIA
argentina), dislocados del proyecto de una dinámica capitalista más eficiente,
aunque nunca interesados en dislocarse del funcionamiento básico del
capitalismo y de su legitimación. Esta ambigüedad de sus propios intereses
micro, que terminan creando conflicto entre sus modelos macroeconómicos
intervencionistas (tan defendidos por Karl Polanyi en los momentos más flojos
de su libro La gran transformación) y la tendencia natural del capital
en general, esencialmente global, puede llevar a estas instituciones a tener
que atrincherarse con fuerzas políticas que tienden a futuro a buscar cortarles
la cabeza. Es por esto que las agrupaciones liberales (y no hablo tanto de
partidos como especialmente de fundaciones), cuando no existe una cohesión
política general, y sólo dependen de los intereses públicos de tales o cuales
sectores económicos filantrópicos, tienden a fragmentarse y convertirse en una
suma de sectas con un comportamiento muy parecido al trotskista, con la
diferencia de que sus bases son menos de clase media o media baja, y más bien
de clase media, media alta a alta. La defensa colectiva y más armónica del
capitalismo, es muy difícil para los intereses privados, ya que su buen
funcionamiento implica una rotación y exposición de dichos intereses a un
contexto tecnológico y económico internacional, de producción y de consumo,
totalmente volátil. O sea: lo que Schumpeter llamaba “destrucción creativa”, y
que requería una protección de sus intereses públicos que fuera realmente
externa, ya que los miembros particulares del sector privado pueden ver
variados abruptamente sus intereses en una política económica, pasando de una
de baja carga impositiva y desregulación a otra de subsidios y protecciones
arancelarias, dependiendo de los cambios constantes de variables
interrelacionadas, como ser las diferentes transformaciones macroeconómicas de
oferta y demanda de ciertos bienes o materias primas, nacionales e
internacionales, así como de los cambios en las técnicas de producción y en las
necesidades de consumo final o productivo.
Por último,
las ideologías vinculadas a un socialismo de derecha estuvieron muy ligados a
los ejércitos en situaciones de guerra, a las administraciones públicas de las
monarquías absolutas (o ex monarquías absolutas). Finalmente, y sobra aclarar
por qué, las “ideologías” más ligadas al pragmatismo conservador (o sea, la
menos ideológica de las “derechas”), están ligadas y se ven surgir de entre las
instituciones educativas más conservadoras o locales, de grupos de familias
extensas con influencia, y finalmente, cohesionando a todas éstas, a las
organizaciones religiosas, en particular a las iglesias, cuando en su doctrina
está la propia institución, como ocurre con la Iglesia católica romana o la
ortodoxa rusa (que en realidad también debería llamarse católica, aunque no se
trate de la católica de rito oriental). Intentaré hacer aquí una analogía entre
religiones e ideologías, pero aclarando que la comparación puede prestar a
confusión (como bien aclara Michael Polanyi en La lógica de la libertad).
Un ejemplo útil para entender la diferencia entre formaciones políticas de
izquierda, es la que muestra el parecido entre las iglesias católicas
(centradas en la escritura, el magisterio y la tradición, y por ende en que su
religión las incluye a la Iglesia como para integral de la misma) con los
partidos comunistas clásicos leninistas, así como el parecido por las razones
opuestas, y siguiendo aquí la misma analogía, entre las iglesias protestantes y
los partidos trotskistas. Por supuesto la analogía termina allí, y no sirve
para correlacionar iglesias con partidos.
El mapa de
las organizaciones concretas de todas las derechas requeriría un amplio
apartado aparte, y no ser tratado por las en general poco serias publicaciones
de “sociólogos” de las izquierdas, en general oficiales e interesadas, o bien
muy sesgadas y atrapadas por la dinámica publicitaria y demagógica de sus
propias ideologías de agitación clasista. Pero lo pronto, intentaré volver por esa
“derecha nexo” que, por sus ideas, y sus análisis objetivos y científicos de la
realidad social, me parece la más preclara, que es la conservadora, y en
particular aquella sobre la que se sostiene, que es la tradicionalista, que pareciera
flotar en forma distante como ideal de máxima y referente para todo el
pensamiento conservador.
La evitación de la “cuestión social” por parte de la derecha desde fines del siglo XX, y una antigua solución.
A esta altura, sin duda surgirán miles de objeciones de “libertarios”, “patriotas” y “conservadores”, y probablemente la mayoría de ellas atendibles, y hasta correctas, pero todas las que he intentado contra mi posición, no responden mejor el problema. Entiendo perfectamente que, en la actual coyuntura, la palabra “socialismo” cueste ser asociada con derecha, o que de ésta se pueda asociar cualquier cosa realmente útil a las demás ideologías que se intentan articular en la nueva derecha. Como hemos visto antes, la realidad fue otra muy distinta desde el siglo XVIII hasta la mitad del siglo XX, pero eso no obsta para que siga siendo un impedimento. Ahora bien, antes de responder al por qué hay que atender las cuestiones puestas en la mesa por el viejo socialismo (sea un estatismo dirigido o de izquierda, o sea un capitalismo dirigido o de derecha), debemos responder una pregunta previa: ¿acaso ser de derecha tiene una relación directa con el capitalismo? Como bien comenta Laje, el fascismo mismo ha sido un “socialismo de derecha”. Ha sido socialista en tanto apuntaba a una planificación general (que en el caso alemán fue donde se realizaría cabalmente), y ha sido de derecha en tanto buscaba la armonía social entre los grupos sociales exteriores al monopolio estatal, o sea, los de la sociedad civil. Pero como se puede ver, en la respuesta está implícito que el fascismo era de derecha por esta última razón, o sea: no era de derecha porque se trataba de un capitalismo planificado en vez de un estatismo planificado (también se implica que, visto de esta forma, capitalismo no es el reverso de socialismo, sino sólo de estatismo). Un sistema como el fascista (o cualquier otro que tuviera ambos elementos) podría haber tenido, y de hecho tuvo, elementos de otros sistemas económicos que no fueran ni capitalistas ni estatistas, y sin embargo haber sido tanto socialista (planificación central o como mucho dirigismo) como de derecha (opuesto a la idea de conflicto de clases). El capitalismo es el orden social propio de la modernidad, y el estatismo es su adulteración... luego, es lógico que si se intenta llevar a la modernidad hacia la derecha pero sin salir de ella, la derecha no pueda negar al sistema capitalista. Pero esto no significa que deba igualarse capitalismo con derecha. La derecha, sin embargo, hará énfasis en la posibilidad de una armonía entre intereses privados. Esta armonía conciliable con tipos de propiedad privada, podrá considerarse que se da automáticamente (idea más propiamente liberal en los medios, al menos respecto de la propiedad privada burguesa o moderna), o que requiere alguna intervención social, bien sea comunitaria y/o corporativa (propiamente conservadora), bien sea estatal (propiamente socialista, sea colectivista o corporativista). En cualquier caso, el ideario conservador es el punto de referencia, y la posición más liberal o más socialista no implica, ni siquiera, la realización de todo un ordenamiento social edificado sobre bases liberales o socialistas, lo cual implicaría reducir lo social al mercado o al dirigismo.
Entendido esto, podremos ver que la cuestión de ciertos problemas tanto ético-sociales como macroeconómicos, pueden implicar la cuestión de la planificación económica. De hecho, las propias formulaciones contemporáneas de la teoría económica contemplan elementos socialistas (siempre entendidos como planificación) incluso para objetivos de capitalismos de mercado, e incluso para transiciones de capitalismos más regulados a capitalismos con mercados más liberalizados. Soluciones más o menos socialistas, o de planificación general, son propuestas por las teorías económicas neoclásicas más ortodoxas, para resolver cuestiones como los path dependencies, las tragedias de los comunes y los anti-comunes (el caso de Singapur en cuanto a la planificación general del ámbito inmobiliario o de bienes raíces para no caer en el problema habitacional de Hong Kong, o el caso de Taiwán respecto a reformas agrarias pro-capitalistas para fomentar la pequeña propiedad y una economía capitalista que nazca de la competencia), intervenciones micro pero sistémicas en casos de monopolio o resolución de conflictos oligopólicos para impedir dilemas del prisionero como los de, por ejemplo, las guerras de precios. Obviamente, es comprensible que en Argentina, para un liberalismo en auge, pueda dar urticaria escuchar sobre la necesidad ¡para colmo para el propio mercado! de cierta planificación, y que naturalmente suene a otra excusa más de carteles de capitalistas prebendarios y amigo del estatismo (hoy socios de la izquierda chavista de los K, socios con sus intereses especiales y encima increíblemente limitados, como Mendiguren). Es absolutamente comprensible, y razonable, porque de hecho así ocurre en la mayoría de los casos. Pero no en todos: a veces no es una reificación izquierdista; basta con ir a las citas de Hayek respecto a la necesidad de que incluso las políticas pro-mercado más profundas requieren de una constante planificación para apuntalar (no para reemplazar, insisto) al mercado y por ende a un modelo de capitalismo liberal (Foucault solía recordar críticamente este punto en Nacimiento de la biopolítica, aunque buscando una contradicción donde en realidad no la había). Así que debemos tener ojo a este punto: no se trata sólo de los conservadores o los nacionalistas; los liberales también adoptan criterios socialistas (en tanto son, con excepción de los austríacos miseanos, frecuentemente economistas matemáticos con una aceptación de la realidad macroeconómica y de soluciones macro en forma colectiva). Ven que una sociedad de masas, basada en mercados anónimos, son los que más vacíos encuentran para la acción colectiva o una coordinación común, y por lo cual deben valerse de planificaciones exógenas subsidiarias, incluso cuando el plan económico que se busca se dirige hacia una posición de mayor uso del mercado para la coordinación de dicha sociedad (de mercado, valga la redundancia).
Ya saliéndonos de la cuestión propia de la modernidad respecto al más eficiente funcionamiento de la economía capitalista y de sus instituciones (tema en el que los liberales han tenido su mayor interés y su área más fructífera de estudio), podemos pasar hacia la interrelación entre la posición de derecha y las diferentes ideologías a las que se pretende recordar su actual ubicación de derecha en un abanico político cada vez más izquierdizado (aunque la polarización se de en ambos sentidos). Así que en la práctica, en el actual contexto, la pregunta entendible es: ¿qué puede ofrecer el socialismo a liberales, nacionalistas (o patriotas) y conservadores? A nivel retórico, probablemente el actual contexto no ofrezca la mejor de las publicidades, sin duda. Hoy hablar de “releer ideas socialistas” (aun cuando muchas han nacido incluso dentro de posiciones de derecha, sean en sentido estrecho o amplio), no es buen marketing político en el medio de la asfixia latinoamericana de estatismo programático e izquierdismo ideológico, y hasta generaría una confusión enorme entre la nueva derecha. Pero, aun así y todo, alguien debe recordar esta cuestión, ya que la propaganda y la estrategia para triunfar políticamente no deben nunca “llevarse puestos” a la diagramación del modelo político-económico ni a la legitimación del mismo. El liberalismo y el nacionalismo son necesarios, no sólo porque implican tomar posiciones de derecha específicas, ni porque dependan de ser articulados en una derecha mayor: son necesarios porque si la nueva derecha va a pretender que una sociedad moderna funcione, requerirá de la comprensión económica y legal de los liberales respecto de su sociedad civil, y requerirá de la comprensión de los nacionalistas del contexto colectivo del espacio público hacia adentro (localmente) y hacia afuera (geopolíticamente), aun cuando ambas cosmovisiones restrinjan ciertos aspectos propios en función de elementos de derecha. Ahora bien: ¿por qué no me estoy refiriendo aquí a los conservadores? Porque, precisamente, como planteo en este ensayo, es el conservadorismo el elemento de la ecuación que lleva hacia la derecha a liberales y nacionalistas. Los conservadores no deben “aprender algo” de la derecha: ellos son la derecha. Por eso, cuando digo que la derecha debe aprender algo de liberales y nacionalistas, en rigor estoy refiriéndome a lo que deben aprender los conservadores. Dicho lo cual, todo esto mismo aplica a la relación entre socialismo como cosmovisión moderna, hoy prácticamente monopolizada por la izquierda, y la derecha conservadora como cosmovisión reactiva a la modernidad (esto es, el conservadorismo a secas, pero también lo que hay de conservador en ciertos actuales liberales y nacionalistas desde el siglo XX).
A manera de conclusión: así como hay liberales que se han acercado a la derecha en sentido amplio, y para ello han concedido cosas, muchas veces cambiando de nombre por el de ordoliberales (o liberales del orden) y luego hoy, en referencia al antiglobalismo conservador, el de “paleo-libertarios” (o, mejor dicho, paleo liberales-libertarios); así también hay nacionalistas que se han acercado a la derecha en sentido amplio, y para ello han concedido cosas, hoy por hoy aceptando ser renombrados como “patriotas” (en parte para evitar confusiones en el mundo de habla hispana con los secesionismos; en parte para aislar el elemento estatista de cierto nacionalismo). Y, así también, hay socialistas que se han acercado a la derecha en sentido amplio, y han cambiado usualmente su nombre, a mediados del siglo XX, por el de socialcristianos. Dejar afuera a estos últimos es, creo, un gravísimo error. Es dejar afuera, en manos de la centroizquierda, cuando no de la izquierda radical, a todo un sector intelectual especialmente ligado a la Iglesia Católica (y, por ello, el que con más fuerza contiene elementos conservadores, cuando los intelectuales católicos son coherentes con la misma y con la DSI, no con la izquierda estatista infiltrada en ella). La preocupación por la cuestión social, y los temas tratados por el socialismo, era algo muy tenido en cuenta por las cosmovisiones unificadoras de derecha (incluso Ludwig Erhard, el padre del milagro alemán de base ordoliberal, estaba inspirado por un liberal-socialista como Franz Oppenheimer).
Mi propuesta sería entonces que, en vez de hacer una tríada de derechas: 1) liberalismo (o llamado, a mi juicio algo confusamente, “libertarismo”, como si las posiciones anti-Estado o anarquizantes tuvieran una sola posición económico-social), 2) conservadorismo y 3) nacionalismo (o “patriotismo”, si se quiere), creo humildemente que deberíamos replantearnos el asunto. Para empezar, porque el conservadorismo no tiene alas de izquierda: es la derecha misma, pero especialmente porque en tanto ideologías modernas, tanto liberales como nacionalistas se ocupan de cuestiones propias de la sociedad moderna que están incompletas sin el análisis de los socialistas. Por esto es que, así como hubo liberales y nacionalistas de izquierda y derecha, también hubo socialistas de izquierda y derecha. Volver a dejar abandonada a la “cuestión social”, como ocurrió luego de la primera guerra mundial, es dejarla como posible presa de nuevas versiones futuras (y algunas presentes) del bolchevismo y el fascismo, cuando siempre fue terreno de estudio del conservadorismo. Las ideologías que tienen alas de derecha (y de izquierda) son la nacionalista, la liberal y la socialista, y el elemento conductor para que dichas alas signifiquen ser parte de una derecha en sentido amplio, es precisamente que adopten y negocien elementos con el conservadorismo, que es esa derecha en sí. Y viceversa, los conservadores deben hacer lo propio si desean ser parte en el poder dentro de una nación, una economía y una sociedad modernas. Por eso los elementos políticos a unificar son, a mi juicio, realmente cuatro: tres modernos, por un lado, y uno para-moderno, por el otro. Este último es el conservador, que es sencillamente el nexo entre la derecha en sentido puro (lo que llamamos tradicionalismo) reflejada y realizada sin ideologías en otra sociedad (sociedad que no es otra que, precisamente, la sociedad tradicional).
¿Qué pueden, pues, darse entre sí cada cosmovisión en el contexto actual? Como bien dice Agustín: un nacionalista (o patriota) puede dar a un liberal una protección geopolítica a un aumento del poder político dirigido por la gobernanza global, y viceversa un liberal puede dar a un nacionalista una defensa de las tradiciones frente a la amenaza totalitaria de su propio Estado en tanto proxy de esa misma gobernanza global. El nacionalista/patriota no-estatista, respecto del liberal/libertario no-progresista, tienen algo que ofrecerse mutuamente. (Lo mismo puede decirse, sin duda, de la reciprocidad entre liberales/libertarios y conservadores, y entre nacionalistas/patriotas y conservadores; aunque, como dije, los conservadores tienen un beneficio que sacar sólo en tanto han aceptado prosperar en una sociedad moderna. Los tradicionalistas no tienen casi nada que recibir.)
Dicho esto ¿acaso no pueden liberales/libertarios ofrecer nada a socialistas, ni los socialistas nada a los liberales/libertarios? Pues mi punto aquí es bien concreto: los liberales/libertarios necesitan una prosperidad general que no siempre el mercado asegura salvo en formas tan desiguales que les generan conflictos, no sólo políticos sino también ideológicos, puesto que su valoración del acceso a la propiedad productiva subsiste, y sin una mejor garantía de que el capitalismo sea más participativo, lo que queda como mercado mayoritario es el mercado de trabajo (o sea: sólo la posibilidad de tener propiedad sobre la propia fuerza de trabajo), luego resta una clase media adelgazada, y por ende un interés endeble a escala popular en la protección de la propiedad privada capitalista. Lo que los liberales necesitan aprender de los socialistas es, pues, la necesidad de un capitalismo popular, antes de que los socialistas se izquierdicen y confundan de vuelta a todos con que lo popular puede ser encarnado por un Estado deficitario, desinteresado por sus consumidores, y cuyos pocos ingresos de nada valen ser repartidos, en tanto, en nombre de atacar el lucro de la propia empresa, no sirven como moneda para beneficiar a los consumidores que deberían ser su fin. Que los liberales entiendan lo que hay de válido en los análisis de ciertos socialistas (y recordemos que hubo hasta economistas austríacos socialistas, como Friedrich von Wieser, que fue en realidad la mayor influencia sobre Friedrich A. Hayek). Requerir del análisis crítico de muchos socialistas, y hasta de ciertas soluciones planificadas, no significa salirse en nada de la promoción de la lógica capitalista o de mercado. Viceversa: los socialistas que valoran las libertades individuales, verán que pueden integrar sus principios con la articulación mercantil de una sociedad capitalista, que no tienen por qué buscar el punto medio de un socioliberalismo estatista y keynesiano, y muchos menos que para concebir un plan económico coordinado por el Estado deban recaer en un estatismo dirigido, o peor aun en el colectivismo estatal como parte de una planificación general de propiedad gubernamental. Los socialistas (de izquierda o derecha, en sentido estrecho o amplio) pueden ver que sin el análisis liberal no han entendido por qué han sido funcionales no sólo a dictaduras totalitarias de partido único, sino a peores desigualdades sociales que las que pretendían solucionar desde las alturas, generando situaciones de privación y escasez inimaginables en una sociedad de consumo, además de incluso, paradójicamente, desorganizaciones económicas sistémicas como las mencionadas por Brutzkus y Polanyi en 1935 (sintetizadas con precisión por Paul Craig Roberts), los ya clásicos principales estudiosos de la cuestión del modelo “soviético” con sus diferentes aproximaciones teóricas como Kornai (“Economía de escasez”), Oushakine (“Economía del almacenamiento”), Portes (“Economía del desequilibrio”), así como los sintetizadores como Ellman, y hasta marxistas como Astarita entre tantos otros, respecto al llamado “socialismo real”, y ni hablemos del previo y mucho más sencillo “comunismo de guerra” o “comunismo integral”, cuya defensa a manos de Bukharin, Neurath y Kantorovich confrontó las respuestas inmediatas de Weber, Mises y Brutzkus entre 1919 y 1921 (desgraciadamente la crítica de Mises siguió siendo válida para aquél sistema delirante sólo repetido por Pol Pot, pero luego fue adoptada y perpetuada como “la” respuesta al modelo del “socialismo real” o “soviético” de metas de producción como sistema de “lucro” subsidiado para las firmas estatales).
En fin, como se puede ver, se repite la colaboración ideológica anteriormente mencionada, ya que lo mismo puede decirse, sin duda, de la reciprocidad entre socialistas/socialcristianos y nacionalistas, así como, sobra decirlo, entre el pensamiento conservador y estos análisis socialistas sobre la importancia de una buena cohesión social; más por cuanto, precisamente, siendo el conservador el nexo de derecha, la relación entre su valoración de la armonía social y su desprecio por la proletarización de la sociedad, va de la mano estrechamente con la cuestión de la solidaridad y unidad social apuntalada políticamente, precisamente cuando estas no pueden realizarse vía los cuerpos intermedios, comunitarios, de la sociedad moderna... situación que el conservador de fines del siglo XX no sabe enfrentar con claridad socioeconómica, y que el socialista a solas, aun con ideas de fondo de derecha, no puede resolver sin caer en el estatismo ya que sin el elemento conservador recaerá en una cierta animadversión modernista por las soluciones de naturaleza comunitaria o corporativa.
No hay que temer por nada de ésto, y lo que aquí promuevo no tiene, ni mucho menos, nada de nuevo: los conservadores se han aliado con el nacionalismo, con el liberalismo y con el socialismo, en diversos momentos de la historia, y han roto lanzas, también varias veces, por buenas o malas razones. Y hay una razón más para no andar con el rabo entre las piernas, que es que esta coalición no es ni puede ser una fusión completa sin limitar el elemento de cada una de las partes. Y esto es una buena noticia, contra lo que pueda parecer. Por un lado, las propuestas nacionalistas de derecha no pueden ser enteramente de derecha (i.e. conservadoras) y, a la vez, enteramente nacionalistas en el sentido moderno del término como cosmovisión centrada en el Estado-nación (si intentan ser cabalmente las dos cosas, adulterarán un elemento o el otro, como en el caso del integrismo, el fascismo, el militarismo o el nacionalismo católico); por el otro, las propuestas liberales de derecha no pueden ser enteramente de derecha y, a la vez, enteramente liberales en el sentido moderno del término como cosmovisión centrada en la sociedad contractual que requiere de coordinarse con mercados libres y empresas capitalistas (si intentan ser cabalmente las dos cosas, adulterarán un elemento o el otro, como en el caso del objetivismo, del tecnocratismo, de cierto libertarianismo metaético o incluso el pensamiento neo-libertario). Finalmente, las propuestas socialistas de derecha no pueden tampoco ser enteramente de derecha y, a la vez, enteramente socialistas en el sentido moderno del término como cosmovisión centrada en la organización consciente del espacio público (si intentan ser cabalmente las dos cosas, adulterarán un elemento o el otro, como en el caso del futurismo, el fascismo o el sindicalismo católico).
La réplica tradicionalista a la “concesión conservadora”
Ahora bien, más que lo anterior, lo que me llamará la atención es que al lector no le pase lo
mismo que me ocurriera a mí, y es eventualmente perder de vista que en toda esta explicación hay un problema
sin resolver. Tiene que ver con el tipo de objeción que un tradicionalista como
José Miguel Gambra podría hacernos: “Sí, está bien, el conservadorismo, es la
forma en que como remanente se conserva la tradición dentro de la sociedad
moderna del “cambio sin sentido”, pero ¿por qué conformarse con tan poco? Sí,
es cierto, el conservadorismo es, paradójicamente, el que mantiene vivas las
instituciones premodernas que salvan a la modernidad de sí misma, pero ¿por qué
salvar a esta sociedad?” Ambas preguntas son una respuesta: ¿por qué salvar el
capitalismo y el estatismo? Si el individualismo mal destilado del primero es
el corolario de una forma de explotación espontánea, y si el colectivismo
vuelto el callejón sin salida del segundo termina siendo el corolario de una
repetición consciente del despotismo oriental… ¿qué estamos haciendo?
Éste es un
problema que he analizado en varios artículos en mi forma algo improvisada, en
especial en “Sell fish”, pero creo que la mejor forma de responder por la positiva,
es que es necesario defender este sistema, ante la falta de una mejor opción.
No se trata meramente de apostar por una sociedad de mercado sólo cuando todos
tengan su propia porción del capital global, a la manera, en cierta medida, del
distributismo. Ojalá se pudiera, pero aun si no se puede lograr, por motivos
intrínsecos o contingentes, teóricos o prácticos, sería lo mismo. Es algo más complejo
de justificar, y es que ya no quedan islas de vida social pre-moderna, sino
elementos de ésta reintegrados en la modernidad. Estos elementos conservan, sin
embargo, su sustancia original (la familia por ejemplo, aun en su forma nuclear),
su espíritu incluso, cuando dejan de estar articulados en los líquidos y
sólidos de la modernidad. Y, por ahora, es lo poco que se puede salvar. Ya no
quedan esperanzas de que puedan ser reintegrarlos en aquel recuperado mundo
cristiano, el primitivo o medieval, en el que nacieron y subsistieron. Esta es
la intención tras un texto de Schumpeter, que recomiendo, titulado ¿Puede
sobrevivir el capitalismo?, que explica el rol clave del conservadorismo
dentro de la modernidad. Rol no tanto para salvar a la modernidad estable de sí
misma, cosa que claramente hace, sino específicamente, para salvar lo bueno que
en ella todavía sobrevive a pesar de su creciente desertización social, lo
corruptor de su cultura, lo deletéreo e inane de su espíritu. Porque los modernistas
conscientes, los radicales con sus revoluciones planificadoras, intentan,
aunque lo nieguen, rehacer una nueva modernidad, en la que lo malo sobrevive
sin sus buenos elementos. Primero lo intentaron los totalitarios, los jacobinos
devenidos en bolcheviques, los bonapartistas devenidos en fascistas, pero no lo
pudieron lograr salvo en forma bruta, persiguiendo el corazón cristiano en vez
de conquistándolo. Ahora lo intenta con este nuevo monstruo de mil cabezas en
que se ha vuelto el progresismo global, económicamente “metacapitalista” y
políticamente “metaestatal”, en su forma más acabada en el siglo XXI, en el que
está logrando hibridar lo malo del mundo occidental moderno, y destruyendo todo
lo bueno que le sobrevive, paradójicamente disfrazándose de la apariencia de la
bondad, pero ya sin mencionar su nombre verdadero, como “corrección política”:
un nuevo “Bien”, encarnado como mero moralismo, ya ni siquiera religioso y con
bases fundamentables, sino un “Bien” de remedo, cuyo propio “imperio” (Philippe Muray dixit) se está logrando en todas las esferas. Ésta sería, pues, mi
respuesta a los tradicionalistas: sí, tienen razón, pero ofrézcanme un lugar
donde el origen de su tradición puede ser revivido, y allí podremos avanzar.
Mientras tanto, debemos salvar el bien allí donde esté, aunque se lo encuentre
como añicos.
Ahora, al
fin, pasaré al tema más perpendicular a todo lo anterior; tema sobre el que he
estado reflexionando últimamente, y que implica un desafío a toda solución
unilateral, una objeción frente a la cual, si no se responde con atención, toda
batalla cultural resulta epidérmica y, lo que es todavía peor, sin
justificación vital alguna. El tema es realmente complejo, mucho más profundo
de lo que parece, y con una resolución que apenas puedo entrever. Pero creo
que, aunque parezca muy distante a la cuestión social, cultural, política, de
la “nueva derecha”, es un imperativo que atraviesa transversalmente a la misma.
Va mucho más allá del tópico obvio y evidente del sustrato necesario religioso
como primera condición necesaria, aunque sin duda no suficiente, para una
contrarrevolución general contra todos los males de la modernidad, o paridos
por ésta. Va a una tema que hasta podrá parecer, precisamente porque todos ya
somos “hombres modernos”, un desvío hacia la teología, y aún más a la mística,
pero que tiene una evidencia histórica realmente sorprendente y clarificadora,
y que nos revela la existencia de una sustancia para la persistencia de toda
vida cultural que no sea artificial, y que una vez comprendida resulta tan
abrumadoramente importante, que luego costará fundamentar todo lo demás que
tratemos sin responder el desafío que implica.
Cultura,
religión y divinidad: un extraño anexo
Yendo pues entonces
a mi reflexión final sobre el “rol” de la religión, me di cuenta del siguiente
problema a considerar, que deberíamos desdoblar en dos partes. En una primera
instancia, está el motivo epistémico moderno que nos lleva a desconocer el
problema de fondo y en conjunto: una aproximación que nos limita al tipo de
análisis que busca la estructura lógica de la religión por fuera de sus propias
referencias sensibles de quienes participan en las comunidades religiosas, y
buscando sus causas en la articulación organizativa de las mismas (lo cual yo
mismo hacía, aun teniendo en cuenta el potencial componente sobrenatural, pero
nunca buscándolo, ya que me bastaba con su resultado sociológico), o lo que es
más empobrecedor: en sus trasfondos psicológicos, causas políticas en el poder
en sentido moderno, en cuestiones económico tecnológicas, o bien económicas en
sentido más vulgar y derivadas de un sentido moderno del beneficio. O sea:
considerar los condicionantes subyacentes de la estructura cultural de una
religión, como si fueran la naturaleza del contenido religioso en sí mismo.
Y es así que
di cuenta de algo más: la posibilidad de que la causa de que analicemos dicha
forma a las religiones, es la misma causa del problema de llenar el vacío de
cosmovisión trascendente con una reintegración religiosa exógena para las
sociedades modernas, y todavía más, de la necesidad de una sustentación externa
para las religiones mismas.
Si esto es
así (y es algo que ahora lo tengo en mucha consideración), entonces también
compete a la cuestión de la batalla cultural, ya que creo que ninguna cultura
puede sobrevivir sin preservar sus raíces, si estas carecen de alimento o
sencillamente se han mutilado. Y eso es lo que ocurre, precisamente, con la
cultura occidental, ya que la religión es su raíz, como lo es la de toda
cultura. Hoy la cultura occidental es una sombra ilustrada, que vive de
raciones espirituales de alimento que provienen de aquí y de allá, y
últimamente más del racionalismo espiritual de la “New Age” que de la
espiritualidad privada de los protestantes, radicalizada emocionalmente en el
caso de los pentecostales. Cuando Nietzsche dijo que “Dios ha muerto”, se
refería a que la religión ha muerto en el corazón de los hombres. ¿Pero sólo
del corazón? No hay forma de que se preserve en el corazón algo que no se cree,
así como no se puede amar algo de lo cual se dude su existencia. Sin duda la
religión cristiana tiene una particular dialéctica razón-fe, pero no excluye
los milagros. No podría, porque la fe y la razón los incluyen, y no los reducen
a un único momento histórico. ¿Cómo eran percibidos? El carácter potencialmente
empírico-racionalista de la Cristiandad de sus orígenes, ya naciente en el
primer judaísmo y afianzado luego con la Iglesia primitiva, que en la Edad
Media occidental desarrolló la ciencia y las universidades ¿cómo se permitía un
autoengaño semejante cuando decía presenciar milagros frecuentes? Todavía más:
en las sociedades religiosas, donde no había ningún método ni cultura
filosófica ligada a la comprobación o corroboración, ¿qué era lo que las
poblaciones oían y veían al percibir milagros? Donde la distinción entre lo
natural y lo sobrenatural casi no existe ¿cuál era la necesidad de buscar lo
segundo? En los relatos de los hombres y mujeres de dichas civilizaciones,
encontrados por la labor arqueológica, no se habla de meras interpretaciones de
fenómenos naturales. Y he aquí que mi interés en la cuestión entroncó con
ciertos estudios al respecto, que trataré más adelante, pero que puedo resumir
brevemente así: las experiencias espirituales, literalmente vividas,
visualizadas y escuchadas como fenómenos sobrenaturales, ocurrían más
frecuentemente en las sociedades religiosas no mediadas por instituciones
eclesiásticas, que en aquellas cuyo esqueleto eclesiástico conducía la mayor
parte de la vida religiosa. Y son precisamente dichas sociedades más místicas
que fideístas y/o racionalistas, las que usamos como ejemplo paradigmático de
la fuerte cohesión social premoderna tan cara al tradicionalismo (aun cuando
cada tradicionalista defienda como válida tal o cual forma de arraigo espiritual,
tal o cual fe religiosa producto de ésta, y por ende tal o cual orden social
tradicional derivado de la misma). Si lo que se busca es que una cultura
sobreviva, necesita de una cosmovisión. Pero ¿qué cosmovisión puede sobrevivir
sin siquiera una visión? Quizá precisamente sea la falta de una visión de ese
cosmos de sentido, lo que haga que desaparezca de las conciencias a nivel
sensible, espiritual a nivel no sólo emocional sino también fenoménico. Y el
sucedáneo de una articulación eclesiástica de esa espiritualidad todavía
vivida, es una cosmovisión cualquiera: desde una ideología hasta cualquier
cientismo que pretenda un cierre más o menos acabado de la interpretación del
mundo, por más abierto que se disimule dicho set de creencias científico-técnicas.
Quizá,
precisamente, hayamos omitido una ruptura más, un corolario disociativo más, en
la famosa escisión moderna occidental de la cultura. Ya no simplemente la
separación entre fe y cultura, y luego de la sociedad en general, lo político y
lo económico en particular, que deja a la religión como algo “visto desde
fuera”, sino que precisamente el corolario principal, e —intuyo ahora— previo a
esta disociación, provenga de un primer quiebre entre vida espiritual y vida
religiosa, luego entre vida religiosa y vida eclesiástica, y finalmente entre
guía eclesiástica y sociedad religiosa (esto último podríamos encontrarlo en el
origen del protestantismo). Esta escisión, que varias veces dislocó
completamente civilizaciones premodernas enteras, pudo desarrollarse en una
forma secularizada, precisamente dentro de la fe cristiana, que tiene en
consideración una existencia donde Dios no está presente de continuo, a
diferencia de esa jerarquía de dioses, tanto de pueblos como individuos y
familiares, que podemos encontrar en la compleja vida religiosa, fruto de una
presencia, visible y audible, desde el Antiguo Egipto hasta la Antigua Atenas,
e incluso dentro de las casas de las aldeas del Imperio Romano, con sus
pequeños dioses familiares y hasta personales. La desconexión entre el mundo
sobrenatural y el natural, al punto de tener que tener fe en su posibilidad, y
no meramente en su contenido de fe, es el verdadero punto de quiebre. El hecho
mismo de que estemos buscando hablar de la religión evitando la cuestión
espiritual, es muestra de que el sistema nervioso mismo de la religión, que es
la vivencia espiritual y sobrenatural, no sólo no está presente, sino que ha
desaparecido. No es que nuestra radio con Dios encuentra pocas veces señal,
sino que la radio misma ha desaparecido. Pero ¿qué era esta radio? Aquí la
cuestión puede ser encarada de dos formas: una cohesión de creencias formadas
por la experiencia indirecta o directa de fenómenos sobrenaturales (o si no se
los considera posibles, por sugestiones o autoengaños extrañamente bien
coordinados), o por la cohesión organizada directamente por estos fenómenos
sobrenaturales en la forma expresa de entidades sobrenaturales (o si no se los
considera posible, por alucinaciones sistemáticas, también extrañamente bien
coordinadas). La primera tesis es la usual en la historiografía dedicada a los
fenómenos religiosos, la cual eventualmente puede incluir retazos de la
segunda. La segunda, en cambio, en su forma cabal, es la tesis provocadora de Julian Jaynes. Ambas tienen grandes problemas, pero también ambas explicarían
muchísimo. Ninguna de las dos debería por qué excluir el carácter sobrenatural
de estas experiencias espirituales, pero por lo pronto podemos decir que este
tipo de enfoque reconfigura casi completamente el problema de la poca vitalidad
de la fe religiosa, y en el caso de la caritas cristiana, su colisión
con el sustento espiritual que lo alimenta.
“Ruptura
de la mente bicameral”: ¿fin de un fetichismo hipnótico o sordera sobrenatural?
En cualquier
caso, la tesis de la teoría de la modernización se sostiene, sin necesidad de
aceptar la tesis de Jaynes, aunque la fuerza que obtiene es mucho más grande si
se la acepta, puesto que tal caso la hipótesis de la cohesión religiosa para la
sociedad premoderna, casi se transforma en una tesis forzosa. Supongamos por un
momento que la tesis no fuera cierta, o no tan drásticamente como en su
planteo, lo cierto es que nos encontramos con que la religiosidad vívida de los
premodernos, desde pueblos a noblezas, caciques o reyes, es central para que se
forme una curiosa coordinación en la acción social. No aparecen ni remotamente
dudas ante la presencia del universo sobrenatural. Es algo vivido como si
se presenciara. Esto es aceptado tanto por los proponentes como por los
detractores (especialmente por éstos, que necesitan afirmarlo con más fuerza).
No hay forma, sino, que se genere una subsunción tan drástica del individuo en
la cultura. Su personalidad es fuerte y rica, pero su sentido del “yo” está
casi ausente. Al surgimiento de esta autoconsciencia individual se la ha
tratado incluso en la psicología social como “proceso de individuación”,
característico del Occidente cristiano, de su forma de producción aun siendo
comunitaria, y en particular de ciertos particulares elementos de la mentalidad
“feudal” (ver Pernoud y Heers al respecto), cuyas condiciones previas de
desarrollo aparecen ya a nivel popular en los espacios burgueses de la Edad
Media tardía, y luego absorbe a todos los estamentos además de los sectores
campesinos del pueblo, para transformarse en un estado de consciencia general
durante el Renacimiento para las noblezas, y con el protestantismo entre las
altas y medias burguesías, en diferentes formas.
Pero ahora
adoptemos la tesis de Jaynes, y veremos que la situación pareciera ser mucho
más evidente, y casi forzosa: el hombre comunitario y ligado a su folklore
social, tiene un estado de consciencia no sólo distinto respecto a su
individualidad en las relaciones con su mundo social, sino de su personalidad
como tal, comunitariamente coordinada, respecto a la vida religiosa que era una
suerte de capa visible y audible, fusionada como directora invisible de toda la
vida comunitaria. En la situación de la llamada “mente bicameral”, el hombre
está en contacto directo con sus dioses y espíritus de familiares, y lo está
porque la sección del cerebro que es especular al área de Wernicke está
cumpliendo una función alucinatoria constante y coherente. No es caótica ni en
estado de desintegración de la personalidad, como en el caso de la
esquizofrenia, que se da en forma dislocada del resto. Pero, en cualquier caso,
lo revelador de los trastornos que generan alucinaciones auditivas y visuales,
como es el de la esquizofrenia, es que nos hace patente una función psicológica
con un “hardware” neurológico (en sentido amplio, no meramente morfológico)
preparado para ella. Las enfermedades o trastornos que generan delirios
alucinatorios no son como cualquier otro padecimiento psiquiátrico, donde
simplemente vemos perturbadas funciones que se dan normalmente en el individuo
sano. En este caso ocurre algo muy distinto: el trastorno despierta una función
dormida, como ocurre con las propiedades de muchísimos autistas o aspergianos.
Se ha descubierto que estas funciones no son posibles debido simplemente a la
patología privando de funciones al individuo, ya que existen trastornos que son
lo opuesto a limitaciones, como en el caso de individuos que preservan por
tiempo indefinido el recuerdo de todos sus actos, sin que su socialización sea
vea alterada, ni su comunicación restringida o encriptada, ni la interpretación
de los códigos conductuales se vean perturbados en forma alguna, logrando que
en su comportamiento sean individuos absolutamente sanos. Se suponía que
olvidar era una función necesaria para mantener en el inconsciente toda la
memoria sensorial subyacente, y dejarle a la consciencia contenidos de memoria
en proceso y ya conceptualizados, pero estos individuos parecen capaces de
ambas cosas (quizá sea una necesidad para evitar cierto fenómeno de saturación
o poder dejar libre la mente consciente para otras funciones potenciales, pero
en tanto individuos con capacidades cognitivas normales, esta suerte de memoria
preconsciente sin extinción no resulta obstáculo alguno dado un coeficiente
intelectual promedio). Pues bien, algo parecido, ocurría en el caso de la mente
bicameral. Pero sólo parecido: la hipótesis de la mente bicameral de Jaynes
implica un hombre igualmente funcional, pero radicalmente diferente: en él
convive su “yo”, como una “consciencia” pasiva, no volitiva, residiendo en el
hemisferio izquierdo (como en general ocurre en nuestro caso, al menos en el
área de Broca respecto al lenguaje); a lo sumo subsiste como consciencia
inteligente pero en un sentido meramente sensible. Sin duda que la consciencia
así entendida sigue existiendo en la “mente bicameral”, pero por eso, para
entender la tesis, debemos tener bien claro cómo usa el autor el término “consciencia”:
lo hace en una forma distinta, ligada a la volición autorreflexiva, y a la narración psicológica de los objetivos a
realizar, cosa ésta, la “mente consciente” (consciente, repito, en términos de
Jaynes) que nos es algo que imaginamos ahistórico, pero que según esta teoría,
no existiría en la situación de la “mente bicameral”. En el sentido del autor,
la volición y el lenguaje están bajo el mando de entidades espirituales (aunque
a veces también materiales) alucinadas, con lo cual la persona tiene voluntad,
sí, pero el centro de gravedad para la toma de decisiones queda depositada en
entidades superiores y con capacidades sobrehumanas alucinadas, generadas en el
hemisferio derecho, que se imponen luego en diálogos permanentes con su lado
consciente, en el hemisferio izquierdo (siempre hablamos del caso de personas
diestras, pero da igual, ya que en el caso minoritario de los zurdos la situación
no cambia: es exactamente la misma, sólo que las funciones están invertidas en
el cerebro, y nadie desde fuera nota la diferencia). El individuo se entiende a
sí mismo como, en general, el sujeto de dicha voluntad externa, que lo guía y
le genera sus acciones personas, y en especial su universo cultural, y desde
allí toda la organización social, económica y política.
Para
comprender la tesis general de Jaynes y de muchísimos psicólogos, antropólogos,
historiadores y hasta sociólogos que adhieren a esta idea, remito a su libro y
al libro posterior que otros autores han escrito como continuación al mismo.
Por lo pronto, es importante tener en consideración algo que el creador de la
tesis no tomó demasiado en cuenta: si la espiritualidad es la que provee de una
cosmovisión integral del universo y por ende de una noción de cosmos integral,
con leyes generales universales y un espacio-tiempo compartido e integrado
(idea de “mundo” en términos de Kant) ¿cómo es que se plantea vivir sin ésta?
El propio Jaynes habla al respecto, y extiende su crítica a las ideologías como
pseudo-religiones, ya no sólo al “cientificismo”, sino a las cosmovisiones
científicas en sí mismas. En menos palabras: hasta los paradigmas de Kuhn
serían una suerte de residuo religioso de la mente del hombre bicameral. Los
paradigmas compartidos en las “comunidades científicas” serían también una
suerte de ideologías, o, mejor dicho, formas de comprender el mundo,
dependientes de una necesidad de coherencia integral del cosmos que es propia
de las ideologías (sin ningún fundamento sólido) y en las religiones (con un
fundamento sólido, pero ilusorio). Y aquí el punto llega a casi un callejón sin
salida, con dos opciones: la primera opción, casi feyerabendiana, a la que
llega Jaynes, es que toda potestad dada a las ciencias como método para validar
conocimiento es prácticamente una ilusión. Para éste, las ciencias, si
siguieran la lógica del hombre consciente (el actual, se entiende, posterior al
hombre bicameral), deberían seguir una epistemología meramente
instrumentalista, y negarse una ontología derivada de la teoría. Pero la causa
de que el autor llegue a esta posición, no es una crítica radical al método
científico como garantía de aprehensión de una realidad coherente, sino la
negación de toda existencia de un orden integrado de la realidad, con lo cual,
si las alucinaciones bicamerales no responden a la existencia de un cosmos
ordenado, sino que son el único sostén del mismo, deja a toda posición atea en un
completo sinsentido existencial, lo cual es coherente, pero a su vez nos
resigna a dicho ateísmo, con lo que a su vez terminamos en una negación de
cualquier forma de orden, y ya ni digamos de sentido, para la realidad. Una
posición todavía más radicalmente nihilista que aquella a la que se puede
llegar de la mano de Schopenhauer. Pero todavía nos queda la segunda opción, y
es que aun siendo verdadera esta tesis, la búsqueda de una lógica subyacente al
cosmos es válida, pero esto implicaría, en Jaynes, paradójicamente, la
necesidad de presumir que las alucinaciones son formas de percibir entidades
reales, y que estamos en un universo natural de origen, y no sólo de base,
sobrenatural: una metafísica para la física, pero también una externa a ésta.
Esta tesis la podemos encontrar, implícitamente o explícitamente, en la gran
mayoría de los físicos teóricos cuando, además de concebir el universo a la
manera de Arthur Koestler en el final de su libro histórico Los sonámbulos,
éstos también adhieren a la interpretación Von Neumann-Wigner de la mecánica
cuántica.
Perdiendo
al amigo ¿imaginario?
No voy a
adentrarme en la cuestión de la verdad de una u otra opción, que significaría
adentrarme en un debate filosófico radical que incluso sería más extremo que el
del conflicto entre “teísmo” y “ateísmo” (aunque claramente tengo mi posición
tomada al respecto). Lo que sí voy a hacer es dar algunos pasos sobre las
consecuencias de aceptar una u otra opción, ya que es crucial para toda la
temática de este artículo, desde principio a fin. Veamos por qué.
Para
empezar, podremos notar que ambas opciones no chocan, ni con la tesis del
hombre bicameral, ni con su rechazo. Sobre que ambas opciones pueden ser
válidas sin necesidad del hombre bicameral, basta con citar a Stephen Jay Gould,
aun sin ser éste santo de mi devoción. Ahora bien, si damos por verdadera la
historia de la humanidad que nos presenta la teoría de la mente bicameral,
estamos en una situación delicada, pero, al contrario de lo que creen muchos,
es más adaptable a una interpretación sobrenatural del fenómeno. Supongamos por
un momento el escenario, casi estrambótico, que éste nos presenta. Todas las
sociedades, se encuentren más en el extremo tribal o en el extremo
civilizatorio, habrían convivido con un universo de dioses, ángeles y todo tipo
de entidades, dando cuenta de fenómenos extramundanos casi continuamente. Ahora
bien, esto no significa que dichos hombres no distinguieran su existencia
inmaterial de su existencia material. Cuando no podían tocar algo, cualquier
objeto, que se les presentaba, sabían que existía, pero en forma inmaterial. Si
lo tocaban, aun podían concebirlo como parte de una naturaleza de la cual podía
desvanecerse. Un ejemplo sería la aparición de un fantasma como lo concibe el
imaginario moderno hoy mismo: ante la aparición de un fallecido, nadie pretende
que si la imagen es vívida y de apariencia material, sea propiamente material.
A menos que haya una luz o algún fenómeno físico implicado, se contempla a la
entidad como real, pero imposible de fotografiar. El fantasma nos aparece a la
mente, pero no significa que exista en nuestra mente. Sin duda, quien no crea
en fantasmas, podrá afirmar que ha sido alucinado, pero el argumento es
insuficiente. La afirmación de quien niega la existencia de fantasmas debiera
decir que se trata de un delirio alucinatorio, y no de meramente una
alucinación. Afirmar que una alucinación es siempre un delirio, es una petición
de principio y un error. Es un error porque yo puedo alucinar una taza, y
aunque pueda ser un delirio si esta no existe, no significa que la idea de una
taza sea delirante. Es una petición de principio porque precisamente quien
afirma que todo fantasma debe ser una alucinación, cree que toda alucinación es
un delirio, pero para definir delirio se refiere a una alucinación, y para
presumir que es una ilusión delirante parte de la premisa de que los fantasmas
no existen. Esto anula toda posibilidad de prueba, y además una incomprensión
de lo que es la percepción. Mucha de nuestra percepción visual es en realidad
mediada por un mecanismo de percepción directo de entidades separadas que exige
que no sea meramente una imagen abstraída intelectualmente y desglosada por
fuera de la imagen. Cuando leemos un libro y confundimos una palabra con otra,
y creemos haber leído una palabra por otra, la realidad es que a nivel de la
consciencia ha llegado una palabra y no otra, pero esto ocurre precisamente
porque todas las palabras que vemos pasan por el mismo filtro, que podríamos
llamar “pseudo-alucinatorio”. Ya no es simplemente la forma en que sentimos
gestálticamente una imagen, sino que se altera la imagen misma en base a la
abstracción elegida para poder interpretarlo en un universo de comprensión.
Tomemos otro
tipo de ejemplo, pero totalmente relacionado: si yo leo un libro, debo ir
conteniéndolo en mi memoria, y cuando accedo a su recuerdo, lo reconstruyo
mentalmente. Sea que recuerde el libro como ha existido realmente, o lo recuerde
distorsionado, o incluso jamás lo haya leído y sea todo éste un recuerdo
distorsionado, la forma en que reside su recuerdo en mi mente (mente
preconsciente, en términos freudianos) es el mismo. El recuerdo verdadero y el
falso se encuentran, y sólo se pueden encontrar, en mi mente. Yo accedo a mi
libro mental, incluso cuando lo tenga entre mis manos. No accedo al libro real
cuando lo percibo gracias a la corteza cerebral, ni accedo directamente a la
imagen del libro en mis ojos, y ciertamente no accedo al libro en sí mismo por
fuera de la vía de mis ojos y mi cerebro. Ahora bien ¿eso hace al libro algo
falso? Volvamos entonces de vuelta a la cuestión alucinatoria: si un amigo ve
un fantasma, o Moisés ve una zarza ardiente, puede que en ambos casos se trate
de alucinaciones. Y, de hecho, lo más lógico sería que así fuera. Especialmente
en el primer caso, a menos que los fantasmas encarnaran, con lo cual ya no
serían propiamente “fantasmas”, excepto que generaran algún tipo de manifestación
física fotografiable (o desagradable y permanente ¡como el ectoplasma en
Ghostbusters!). Para citar otro momento bíblico de ejemplo, aunque bastante más
desconocido, podemos mencionar el momento en que, según la propia Biblia, Dios
hace, literalmente, alucinar a Balaam que su asno le hable y lo critique. Allí,
claramente, la intención de la Escritura no es que pensemos que físicamente el
asno ha hablado: las alucinaciones son descritas, no sólo en la Biblia sino
también en otras creencias religiosas, como un fenómeno normal en el hombre y
capaces de ser distinguidas por éste, a diferencia de lo que ocurre con los
delirios, que también son considerados posibles y distinguibles, en este caso,
por otros, o por uno mismo a posteriori.
Cuando la
aparición divina no exige alucinaciones como vía de comunicación, el elemento
sobrenatural invade no sólo la mente natural a través de su encarnación
corpórea, sino que realmente actúa alterando el mundo físico (el caso de Jesús
resucitado) o manifestándose dentro de él como entidad metafísica directamente,
adoptando una apariencia física dentro del mundo natural (los ángeles, por dar
un ejemplo impactante). Si nuestra mente es capaz de crear visiones
alucinatorias, nada impide que estas puedan representar entidades reales,
aunque se disfracen de apariencia material, lo cual es lógico puesto que ¿qué
otra forma habría de percibirlas en forma sensible, si no es traducidas a una
percepción visual, auditiva, táctil, gustativa u olfativamente? Quitando la
intuición directa y la impresión mental sin elementos sensibles (mística, si se
quiere), cualquier comunicación externa con la mente debería requerir algún
tipo de representación interna en la mente, y eso implicará una alucinación. Si
concebimos tal comunicación de una mente a otra, y aún más importante: si
tenemos una creencia religiosa de tipo trascendente y sobrenatural para dichas
entidades conscientes, resulta que no tendría sentido pensar que las
manifestaciones milagrosas de comunicación deban ser físicas en la mayoría de
los casos, sino al contrario. A menos que un ángel o Dios hable a alguien
generando un sonido grabable, la visión dentro del espacio de la percepción en
el cerebro sería lo más adecuado: llegar a la mente directamente, y generar una
representación a escala humana de lo que se percibe, que en este caso será un
sonido. Lo que sea que ocurra, deberá ocurrir dentro de la mente, o nunca
llegará al sujeto. Incluso en caso de que Dios hable a una persona mediante “sonido”
que viaje por el aire, hasta que éste no viaje por el aire como vibraciones que
llamamos “sonido”, resuene el tímpano y genere una percepción sensible,
resultará que dentro de nuestra consciencia no ocurrirá eso que llamamos
propiamente sonido. Para una entidad sobrenatural, serían demasiadas
mediaciones naturales, innecesarias, a menos que confiemos más en la apariencia
de materialidad de lo que deja rastros físicos o pretenda dejar tal entidad
evidencia de algún tipo. Resumiendo, pues: todas las visiones espirituales
sobrenaturales no se hacen menos reales porque el hombre bicameral las
percibiera y el hombre actual no. Esto no podría jamás deducirse de la tesis de
Jaynes. Tal aseveración tendría tanto sentido como decir que si la humanidad de
pronto se quedara ciega, las imágenes que la humanidad llegó a percibir antes
de la ceguera general, eran “reconstrucciones imaginarias de eventos ficticios
o reales, derivados de la percepción auditiva o cualquier otra”. El punto es
saber de dónde provienen estas percepciones que se viven, siempre y en todos
los casos, dentro de la mente: sean las imágenes que nos llegan por los ojos y
luego interpretamos, o las alucinaciones visuales pre-interpretadas y que luego
se traducen en imágenes. En gran medida, pareciera que la alucinación sigue el
proceso inverso a la percepción normal: pasa de una suerte de consciencia final
de lo que en términos de la Gestalt llamaríamos la “figura” o “configuración”,
a su desglose y representación como imagen artificial proyectada sobre el área
de la visión, y esto último es lo que a su vez la distingue de la operación
imaginativa.
Volvamos
entonces a la cuestión religiosa, y el porqué de la importancia de este
aparente divague a medio camino entre la filosofía de la mente, la filosofía de
la naturaleza, la teología y la historia. Las religiones son, como todo
antropólogo suele repetir, el alfa y el omega del origen de la cultura, y su
corolario. Una frase usual en esta carrera, reza que “en el principio fue la religión”. Toda
comunidad humana se ha iniciado y desarrollado mediatizada por la vida
religiosa como estructurante de la cultura, y la cultura estructurante de todo
lo demás. No importa aquí discutir si la religión deriva de alucinaciones
metaestables sobre entidades sobrenaturales ficticias, que vienen a reflejar
una vida social que pareciera no debería ser precedente (visiones de raigambre
positivista como las de Comte y Durkheim, algo problemáticas dado que la vida
social, al menos la cultural, exige el desarrollo religioso simultáneo). No importa
discutir si bajo la forma de creencias ficticias en dichas manifestaciones sin
evidencia sensorial necesaria, salvo por eventuales autosugestiones, deriva de
necesidades de reproducción social en un estadio donde, frente al encuentro
inicial del hombre cultural con la naturaleza, debe tomar la necesidad humana
de una espiritualización de la naturaleza bajo la forma de animismo, para luego
llegar a una separación entre lo divino y lo mundano, con lo propiamente humano
como puente (visiones evolucionistas ontogenéticas de impronta hegeliana, con
una tendencia al desarrollo por estadios, como en Marx y Lukács). O si
simplemente todas estas cosas ocurren al mismo tiempo en forma contingente y
azarosa para su desarrollo, dependiendo de eventualidades separadas de la
historia propia de cada sociedad (visiones de evoluciones filogenéticas de
impronta nietzscheana, donde el desarrollo religioso es siempre arbitrario,
dependiendo de contextos geográficos y eventos externos sin congruencia con
cada grupo humano, y su necesidad solo un azar, como en Freud y Weber). O si,
por el contrario, las religiones son una necesidad que refleja una percepción e
intuición lógica y natural del desarrollo de la mente en la cultura, donde, si
bien la religión no tiene por qué representar en forma fidedigna la realidad
trascendente que hace posible al mundo natural y al universo en general, sí
depende y puede dar cuenta, aun en forma distorsionada, de ciertos eventos
sobrenaturales (visiones sociológicas de la religión no incompatibles con la
aceptación de la sobrenaturalidad espiritualidad o la teología religiosa, como
en Jung, Toynbee o Sorokin). Nada de esto es relevante aquí. Lo que es
relevante es la implicancia de la conexión entre inicio de la historia humana
como especie cultural, la sociedad tradicional, la llamada “economía natural”,
y la conexión entre todos estos fenómenos con la percepción del sentido
espiritual de la existencia para la posibilidad de una cosmovisión congruente
del mundo. Veamos el problema más de cerca, porque no estoy aquí intentando
eludir el desafío del problema teológico y religioso: todo lo contrario. En
esto seguiré a pie juntillas lo que Leszek Kołakowski explica en Si Dios no
existe…
Desde el
punto de vista de Julian Jaynes, las religiones y sus sociedades (en referencia
obvia a los orígenes antiguos de los órdenes premodernos), tienen en general
una tendencia a la desintegración a falta de otra forma de cohesión social,
pero no porque la socialización se haya vuelto un elemento “automático” que el
individuo toma del entorno, sino porque desde mucho antes el elemento de
socialización perdido, era interno y generaba un contexto donde la vivencia
espiritual alucinatoria se coordinaba. Esta condición desaparece cuando la
sociedad es demasiado grande para que los diferentes “dioses” creados por las
mentes bicamerales en forma sincrónica, no pueden comunicarse con todos al
mismo tiempo, o bien las entidades sobrenaturales colisionan entre sí. Explica
así la crisis esporádica de Egipto en el período de 2100 A.C., en general
disparada por fenómenos externos disruptivos. El ejemplo más extremo que ofrece
es el de los mayas, cuyo análisis es interesantísimo, y asombrosamente
original, sin hacer aquí afirmaciones sobre su validez.
El gran
problema que veo en su tesis es la sincronía en las alucinaciones. La forma de
explicar cómo estas alucinaciones eran coordinadas mediante el reseteo
interpersonal de las visiones dispares de los individuos, hasta llegar un equilibro,
no me termina de convencer. Y no es que no me convence sólo por la explicación,
sino por las consecuencias de la misma. Un problema en esta tesis, de vuelta, es
que lleva a dos soluciones: o la tesis de las alucinaciones formadas
enteramente por la mente bicameral como medio del hombre para dar forma a sus
fines desde el inconsciente, o bien las alucinaciones eran una propiedad de la
mente bicameral para percibir entidades sobrenaturales reales. Mantengámonos
por un momento abiertos a esta última posibilidad, no para intentar demostrar
luego la validez de la religiosidad, y luego la verdad de una religión
específica (ya que no todas las religiones pueden decir la verdad sobre las
mismas cosas a la vez). Mi intención es llegar, por otra vía, mucho más drástica
y severa, a (1) la observación del problema vital del ateísmo para el sentido
de la existencia humana y su intrínseca conexión con la necesidad de ausencia
de la presencia espiritual en la sociedad moderna, así como (2) las
implicancias, igualmente drásticas y severas, sobre lo que implicaría la tesis
de Jaynes si el origen sobrenatural del universo es de hecho la situación
verdadera, que implica la necesidad de una presencia espiritual para la
subsistencia de toda religión, y por ende del único fundamento cohesivo (real)
que la sociedad occidental puede ofrecer contra la cohesión totalitaria de la
pseudo-religiosidad ideológica.
Contemplemos
los dos posibles escenarios que derivarían, en caso de mantenerse congruencia
con la creencia adoptada, de ambas respectivas tomas de posición. Para hacerlo
debemos analizar la cuestión como un único problema, puesto que lo es. Para un
católico creyente actual, el hecho de que las civilizaciones ajenas al judaísmo
pre-cristiano y al cristianismo posterior se encuentren en estado de
alucinación constante de divinidades (falsas para él) podría parecer
irrelevante. Como en el fondo es un hombre moderno, pensará que se tratará de
locuras, a diferencia de las visiones y profecías del pueblo judío y luego de
Cristo dentro de su historia y la posterior evolución del cristianismo, con
todos sus milagros registrados. Esta forma de encarar la cuestión me parece
profundamente problemática. Aceptemos que es cierto que el pensamiento judío y
el cristiano se basa en una creciente distancia frente a la mera afirmación de
la divinidad, a la que se exige evidencias, milagrosas, lógicas e históricas
(cada vez mayor en tanto nos alejamos del Antiguo Testamento y nos acercamos al
Nuevo Testamento, cosa que el propio Jaynes ve como una transición de una
religión bicameral a una religión consciente), y, por otro lado, a una
separación de Dios respecto a la religiosidad (tanto en su forma organizativa
como cultural), cosa única en la historia. La segunda afirmación no es de
Jaynes, y ya fue exquisitamente descrita por Alfred Weber en Historia
de la cultura; sin duda creo que tiene un rol clave como corolario de
evidencia de que la religión verdadera pudiera ser la judía en el período
previo a la venida del Mesías, y por ende de la cristiana (o bien de la judía
hasta la actualidad con su cambio talmúdico, si hablamos con un judío en vez de
con un cristiano). Todo esto sería válido, aun cuando las visiones
sobrenaturales también estuvieran ligadas a la necesidad de la mente bicameral
(cosa que Jaynes no contempla puesto que para él las alucinaciones cumplen un rol
de sucedáneo de la voluntad de la consciencia, lo cual sería una refutación, si
bien no de su tesis sobre el comportamiento del cerebro bicameral, sí de su
explicación funcionalista del fenómeno, esto es: naturalista). Pero esta
respuesta del religioso judío y/o cristiano, no soluciona el problema que
genera negar la presencia sobrenatural en las sociedades religiosas
no-cristianas de la Antigüedad. Si toda una sociedad puede alucinar en forma
metódica y sincrónica, y crear complejas civilizaciones ¿cómo fiarse de la
evidencia recopilada en evidencias tanto bíblicas como extrabíblicas? La
percepción de testigos presenciales y los relatos dados por otras
civilizaciones de grandes sucesos sólo inspirados por una revelación divina al
pueblo judío, por ejemplo, comenzarían a tambalear. Podría intentar
corroborarse su carácter distintivo, con el dato de que las evidencias
testimoniales de la resurrección de Jesús superan las posibilidades de que se
trate de resultantes de alucinaciones planteadas por Jaynes, más por cuanto
muchísimos testigos no eran siquiera cristianos… y probablemente sea más que
cierto (a esto se podría agregar lo ya descrito por Alfred Weber respecto a las
eventuales y recurrentes desobediencias del pueblo judío a Dios, cosa que en la
hipótesis de Jaynes debería ser sencillamente imposible). Todo esto creo que
podría, y probablemente sea, una respuesta válida (y verdadera) a esta parte de
su visión. Pero, en cualquier caso, subsistiría el problema de la existencia de
fenómenos sobrenaturales en otros pueblos (aun cuando no fueran inspirados por
Dios). Y esto es muy serio para el religioso judío o el cristiano, si intenta
soslayar como delirios sin alucinaciones, o bien como alucinaciones sin
causalidad sobrenatural, a lo que ocurre en otros credos paganos, no
abrahámicos. ¿Por qué? Porque en los propios textos sagrados de judíos y
cristianos, no se relata que todos los demás pueblos deliraban ni imaginaban ni
se sugestionaban, ni que adoraban por necesidad espiritual a ídolos falsos sin
ninguna presencia sobrenatural. Todo lo contrario: los demás pueblos aparecen
una y otra vez en la Biblia y el Talmud, guiados en forma casi obediente e
hipnótica (cosa que, curiosamente, cierra perfectamente con la descripción de Jaynes)
por todo tipo de dioses menores que, en realidad, para las escrituras del A.T.
(y en gran medida del N.T.) serían entidades demoníacas. ¿Acaso incluso en la
asincrónica vida espiritual de la Atenas en decaimiento de su estado de mente
bicameral, no nos encontrábamos con los grandes autores inspiradores de la
filosofía y la moral cristiana (desde Sócrates a Platón) guiados por “daemons”
que les hablaban y aconsejaban? Por más eufemismos con que quiera
convertírselos en meras abstracciones, los textos leídos incluso teniendo en
cuenta la hermenéutica del contexto cultural, nos hablan de entidades que
dialogan… de verdaderas manifestaciones inteligentes, que hablan al oído y a la
mente de las personas. ¿Cómo es posible esto, o al menos lo anterior? La única
solución coherente sería afirmar que, aun con cierta inspiración divina real
por parte de casi todos los pueblos de la Tierra, para reflejar confusamente la
verdadera revelación del único Dios verdadero, es que otro tipo de entidades no
guiadas por Dios, también intervenían sobre sociedades enteras, de forma
análoga a la que demonios actúan sobre las víctimas de posesión. Incluso hoy
existen pueblos y hasta naciones, como la haitiana, cuyas familias pueden
presenciar a sus familiares muertos, y quedan excluidos en otros países de una
situación de internación psiquiátrica. ¿Qué diablos estaría ocurriendo? ¿Una
condición psicótica generalizada que incluye alucinaciones, a veces incluso de
(presumido al menos) carácter clarividente?
Y aquí es
donde empieza a ponerse ardua la cuestión: si se acepta que las demás
religiones reflejaban una comunicación con otras entidades capaces de
comunicarse con éstas mediante visiones y prodigios de premoniciones y clarividencias,
el debate ecuménico pasa de la teología y el debate filosófico a un tipo de
discusión mucho más parecido al premoderno, y hasta pre-medieval en gran
medida. Si judíos y cristianos se pusieran a afirmar que las demás religiones
también han tenido un diálogo constante con entidades sobrenaturales, pero que
éstas han sido malignas, sea en forma declarada o encubierta, la cuestión
pasaría de vuelta a ser una discusión entre diferentes credos, y no como es
actualmente, una triste charla ecuménica entre creyentes en disenso sobre ritos
y sobre tal o cual hecho histórico, pero sin ninguna presencia cercana. Y
mientras tanto, rampante, crece el “nuevo ateísmo”, hijo bastardo del humanismo
secular. La implicancia más crucial sería, no sólo romper el miedo de tapar los
milagros bajo la alfombra y encapsularlos en metáforas o evidencias muy oscuras
libradas a un cuasi fideísmo, sino aceptar que hoy por hoy estamos en ausencia
de estas presencias sobrenaturales, salvo en casos aislados de fenómenos
parapsicológicos como premoniciones muy claras y precisas, y otro tipo de
visiones que, en cualquier caso, no llegan a conformar un todo coherente
religioso, y cuyo origen divino es vago e impreciso.
Pero sigamos
observando lo provocador de este asunto: si un tipo de religiosidad así
resurgiera; si la capacidad que Jaynes menciona retornara, sucedería que, aun
cuando incluso no nos volviéramos esclavos de las entidades bicamerales, la
sociedad moderna se desmoronaría con una velocidad rampante, ya que el espacio
público laico y secular se evaporaría en el aire. Y viceversa ¿qué ocurrirá si
no resurge? Si toda la tesis anterior es cierta, no hay vida religiosa real sin
la savia de la vida espiritual, y esta savia nace de la conexión, más o menos directa, o cuanto más no
sea sentida, con la presencia divina y los fenómenos sobrenaturales. La
religiosidad estaría (está) muerta, pero no por su forma moderna y protestante
en su articulación, sino que estaría (está) muerta porque Dios ya casi no
habla, ni directamente por vía mística, ni por vía indirecta a través de una fe
que inunde el corazón de una presencia que se sienta más real que el mundo que
nos rodea. El problema de la modernidad y la privatización protestante de la
vida religiosa, no sería la causa, sino a lo sumo la consecuencia de esa imposibilidad
de generar unidad religiosa comunitaria, allí donde no se siente la presencia
de Dios. Nuestros creyentes, especialmente modernos pero incluso anteriores,
estarían haciendo la “vista gorda” al problema de la ausencia de comunicación
espiritual, y como resultado acostumbrándose a simular una experiencia
religiosa cuando en el fondo carece de ella y, simplemente, la usa para
recubrirse con ella mientras vive una vida espiritual donde ésta se encuentra
ausente, oscilando en una vida hipócrita y paralela de negación, o bien
suplantando la falta de experiencia sublime, sea con un extremo moralismo como
en el caso de cierto tradicionalismo católico, o con un emocionalismo también
extremo, como en el caso del pentecostalismo protestante o católico de tipo
carismático. ¿Cuánto puede durar la influencia moralizadora y socializante de
la religión, sin el tipo de presencia espiritual, de experiencia de maravilla y
asombro, que haga a la religión (a lo religante) algo sentido y real para el
sujeto? Sólo así puede tener suelo realmente firme la valoración de la
importancia de la vida más allá de la mera satisfacción derivada de no darle
importancia. La dignidad de la existencia depende de que ésta tenga una
cualidad superior a la nulidad de los meros objetos sin una consciencia que las
genere, lo cual transforma a la muerte no en un evento sino en un
acontecimiento y una evidencia de la crisis de la naturaleza caída. El bien, la
verdad y la belleza, e incluso la seguridad de la existencia misma de estos principios,
depende de la creencia religiosa. Pero aquí quizá estemos constatando la
necesidad de una presencia sensible (al menos comunicada y creída como real) de
lo divino, no abstracta ni filosofada, donde el sentido de trascendencia y la preocupación
por la realidad, que proviene de la fe religiosa en un universo de sentido, se
perciba igual o aún más real que la vida profana, y que afecte con plenitud la
percepción de la propia historia vital como algo relevante y crucial, para un
dios personal con una relación personal, lo cual da un significado
espiritualmente salvífico a la conducta en este mundo. Citaré aquí directamente
a Jaynes, en un párrafo desolador:
La
erosión del punto de vista religioso del hombre en estos últimos años del
segundo milenio sigue siendo parte de la desaparición de la mente bicameral.
Lentamente produce profundos cambios en todos los pliegues y campos del vivir.
En la competencia por entrar a formar parte de los cuerpos religiosos de hoy
día, son las antiguas posiciones ortodoxas, ritualmente más cercanas a la larga
sucesión apostólica que penetra en el pasado bicameral, las que han sufrido o
menguado más por la lógica de la consciencia. Los cambios introducidos en la
Iglesia Católica después del Concilio Vaticano II se pueden considerar que
forman parte de esta larga retirada de lo sagrado que siguió a la aparición de
la conciencia en la especie humana.
La descomposición
o declinación de los imperativos cognoscitivos colectivos religiosos ante las
presiones de la ciencia racionalista, que provocó una revisión tras otra de los
conceptos teológicos tradicionales, no puede sostener ya el significado
metafórico que respalda el rito. Los ritos son metáforas conductuales, creencia
en acción, adivinación anticipada, pensamiento extrapsíquico. Los ritos son
artificios mnemotécnicos de las gran narratización que es el corazón mismo de
la vida de la Iglesia. Y cuando son transferidos hacia cultos de espontaneidad
y despojados de su elevada seriedad, cuando se practican sin ser sentidos y se
razonan con objetividad irresponsable, se pierde el contacto con el centro y empiezan
los alocados giros. El resultado en esta era de las comunicaciones ha sido
mundial: la liturgia libertada fue a dar a lo casual, el pavor reverencial se volvió
pertinencia y se desvaneció esa definición histórica que daba al hombre su
identidad y le decía qué era y qué debía ser.
Estas tristes
contemporizaciones, iniciadas a menudo por los miembros desconcertados del
clero, sólo alientan y dan fuerza a la gran marejada histórica que deben
contener. Va en disminución nuestra condescendencia paralógica con la realidad
templada, suavizada verbalmente: en nuestro camino, nos chocamos con sillas, no
las rodeamos; guardaremos silencio en vez de decir que no entendemos nuestro lenguaje;
insistiremos en la ubicación simple. Es la gran tragedia divina o la comedia
profana según que debamos ser limpiados del pasado o empujados hacia el futuro.
Lo que
sucede en esta disolución moderna de la autorización eclesiástica nos recuerda
un poco lo ocurrido hace ya tiempo después de la disolución de la mente
bicameral misma.
El último
“último hombre”, el Übermensch tinderiano y el transhumanismo “progre”
La situación
actual sólo ofrece una terrible alternativa a la victoria del totalitarismo del
neo-progresismo eco-globalista del siglo XXI: su inevitable colapso en un
proceso entrópico, donde el sinsentido existencial y el vacío ya no pueda ser
reconducido, con lo cual, o dicho sinsentido bien sea anulado mediante fármacos
y manipulación genética vaciando al hombre a una cáscara de casi ausencia de
autoconsciencia (una versión más compleja y realista de Un mundo feliz
de Huxley), o bien la revelación de este sinsentido no pueda ser anulado
y que el entretenimiento, como distracción frente al problema existencial tan
bien descrito por Heidegger, genere un efecto rebote de búsqueda de realidad y
sentido, justo en una sociedad donde la realidad virtual sea indistinguible y
el sentido imposible de ofrecer, dos elementos que si se suman a un aumento de
la capacidad intelectual por vías artificiales podría impedir que la
manipulación de la conciencia no pueda llevarse eficientemente a cabo, o que
quienes lo puedan realizar desaparezcan en la marea transhumana, lo cual lleve
a una depresión generalizada (que ya estamos notando en este mundo de colapso
cultural, ausencia de sentido trascendente, epicureísmo del deseo más que de la
satisfacción, y consecuente decrecimiento poblacional) y, finalmente, a un
lento proceso de descomposición social sólo atenuado por sistemas de machine
learning todavía no operando con autoconsciencia (depresión general descrita con
crudeza en La posibilidad de una isla de Houellebecq, obra muy citada
por Bauman en obras y entrevistas previas a su muerte por sus cualidades
esclarecedoras del problema que podría avecinarse, tanto para las élites como
para las masas de la modernidad tardía)
Hagamos algo
de historia social. Sin duda la sociedad occidental ha mostrado poder funcionar
escindida, pero quienes la integran han tomado más o menos consciencia de estar
dentro un gran sistema autónomo de relaciones, y su cohesión social es tan
frágil como pueden serlo los pequeños nexos que sostienen a los mercados y las
burocracias: las expectativas recíprocas de una epidérmica cooperación social.
El elemento público es cada vez más frágil; su sustento comunitario cada vez
más tenue hasta prácticamente desaparecer, incluso donde sobrevive en
decadencia (familias y grupos de amigos). Este elemento común entre individuos
está siempre apuntalado desde los intereses individuales tomados, al menos al
inicio, por separado. O es el interés en el puro bienestar material (sea de
subsistencia o suntuario) dentro de un patrimonio personalmente delimitado por
la compraventa, o es por la pura coacción estatal (sea con el consenso de la
legitimación o sin éste) desde una organización pública masiva controlada por
gobiernos. En general, es por una delicada combinación de ambos elementos, que
es lo que damos en llamar Estado de Derecho.
Pero, y por
esto mismo, la integración social moderna no se realimenta en la acción social
orientada por la voluntad asociativa de los individuos, sino en los procesos
sociales realimentados como una presión de los individuos a una asociación
independiente de su voluntad. No me detendré en este punto, que bastante
claramente está explicado en La batalla cultural en el subcapítulo
dedicado a la cooperación social mercantil. El punto es que la integración cultural
premoderna requiere una integración determinada, en forma directa y sin
mediaciones, por la cultura a través de los individuos en los que se encuentra
enraizada. ¿Y qué, si no la religión, justifica una unión que trascienda la
tendencia entrópica de los individuos a traicionar toda relación comunitaria o
incluso asociativa? El miedo a la internalización de las externalidades no es
suficiente en una sociedad sin un aparato policial extendido, y donde, al
carecer de la posibilidad de una subsistencia basada en intercambios de
cumplimiento garantizado, no hay además motivo ninguno para una cooperación
social desde el mero interés racional de los agentes. El dato innegable de que
en las sociedades premodernas la estructuración de la economía y la política
eran dependencias de la cultura, no termina de explicar el porqué de que este
rol dominante de la cultura requería siempre y en todos los casos de una
cosmovisión religante, esto es: una religión. La explicación es correcta, pero
incompleta: sólo se explica el rol de la cultura y cómo esta articula la vida
comunitaria, pero no explica por qué puede hacerlo. No explica la solidaridad
de intereses ni la unidad de la cultura en el grupo social que conforma cada
mundo político-económico. Esto lo explica la religión. Pero ¿qué mantiene viva
la religión? Es la vivencia de lo espiritual. ¿Y qué mantiene a su vez a ésta?
La presencia de lo sobrenatural, que es la evidencia, a nivel del individuo, de
un sentido para la existencia además de la propia subsistencia, y un motivo
para una reciprocidad altruista. Ni el menos egoísta de los ateísmos puede
crear una sensación de unidad entre personas (que deriva de la unidad de
éstas con el mundo, y del mundo con el Bien de existencia real: Dios), como
para que los individuos conciban siquiera la presencia de una unión real,
ontológica, que los vincule mutuamente más allá de las relaciones. Para poder
reconocer su personalidad con su universo de relaciones, estas deben sentir
previamente dichas relaciones no como una mera interacción de individuo sino
como una unidad personal que debe anteceder a las relaciones, de forma que
estas se sientan necesarias y justificadas. Cualquier otra situación cultural
llevaría a la atomización social, y ésta al surgimiento de una concepción de la
existencia individual como algo disociado y solitario, y si acaso carece de la
posibilidad moderna de un espacio de vida contractual, la emergencia de la idea
de un “yo” se tornaría caótica. Ni siquiera la dialéctica razón-fe del cristianismo
basta, a menos que debajo de ésta ya opere una sociedad mercantil-burocrática
que coaccione continuamente la solidaridad compulsiva bajo un orden legal.
En las
sociedades tradicionales se necesita una sensación vivida de lo sobrenatural,
incluso cuanto más no sea mediante dicha dialéctica. Y esta vivencia de lo
sobrenatural como real, además, y lo que no es menos importante, otorga una
finalidad a la vida individual así como una unidad de sentido para el individuo
en la sociedad, y para la sociedad en el cosmos, así como una vinculación y una
finalidad que integre los tres componentes que rodean a la persona, en una
realidad a la vez trascendente y deontológica, o sea: objetivos vitales además
de la extinción en la nada de la muerte como extinción personal, y un
comportamiento moral cooperativo que pueda fundamentarse en algo más que la
autorreferencia moral de la ética kantiana, que en última instancia se sostiene
sobre los pies de barro del humanismo secular: un bienestar disociado en
intereses contractuales y una sobrevivencia provisoria para las consciencias
personales. Y la opción sociohistórica de que los instintos residuales de
solidaridad mecánica sostengan la protección del parentesco, se cae por su peso
si se pretende que dichos instintos puedan sobrevivir al surgimiento de la
cultura. Sencillamente: la utilidad evolutiva de una conducta para una especie
no puede explicar la forma de la cooperación social cuando es viable buscar la
mera utilidad individual incluso para quienes hacen de policías, ya que en el
caso de falta de comportamiento instintivo, la competencia darwiniana implicará
no una competencia entre individuos por la subsistencia dentro de un ecosistema
social, sino la desintegración de la vida social en una guerra inter-individual
para la subsistencia, o sea: las famosas cartas marcadas del “dilema del
prisionero” dentro de la teoría de juegos. Esta trampa hobbesiana anularía
cualquier selección evolutiva de acciones individuales al azar: sería el
equivalente, a escala individual, de que la lucha por la subsistencia no
significara la competencia entre especies por el dominio sobre sus presas en la
cadena alimenticia, sino que implicara para cada especie en competencia una
victoria definitiva en una lucha caótica mediante la aniquilación de las demás.
La psicología evolutiva explica muy bien las tendencias conductuales pulsionales,
por ejemplo, en un grupo de socialización secundaria, o en las capacidades y
predisposiciones de origen biológico de los dos sexos, pero no puede explicar
cómo surge ni subsiste el hormiguero automático de una metrópolis, la dinámica
de una sociedad capitalista o la adaptación al mercado y al Estado.
¿Batalla
cultural sin batalla espiritual?
Volviendo
pues, al problema de origen: la batalla cultural. Si ahondamos, veremos que la
batalla cultural iniciada por la izquierda, es dirigida por personas y
organizaciones que requieren de ideologías, pero que dudosamente las tengan.
Las ideologías son, insisto (y también lo afirma Jaynes), falsos sucedáneos de
las religiones. Pero aquellos que lideran ambos bandos de esta batalla cultural,
de esta “izquierda cultural” y de esta “derecha cultural”, tienen un problema
de dos caras: por un lado, no pueden apuntalar sus batallas culturales;
culturas que —bien describe Laje— en realidad han devenido en instrumentos
políticos. Pero ¿instrumentos de qué? Si la cultura no tiene otro esqueleto que
la religión ni otra sangre que la de la trascendencia ¿qué cultura tienen
quienes la dirigen? Pueden tener la que desean conservar o restaurar, como
suele ocurrir con la mayoría de los miembros de la “nueva derecha” que conozco.
Pero aun en tal caso ¿qué espiritualidad alimenta esa religiosidad? ¿Cuánto más
cerca están de sentir que la vida se les escapa por seguir un bien que han
dejado morir en las iglesias, como describía el “loco” que describía Nietzsche,
pero esta vez con la piel seca, sin posibilidad siquiera de pudrirse, todo
asépticamente, cool, vendible en redes sociales? Más todavía: ¿qué sentido
tiene la batalla? ¿Ganarla? ¿Con qué se llenará el vacío? Los orígenes y
condiciones para haber llegado a una batalla cultural contra un engendro como
el globalismo progresista, siguen ahí. La espiritualidad vital para resucitar
la religiosidad, ya no está. La religión ritualizada y convertida en una
fórmula light, ya no puede renovar el orden moral, sino como mucho mantener
meramente la sombra del orden que existió, sin nada de lo poco interesante e
inspirador que lograba. Y el orden será meramente una seguridad para la
propiedad como un espacio de prosperidad material para una vida sin otra
finalidad que la distracción y la evasión. La batalla cultural es un imperativo,
y para librarla es necesario tomar consciencia de muchísimas cosas importantes.
Pero parece que no de las suficientes. Incluso sus representantes más cercanos
a la vivencia noble y la inspiración espiritual que puede atraer estar en el
lado correcto de la lucha, no lo están lo suficiente, salvo raras excepciones.
Y esos representantes no se están concentrando en ese problema. Si en su lucha
sólo logran cambiarse a sí mismos, pero no llegan a hacer esa misma vida
espiritual más rica al resto, no habrán hecho lo que debían. A la corta o a la
larga, descubrirán que será una victoria pírrica. Habrán hecho retroceder unas
piezas al oponente, o comerle otras, pero sólo habrán descubierto que bajo sus
pies no crece ya nada: el desierto que ha quedado se mantiene igual. Se habrán
vuelto soldados, que saben disparar armas hechas de cultura, pero que no saben
cultivar las semillas que la crearon. Aquella acepción de cultura “elitista”,
muchas veces mal usada, al menos tenía una finalidad sobrehumana heredada de la
Cristiandad. Pero sin un elevamiento de la masa a pueblo, no habrá piedra viva de
base. Será una masa apenas un poco menos pobre, apenas un poco más sana, pero adaptada
a un orden estéril de entretenimiento y sin grandeza propia alguna.
En parte,
algo similar ocurre con la “nueva izquierda”, pero su situación es diferente.
Su vida religiosa estaba más viva que la de la derecha, pero su problema era
que ésta era mera ideología. Respecto a sus élites, salvo algunos “creyentes”,
la hipocresía ha ido en aumento cada día, y se la han contagiado a sus bases. Los
líderes de la izquierda cultural, sacando algunas excepciones que creen sus
propias mentiras, tatuados hasta donde no les da el sol, cada vez tienen menos
en común con los engendros estética, económica y mentalmente lumpenizados que
están creando, y que nunca disfrutarán de los placeres al mismo nivel que
aquellos. Los que están más arriba en la pirámide progresista del poder, beben
champagne en casas minimalistas sin vida ni esperanza ni magia, distraídos con
esnobismos cada vez más compulsivos, mientras que los dirigidos beben gaseosas
y fernet, o, si los cuidan de sí mismos, algún jugo artificial bajo en
calorías. En el caso de las excepciones revulsivas que mencioné, en general
socios subalternos de la misma élite, beben la misma basura artificial, pero en
las copas gigantes donde deberían beber champagne. La situación es triste, patética,
odiosa y repugnante. Y no hay dramatización. La situación es una tragedia, y ya
a nadie le importa mucho realmente. El mundo se ve desde fuera, a través de
“memes”. ¿Cuatro mil años de un universo cultural riquísimo para llegar a esto?
No basta con salvarnos del nuevo totalitarismo progresista. ¿La batalla
cultural dada por la nueva derecha revertirá la decadencia que lo hizo posible?
Para hacerlo, la derecha cultural debería ser algo más que una suma de
proclamas, sino contener ya algo de lo proclamado. Pero es muy poco lo que
ofrece. Y lo más importante, no lo siente, ni lo percibe, y en el fondo no lo
cree. Consume las diversiones evasivas de la alegría y la felicidad que inventó
el progresismo, y que ya no son siquiera las de François-Marie Arouet ni las de
Donatien Alphonse François de Sade. Nadie está ni remotamente a la altura de
siquiera líderes o escritores de hace sólo siquiera tres décadas. Y muy pocos
se concentran en este problema, que es la causa de todos los demás.
Ronald Reagan una vez dijo: “No seremos jamás derrotados, a menos que nos rindamos
respecto de Dios”. Cuando descubrí esta frase, no la leí en clave marrausiana,
instrumental, sino más bien pascaliana, con fe. Y como Saint-Exupéry, con el
corazón. Ronald tenía razón, y muchos lo escucharon, pero dudo de si la mayoría
le ha entendido bien. El problema no es ser derrocados: la derrota no es mera
consecuencia de dejar a Dios a un lado, olvidado por ahí y citado de palabra
con retórica de consigna vacía para la militancia política y nada más. Para
Reagan, estoy seguro, la derrota tan temida era la de rendirse respecto de
Dios, y por eso la consecuencia de esa peor derrota, llevaría a la derrota del
país que amaba. Quizá nunca pensó que sus enemigos en casa no eran los únicos
problemas, y que aun sin estos los norteamericanos se suicidarían
culturalmente, junto con aquellos principios lockeanos que, más bien que mal,
todavía seguían el rastro de la inspiración cristiana. Con todas las grandezas
y flaquezas de la política moderna, con todos los autoengaños a la que nos
impulsa y pecados a los que nos obliga, creo que él sabía exactamente de lo que
hablaba.
Dios no
puede ser un medio. No se puede creer realmente en Dios con un fin distinto que
esa misma creencia. Aunque lo intentáramos, no podría funcionar. Sería como
justificar la propia cultura en forma relativista, a la manera del protagorismo,
como bien criticó Finkielkraut
a los integrismos artificiales de los nacionalismos de “derecha” de principios
del siglo XX, luego adaptados por la izquierda tercermundista. Aun incluso
cuando funcionara, sería una ilusión. Y las élites se permiten ilusiones sólo
cuando heredan su posición y no luchan para mantenerlo, o sea: cuando no han
construido su propio poder. El punto es que, incluso para los que generen la
ilusión, sólo podría funcionar provisoriamente, a menos que estas élites ateas
sean inmortales y además vivan como dioses. Y ni siquiera así. Tendrían que ser
élites con una sensibilidad nulificada y una estupidez espiritual muy bien
disimulada, como casi todas las clases dirigentes o dominantes del mundo
actualmente. Vivirán sin Dios, y estarán en el mismo lugar. Si pudieran pensar
un poco agonizarían de aburrimiento, de una angustia infinita, sin solución ni
en la vida eterna ni en el suicidio, exactamente como les ocurría a los
personajes de Stanisław Lem en el muy borgeano cuento “Altruicina”, que
responde con humor cáustico a las promesas vitalistas por parte del “último
hombre” burgués secularista, que sólo se pueden encontrar al final de un camino
interminable, que no apunta a ninguna parte.
Mientras
defendemos una causa de sus acérrimos enemigos, nos olvidamos que lo que esos
enemigos dicen querer derrotar, ya no existe. Las feministas no combaten ni lo
bueno ni lo malo del patriarcado: combaten a los que revelan que están luchando
contra un cadáver. Y lo que más temen no es que este patriarcado regrese, sino
descubrir que lo necesitan. En su lugar, al sabotear los remanentes casi desaparecidos de la verdadera cultura patriarcal, refuerzan el machismo que odian. Y lo
odian porque su libertad sexual no les da poder salvo a los varones. Buscan gozar
de ellos, pero no pueden admitir que lo que gozan es elegirlos por un poder al
que luego temen someterse. Ni siquiera sirven para masoquistas. Y cuando logran
jugar a ello por unas noches, ya las han usado y reemplazado, y su odio
aumenta, pero su deseo de mejorar decrece, y cada vez disfrutan menos de
aquello que odian. Pero preferirán ese mundo de darwinismo sexual, de
hipergamia en combinación imposible con la promiscuidad, antes que abandonar la
misandria que las protege de admitir que desean protección y cuidar a quienes
los protegen. Como resultado, les aterra tener hijos a la vez que lo desean,
mientras que arrastran a los varones a no querer tener nada a largo plazo con
ellas, y muchos menos hijos. Razón no les falta. Los progresistas convencieron
a todos de hundirse por debajo de lo posible. Y han elegido las ideologías
perfectas para que la población humana se sienta mejor con su degradación.
A la
izquierda cultural no le bastó con llegar a cero. Ha querido crear algo por
debajo de eso, y lo logró. Pero la derecha cultural ¿existe como fenómeno
cultural además de político? Para hacerlo, necesitará creer en algo más que en
este mundo, y tener suerte de que ese algo exista. Contra esa izquierda mucho
más amplia que hemos llamado modernidad, la derecha deberá tener como fin algo
más que ganar esta batalla contra su última forma organizada, el progresismo.
La derrota de sus formas violentas no se corregirá con formas militaristas de
sanidad cultural ni con populismos que salven capitalismos nacionales. Debe
saber que en esta batalla, la izquierda ya logró una victoria mucho más grande
que la tiranía de la corrección política: lograr que la gente se la impusiera a
sí misma, porque ha perdido toda fe y su propia espiritualidad. Si negamos que
la batalla cultural es dirigida como herramienta de una batalla
pseudo-religiosa, ideológica, y que la derecha sólo puede recuperar una
religión verdadera con una batalla espiritual, no hay nada por lo que ganar. Su
rol en la historia será con suerte simplemente sacar del medio a la izquierda
que hizo el trabajo sucio, pero la desertización moral y espiritual permanecerá
allí. Una verdadera derecha cultural debe avanzar contra todos los males que se
han ido superponiendo en “superaciones”, en esa sucesión de “etapas” de
“progreso” con la que los eficientes agentes de cambio lograron la igualación final
de la cultura en la nada absoluta. Si la derecha quiere volver a elevarse por
encima de ese cero al que nos han arrastrado, deberá librar una batalla para
revivir el corazón cristiano que hoy se encuentra parado dentro de Occidente, y
protegerlo en el resto del mundo donde lo matan por existir. Deberá llenar el
significante vacío.