Hace muchos años tuve un amigo, profesor de filosofía, que me ayudó a dar los primeros pasos para entender esta disciplina que, amerita mencionarse, hace tiempo tengo descuidada. Parte de su ayuda incluyó ásperos pero fructíferos debates políticos.
Un día, luego de no vernos por cierto tiempo, me encontró en mi casa devanándome los sesos por elaborar una suerte de crítica al marxismo, o bien a lo que yo entendía estaba mal en él (en realidad en su comprensión más vulgar, que era de la que yo estaba más empapado). Al ver que estaba llegando a las mismas conclusiones que Hans Kelsen y Karl Popper (autores que prácticamente había ignorado para este fin y cuyos trabajos sobre el particular por ende desconocía), me acercó un ejemplar de la revista Página/30 en la que un tal Claudio Uriarte había escrito un inteligente artículo para un especial que aquella semana estaba dedicado al concepto de “Revolución”. El escrito tenía más de un punto de contacto con ambas críticas, y en especial con la popperiana. Hace poco tiempo leí por allí que el propio Uriarte se consideró por un tiempo “liberal popperiano” y que luego, según sus allegados, había virado a cierto pensamiento neoconservador, desgraciadamente en una de sus menos recomendables corrientes. Hace poco, sin embargo, pude descubrir que su posición, cualquiera haya terminado siendo, no partía de ningún juicio ingenuo. Su videncia intelectual era lo suficientemente sofisticada como para preludiar la ya incipiente “ilustración oscura”, como lo deja entrever, en un posteo similar al presente, otro viejo artículo de Uriarte en La Caja, similar en calidad y densidad al que yo conocí, y quizá aun mejor.
Vale la pena mencionar el momento de mis reflexiones en aquellos días. Como Kelsen, yo había descubierto que, en el esquema leninista, el Estado revolucionario está mágicamente en manos de una clase no-dominante siendo que la dominante todavía no ha sido abolida ni a perdido su dominio, así como el curioso hecho de que una clase explotada no puede, por definición, tener un modo de producción que le sea propio a menos que deje de ser tal, y sólo dejando de ser tal puede su nuevo modo de producción superar al anterior (cosa que no se da en el proletariado, esto es: que debe dejar de serlo para comenzar el socialismo que supuestamente le sería propio, y no antes). Respecto a Popper, hasta se me ocurrió utilizar la palabra “historicista” para describir a Marx en los mismos términos que usó el vienés (tal vez confusos por cuanto la palabra “historicismo” mejor debería aplicarse a la Escuela Histórica Alemana). Más allá de que, como me dijo alguna vez un profesor conservador católico, el aporte de Popper sobre Marx fue más bien repensar los problemas del pensamiento marxiano y evitar que el leninismo aproveche sus confusiones con ciertas interpretaciones parasitarias del sentido común, en especial la cuestión de la ética revolucionaria del militante en la que se encuentra el mayor valor de la crítica popperiana. Su valor no fue tanto su crítica a la ingeniería social total y su defensa de una ingeniería social parcial que, en realidad, demostraba una ignorancia bastante grande con el método y visión ontogenética de Hegel y Marx, lo que llevaría a Fukuyama a afirmar, un poco exageradamente, que la falta de perspicacia era una costumbre en las críticas popperianas.
El extenso artículo de Uriarte que mi amigo me recomendó leer (“estás escribiendo prácticamente lo mismo, y es una coincidencia porque acaba de salir este domingo”) estaba dedicado, en realidad, más a una tosca y hasta falseada visión marxista-leninista del planteo marxiano. Pero eso no obstaba para resaltar su valor. Mi amigo ya tenía, casi sin saberlo, cierta consciencia de esta diferencia, pero en ese momento no intentó llamarme la atención sobre ésta: yo estaba demasiado enfrascado en mi viraje del corporativismo tradicionalista al individualismo liberal como prestar atención a este punto clave que. Sin embargo, poco tiempo antes de morir, intentó comunicarme cómo el valor de la obra de Marx no mermaba con su creciente visión negativa de los colectivismos estatales del llamado “socialismo real” y de los regímenes totalitarios impuestos por los partidos comunistas para sostenerlos. Él había sido miembro del PC soviético y, como casi todos los que pasaron por él, lo abandonó por su verticalismo esclerosado y por su obediencia automática a las jefaturas de la verdadera sede oficial del club del Comintern: Rusia. Sin embargo no dejó de acompañar a los frentes y movimientos políticos que organizaba o influía esa izquierda “anti-imperialista latinoamericana” (siempre dirigida por los cubanos), hasta que en sus últimos días decidió visitar Cuba, que era una de sus deudas pendientes. Volvió repitiendo, con una tristeza infinita, algo que no voy a poder olvidar: lo mejor que le había pasado en aquel viaje había sido pisar el suelo argentino en Ezeiza.
Hoy día ya mucha agua ha pasado bajo el puente entre mis experiencias y mis ideas. En especial, luego de mi conocimiento de ciertos fenómenos sociales, y la suerte de haber tenido a mano las reflexiones de una pléyade de autores; de Weber y Simmel a Polanyi y Finley, de Spengler y Baudelaire a Bauman y Houellebecq, de Lukács y Rubin a Clarke e Iñigo Carrera, de Brutskus a Roberts, de Aron a Jouvenel, de Berlin a Kołakowski, de Wittfogel a Talmon y Schapiro, de Sartori a Linz y Hermet, de Arendt a Hilb, de Cohen a Minogue, de Nolte ó Furet, Bell ó Berman, de Bloom ó Gottfried, de Mason ó Rendueles, de Heinrich ó Walicki, etc. etc.; no puedo negar que tanto mi apreciación de lo bueno y lo malo de Marx se ha profundizado y agudizado, dejando atrás los anatemas fanáticos y las simplificaciones que requiere el antisovietismo (sovietismo que, probablemente, haya sido responsabilidad del propio Marx, quizá hasta intencional). Pero, sin embargo, incluso con sus omisiones respecto a la barbarie jacobina protobolchevique, pulverizadora a futuro de todo soviet obrero en función del partido único, así como de la finalmente decepcionante y en último término siniestra “experiencia” de la Comuna de París, aquel artículo sigue teniendo un valor muy particular para mí. Creo que, más allá de mis sensibilidades personales, resultará útil para cualquier lector no demasiado dedicado a estos temas, cuanto más no sea para escuchar, de la pluma de una izquierda desilusionada, de esa que admite buscar nuevos faros en la niebla, la denuncia del papel que el marxismo vulgar y de divulgación ha tenido como justificación ideológica y hasta como corolario genético de los partidos totalitarios y como infraestructura de cohesión de sus gobiernos ideológicos de intelectuales y propagandistas profesionales.
Helo aquí, pues, transcrito de la revista, que me regaló este viejo amigo:
Fuente: Revista Página/30, Año 8, Nro. 88, Noviembre
1997
ENTRE LA
SANGRE Y LA FIESTA
por Claudio Uriarte
Incluso en la
tranquila desilusión de estos últimos años del siglo, la idea de Revolución
sigue disfrutando de un prestigio tan invulnerable como demostrablemente
inmerecido. Algunos acusan a esta época de cinismo, lo que parece cierto sólo
en la medida en que el cinismo representa también conocimiento. Sin embargo,
todo ese cinismo –como tolerancia moral o como sabiduría– parece venirse abajo
cuando se trata de pensar, evocar o fantasear la Revolución, consumada o
perdida. El hecho es paradójico, porque si algo distingue a la historia de este
siglo es precisamente la inusual cantidad de revoluciones –de izquierda o de
derecha– que contiene, y que terminaron catastróficamente, con la tiranía, el
sojuzgamiento, la deportación y la muerte de millones y millones de hombres: la
rusa de 1917, la china de 1947 y la indochina de los años ’70 por el lado de la
izquierda; las revoluciones fascistas y nazi en Italia y Alemania, en los años
20 y en los 30, por parte de la derecha. Ningún resultado feliz, como puede
verse.
Junto, contra,
sobre, bajo o yuxtapuestas a los rostros ensangrentados y las manos sucias de
las revoluciones que realmente llegaron a ser, aparecen las imágenes hermosas,
puras, heroicas y conmovedoras –y en algunos casos trágicas– de las
revoluciones que fracasaron, que agotaron su contenido prematuramente o que
fueron aplastadas. Una tradición que arranca en la Comuna de París y que en
este siglo continúa con el golpe espartaquista de 1918 en Alemania, la Comuna
húngara de 1919 y, más cerca de nosotros, las cruzadas del Che Guevara en Congo
y Bolivia, la rebelión estudiantil de mayo de 1968 en Francia (con su efecto reflejo
imitativo entre nosotros, al año siguiente, con el Cordobazo) y, contemporáneos
pero algo más ambiguos, los movimientos también estudiantiles pero bastante
menos ideologizados de los Estados Unidos.
Las revoluciones
que no llegaron a ser conservan el encanto de su edad, que es la de la
inocencia: el hecho de que, precisamente por no haber llegado al poder, no
necesitaron ensuciarse las manos ni ensangrentarse el rostro en la tarea de
ejercerlo. Eso les permite funcionar como coartadas expiatorias de la Idea de
Revolución frente a los horrores de las revoluciones realmente existentes, del
mismo modo en que la denuncia de Stalin por Trotsky desde la izquierda
constituyó una inmensa coartada ideológica para el leninismo, equívoco e
irregular edificio fundacional del marxismo soviético. Comparando la inocencia
prenatal de las revoluciones abortadas con la horrible madurez de las
triunfantes –o incluso los primeros días inocentes de estas últimas con sus
desenlaces–, los nostálgicos de la Revolución siempre están dispuestos a
aseverar que ésta fue traicionada, congelada o burocratizada por quienes
terminaron asumiendo su timón. Sin embargo, y como veremos, el problema de las
revoluciones triunfantes no fue que se detuvieran, sino que llevaron a cabo sus
propósitos demasiado consecuentemente. Llegaron demasiado lejos.
Una clave indudable del encanto perenne de
la idea de Revolución es que promete constituirse en un atajo rápido en la
historia, en un salto cualitativo que resolverá de golpe, manu militari, los problemas fundamentales de la sociedad. La Idea
de Revolución como praxis política guarda así una relación de parentesco muy
estrecha con el marxismo como método de análisis, cuya reducción de todos los
problemas humanos a la esfera económico-social también promete una especie de
ganzúa intelectual universal para abrir de un solo golpe las puertas de todo el
conocimiento. Sin embargo, el homo
economicus imaginado por Marx es también una abstracción imposible de
verificar: nunca los hombres basaron sus decisiones exclusivamente en sus
conveniencias económicas sino también en motivos morales, culturales,
religiosos, familiares. Marx diría aquí que estos últimos motivos no son más
que una sublimación de las duras determinaciones económico-sociales, pero con
esto no haría más que dar otro punto de arranque de una de las paradojas menos
observadas de la doctrina que fundó: el hecho de que su imponente aparato
teórico constituye en gran parte la suma de unas argumentaciones cada vez más
retorcidas para justificar, defender, atenuar o relativizar dos o tres errores
iniciales básicos: el homo economicus,
por ejemplo, o la teoría del empobrecimiento progresivo del proletariado, o la
idea de que este último es el único capaz de consumar la Revolución que llevará
a la humanidad del reino de la necesidad al de la libertad.
Marx promete un
atajo intelectual; la Revolución que propone un atajo histórico. Sin embargo,
algunos atajos se toman venganza y tienden a convertirse en su opuesto, en
rodeos interminables y estériles guerras de posiciones. Un atajo intelectual es
una propuesta sumamente atractiva, en especial para los perezosos, los
impacientes, los ignorantes, los semicultos y los pseudointelectuales que
quieren encontrar una vía rápida para develar el sentido del mundo, sin
enterarse ni profundizar previamente en su exquisita complejidad y diversidad:
la dialéctica marxista –como dijo alguien– puede hacer que cualquier idiota
parezca inteligente. Sin embargo, este atajo se toma su tributo: como parece
resolver de golpe y unilateralmente todos los problemas, impide conocerlos
seriamente en su realidad y su naturaleza. Más que un método del conocimiento
se convierte en un pretexto altisonante para la ignorancia, y tiene ya algo de
su involuntaria parodia, el ultraizquierdismo cuya posición extrema le permite
nivelar, aplanar y desdeñar todo lo que le es ajeno como más de lo mismo, sin
poder ver otra cosa que su propio ideal de perfección.
MISERIA DE LA REVOLUCION
La idea de Revolución procede de manera análoga,
pero aquí el costo no es la ignorancia o incompetencia del aspirante a
intérprete del mundo sino el sufrimiento y la dislocación de la sociedad y los
seres humanos concretos sobre los que se ejerce el proyecto. La Revolución
percibe la sociedad dada como fundamentalmente descompuesta y terminal, por lo
que descarta de antemano cualquier transacción con las instituciones y
entramados existentes y hace tabula rasa con ellos. Así, y sin embargo, se
cuela en su proyecto el utopismo, incluso en el caso de quienes, como Lenin o
Trotsky, se reivindicaron “socialistas científicos”: una vez liquidado todo,
hay que construir algo en su lugar, y ese algo es una utopía para la que no hay
mapas. El trabajo con las instituciones y entramados sociales previamente existentes
podría haber permitido un cierto sentido de dirección, pero ya vimos que se
barrió con ellos de un plumazo, de la misma forma en que el marxismo liquidó
todos los problemas extraeconómicos como superchería, superstición o
“conciencia falsa”. La Revolución, así, no sólo ignora la sociedad sobre la que
está operando, sino que su código genético es una militancia activa y decidida
para ignorarla. Si la conociera de veras, si se involucrara en ella, incluso
desde la perspectiva del cambio, ya no sería Revolución con mayúsculas sino
minúscula reforma; no romanticismo heroico sino prosa grisácea. Y así como el
marxismo es la trampa perfecta para los intelectuales apurados, la Revolución
es el oficio hecho a medida de los aristócratas desclasados, los hijos de
familias venidas a menos, los pequeños burgueses sin éxito, los estudiantes y
académicos sin empleo fijo y los lúmpenes, comparsa estable en la composición
sociológica de los liderazgos revolucionarios a través de los tiempos y de los
países. Aunque no lo sepan, aunque sincera e indignadamente lo nieguen, lo que
estos personajes buscan es la vía corta para recuperar un poder que han perdido
o al que no podrían llegar de otra forma. La Revolución es un modo de la clase
media de escaparse de su malestar en la cultura.
Pero aún así las revoluciones ocurren, y
probablemente seguirán ocurriendo. Ya que toda sociedad, en su despliegue y
desarrollo, tiene puntos de fractura donde las instituciones existentes se
vuelven inoperantes. Otro motivo, a menudo subestimado, es la simple torpeza y
estupidez de sus clases dirigentes. El genio táctico del revolucionario
profesional –Lenin es el ejemplo paradigmático– consiste en apoderarse de la
situación y hacerla trabajar para sus propios fines. El verdadero
revolucionario profesional –Lenin otra vez– no es realmente un ideólogo sino un
oportunista, un pragmático descarado que no vacila en enterrar todas sus
teorías y conceptos previos ante la posibilidad de tomar la mínima parcela de
poder concreto. Y tampoco duda en sacrificar cualquier principio anteriormente
sostenido si está en juego la preservación y ampliación de esa parcela de
poder. El verdadero revolucionario es un hombre de la realpolitik más cercano a Maquiavelo y a Hobbes que a Rousseau,
Fourier o Saint Simon. Es un hombre del Estado.
LOS ENTRETELONES DE OCTUBRE
Aun en las
vísperas mismas de la toma del poder, dos de esas “diez cabezas fuertes”
(Zinoviev y Kamenev, que no estaban de acuerdo con el proyecto) no dudaron en
denunciar la fecha de la revolución a la prensa burguesa. Cuando se trató de
conseguir la aprobación de los Soviets para la aventura, se arguyó un
inexistente complot contrarrevolucionario. Y en el momento de la revolución
propiamente dicha, el gobierno provisional de Kerensky estaba literalmente
desarmado por su propia decisión de continuar la guerra con un ejército en
deserción y desbande masivos. A Lenin, para tomar el poder, le bastó en cierto
modo sólo la fuerza de una promesa: “Paz (para los soldados), pan (para los
obreros industriales) y tierra (para los campesinos)”. Y también esta fórmula
de crudo realismo político: “La derrota (en la guerra contra Alemania) es el
mal menor”. Con idéntico realismo, había aceptado convertirse en el regalo
envenenado del Kaiser a Kerensky, y así también disolvió, cuando estuvo en el
poder, los Soviets y los sindicatos, que no le eran necesarios sino más bien
obstáculos. Más que una revolución, lo que pasó en Rusia en octubre del ‘17 fue
una combinación de insurrección con golpe de Estado, apoyada por los Soviets
(una mixtura de sindicato revolucionario sui géneris con parlamento en armas),
contra un poder que había perdido toda sustancia militar: así se explica que el
movimiento haya prescindido casi completamente de cualquier derramamiento de
sangre. Como vemos, la Revolución no nació de ninguna aspiración socialista
alentada por la minúscula clase obrera rusa –tomar la gestión de la sociedad en
sus manos–, sino de algunos deseos muy burgueses: volver a casa (los soldados),
comer regularmente (los trabajadores industriales), ser dueños de su propia
tierra (los campesinos).
Sin embargo,
después de este golpe de Estado, Lenin empezó la verdadera Revolución
de la que los Soviets y la estupidez de Kerensky le habían proporcionado apenas
el punto arquimédico, el dispositivo instrumental. Y esta vez sí: fue violenta,
y hubo sangre derramada. La primera etapa consistió en eliminar los focos de
resistencia militar, la familia real, las clases poseedoras en bloque y, por
fin, la oposición, los Soviets, los sindicatos independientes y las
manifestaciones de protesta social. La justificación de este proceder, como en
todo sistema historicista, se encontraba en los objetivos últimos, una especie
de pedido de crédito ante el juicio de la historia universal.
EXTRAÑA PAREJA I
El razonamiento de
Lenin era más o menos éste: La Revolución Rusa era irregular y débil (ocurría en
un país atrasado, contra la predicción y los consejos de Marx), pero debía
mantenerse a la espera, como bandera propagandística, de la revolución europea.
Naturalmente este modo de ver las cosas sentaba las bases ideológicas del
imperativo de perpetuación del régimen a toda costa, cuyas primeras necesidades
eran una fuerte policía política y un ejército igualmente fuerte. Con este
diagrama de acción Lenin prefiguró a Stalin, aunque más tarde se quejara del
estilo de conducción de su discípulo. Porque Stalin se limitó a desplegar los
corolarios lógicos de la posición de Lenin: primero suprimió las fracciones
dentro del partido, luego deshizo el partido y finalmente se entronizó como
autócrata. No fue sólo vocación dictatorial: la Revolución tiende a contener
los embriones de la tiranía, en la medida en que su tabula rasa descarta de antemano cualquier restricción o equilibrio
de poderes, y así hereda y potencia el autoritarismo del régimen al que
derroca. Además, como la esperada revolución europea no se produjo, las
justificaciones para una autarquía totalitaria estaban dadas.
EXTRAÑA PAREJA II
Trotsky, que
perdió frente a Stalin la pelea por la sucesión de Lenin, es autor de una
teoría muy conveniente para todos, y a primera vista bastante verosímil: la
Revolución habría sido traicionada por Stalin, que la habría degenerado en una
burocracia tiránica, interesada sólo en su perpetuación y carente de cualquier
voluntad de propagar el movimiento comunista mundial o de desplegar una
política exterior revolucionaria. Una especie de Termidor, que no llega a
abolir las conquistas centrales de la Revolución –la nacionalización, la
centralización y la economía dirigida– pero que sí cesa toda actividad política
realmente revolucionaria en su programa. Algo de cierto hay en esto: gracias a
una política exterior sumamente conservadora y prudente, la Unión Soviética
duró más de setenta años, mientras el movedizo y dinámico imperio de mil años
de Hitler llegó solamente a doce. También es verdad que Stalin llevó al
paroxismo los elementos totalitarios que en la época de Lenin recién se
insinuaban. Sin embargo, Trotsky, para desacreditar a Stalin, lo compara con
una supuesta “democracia socialista” que nunca existió, y pasa por alto no sólo
los pasos fundacionales de Lenin hacia el Estado totalitario sino también sus
propios pecados estalinianos, como la fórmula de “comunismo de guerra” (que en
la práctica significaba guerra contra los trabajadores), o su aprobación, en un
supuesto Estado obrero, de la represión de los marineros del Kronstadt. Y, lo
que es aún más grave, elige ignorar que Stalin esencialmente cumplió las
consignas internas de la Revolución: colectivización agraria, nacionalización,
industrialización, Estado fuerte. Que la dictadura haya sido suya, y no del
proletariado, sólo puede reprochárselo alguien lo suficientemente ingenuo para
creer que el proletariado puede ejercer una dictadura. Y Trotsky no era
ingenuo.
UN VIAJE DE IDA
Las revoluciones
de ideología socialista que siguieron –como los artificiales implantes
soviéticos en Europa del Este– reprodujeron a grandes rasgos el modelo madre de
construcción y desarrollo: un modelo verdaderamente revolucionario, puesto que
se proponía rehacer la sociedad de cabo a rabo. Todos esos experimentos fueron
absolutos fracasos. La excusa de que la Revolución Rusa
ocurrió en un país atrasado y no en uno industrializado ya no puede sostenerse:
primero porque Rusia no era un país tan atrasado, y luego porque setenta años
son más que suficientes para desarrollarse si el proyecto elegido es el
correcto. Y, por otro lado, está el dato de que cuando el sistema soviético se
implantó en sociedades más modernas (Alemania Oriental, Checoslovaquia), el
resultado fue el estancamiento. El totalitarismo revolucionario resulta
ineficaz en la medida en que el proyecto de la Revolución no se basa en las
condiciones, instituciones y modos de vida existentes sino en un diseño
utópico, que necesita de una enorme dosis de violencia para imponerse. Su
autoritarismo y su sistema de comando, que parecen a primera vista expeditivos
y eficientes, sólo lo son a medias, vale decir que no lo son: sirven como viaje
de ida (de las ordenes) pero no de vuelta (de las realidades), ya que cohíben
la retroalimentación informativa del régimen respecto de las tendencias
sociales y económicas dominantes. El Gosplan soviético tenía que fijar millones
de precios regularmente, pero sus criterios eran tan irreales que, en los
últimos años de la URSS, las únicas cosas que abundaban eran el
desabastecimiento y el mercado negro.
Sintetizando: La
Revolución, contra lo que a veces se piensa, se llevó a cabo. Sin duda no
constituyó un organismo de poder directo del proletariado, que nunca quiso ni
fue capaz de ejercer ningún poder, pero en cambio cumplió desde arriba sus
consignas previas de ingeniería social. La observación es válida tanto para la
colectivización y la industrialización de Stalin como para los mil devaneos de
Mao; para el fetichismo siderúrgico que dominó Europa Oriental en la Guerra Fría como para
la sangrienta vuelta al campo en la Camboya de Pol Pot. No es verdad que la
Revolución no tuvo ocasiones o posibilidades de probar su valor; en realidad,
tuvo demasiadas, a lo largo de setenta años de inestabilidad durante los cuales
buena parte del mundo fue sometida a despiadados y estériles experimentos de
ingeniería social.
Contra la sordidez
y el desencanto de las revoluciones que triunfaron, la bella alma progresista
elige destacar el indudable encanto de las revoluciones que no llegaron al
poder, y que por lo tanto no tuvieron oportunidad de corromperse y
descascararse. Aquí la tradición es grande, mucho mayor que la de las revoluciones
triunfantes. Arranca desde Espartaco, sigue por Babeuf y la Comuna de París y
en nuestro siglo cuenta con el golpe espartaquista en Alemania en 1918, la
Comuna húngara en 1919, la República española en los años ’30, el Mayo francés
de 1968 y los movimientos estudiantiles norteamericanos de la misma época.
Acontecimientos de
esta clase vienen a ocupar, en la teología laica de la Revolución, un lugar
equivalente al de los mártires, y también contribuyen a investirla de una
dignidad moral aparentemente irrecusable. Indudablemente, por lo demás, se
trata de momentos muy lindos, días de asueto universal y de jolgorio donde todo
parece posible. Si alguien dijo que la huelga era, por sobre todo, una alegría,
la Revolución es un momento orgiástico y una fiesta permanente, de máxima
inspiración, comunicación y circulación social, una especie de primavera
salvaje, de deshielo de relaciones personales y sociales que parecían
petrificadas, y también una aceleración de la conciencia personal y la
posibilidad de una nueva y más afinada percepción de las cosas. Una anécdota de
la Comuna de París refiere que los insurrectos, sin ningún motivo aparente,
disparaban contra los relojes de los edificios, como si quisieran abolir un
tiempo –el de la productividad burguesa y los horarios laborales– que los hacía
esclavos. Arthur Koestler ha dejado un testimonio muy ilustrativo de uno de
esos momentos (la Comuna húngara) en su autobiografía Flecha en el azul:
“La celebración
del 1° de mayo de 1919 fue la apoteosis de la efímera Comuna
húngara. Parecía que la ciudad entera se había transformado. Las plazas de
Budapest padecen de una sobreabundancia de enormes estatuas de bronce, con
personajes famosos que atacan al enemigo sobre caracoleantes caballos, o
pronuncian discursos con un brazo alzado, y un rollo de pergamino bajo el otro.
El 1° de mayo, todas estas estatuas quedaron ocultas bajo armazones esféricas
de madera, cubiertas de paño rojo, donde habían pintado los océanos y los
continentes del mundo. Esos globos gigantescos –algunos tenían más de cincuenta
pies de alto, porque el héroe de bronce del interior cabalgaba un caballo
especialmente voluminoso– producían un efecto fascinante. Parecían globos
cautivos, anclados en las plazas, dispuestos a levantar por los aires a la ciudad
entera; eran símbolos del nuevo espíritu cosmopolita, y de la decisión del
nuevo régimen de ‘levantar al globo de su eje’”.
Quizá convenga
aquí distinguir entre la Revolución como un acto de insubordinación más o menos
espontáneo de la población y la Revolución como operación de ingeniería
política para tomar el poder sobre la base de esa insubordinación. El relato de
Koestler se ajusta a la primera descripción; la Revolución Rusa de
octubre –no la de febrero–, a la
segunda. La distinción es importante porque algunas de las
revoluciones fallidas fracasaron porque no tenían un proyecto de poder, o
porque no podían tenerlo, o porque la posesión del poder del Estado no entraba
en el perímetro de sus reivindicaciones. La base, el grado cero, la materia prima
y el mínimo común denominador de las revoluciones es un ataque de nervios
general de la sociedad; su fecundidad o su continuidad en el tiempo son otra
cuestión.
MAYO FUGAZ
El paradigma contemporáneo de revolución
utópica fallida es el Mayo francés, que por varias semanas puso a París en un
estado de crisis prerrevolucionaria para luego disolverse aparentemente en el
aire. El enigma de esta disolución repentina ha dejado intrigados y sin
respuestas a muchos, incluso a algunos de los protagonistas del movimiento,
como Daniel Cohn-Bendit. Y no es un enigma menor: Mayo de 1968 es importante
como representación, símbolo, metáfora y licencia poética de los ’60, una
década en la que también ocurrieron la Primavera de Praga y su trágico final,
las aventuras del Che Guevara en el Congo y Bolivia, los asesinatos de John y
Robert Kennedy y de Martin Luther King y el comienzo de la rebelión juvenil
contra la guerra de Vietnam en Estados Unidos. Con sus ingeniosas consignas
utópicas y libertarias –“Prohibido Prohibir”, “Sea realista, pida lo
imposible”, “Debajo de los adoquines está la playa”, etc.–, el Mayo francés
parece una síntesis del optimismo contestatario de la época, así como de su
grito de guerra generacional.
El enigma de la desaparición de la
Revolución de Mayo puede despejarse rápidamente: el movimiento se disolvió tras
lograr sus objetivos. Que no eran exactamente los que proclamaban sus poéticas
consignas –siempre traicioneras cuando se las toma al pie de la letra–, sino
una reforma universitaria, una modernización y liberalización sociales, la
terminación de la dictadura de los padres, profesores y adultos y la concesión
de un lugar razonable para la generación nacida en la posguerra. Algunos
participantes del movimiento quedaron enganchados en la ideología izquierdista
que los animaba, y en los años ’70 derivaron en el terrorismo europeo, síntomas
de impotencia y de aislamiento social. Otros se volvieron ecologistas,
empresarios o periodistas, ocupando el lugar de clase media para el que estaban
destinados. Porque el Mayo francés, pese a sus ocasionales apoyos obreros y a
la parafernalia de sus consignas ultraizquierdistas, fue esencialmente un
movimiento de la clase media: la verdadera clase baja estaba más bien dentro de
los uniformes de policía contra los que se enfrentaban los estudiantes.
La Revolución no figura hoy en la agenda de
ninguna persona seria, hecho al que contribuyó la desaparición progresiva de
las dictaduras contra las que parecía el único recurso. Pero el sufrimiento y
los fracasos que depararon las revoluciones de este siglo, como corroborando la
observación de Hegel sobre la “astucia de la razón”, tampoco parecen haber sido
en vano: algo hemos aprendido, algo se ha avanzado. La idea de Revolución, sin
embargo, sobrevive aún como nostalgia, y también como cifra ideológica de un
pasado presuntamente apasionado, comprometido y heroico. Aunque hoy llegue
hasta nosotros con los signos del Gulag y de Auschwitz. Es decir, de la
barbarie.