La verdad es que me es muy
difícil comenzar siquiera este extenso prólogo: una informal introducción aclaratoria al esbozo de una antología de citas “derechistas” de ¡Karl
Marx! Sé que escribo para un lector medio que, estadísticamente, ve en Marx a
una suerte de “bestia negra” de todos sus principios. Alguien que ve en él casi
algo no humano, de una maligna inteligencia angélica, que ha inventado una
habilísima retórica para manipular y tergiversar la realidad, todo a favor de
crear el programa socioeconómico de un movimiento totalitario cuyo nombre
propio ha sido “Comunismo”, el cual a su vez encarnaría la manifestación más
alta, jamás alcanzada, del mal en política. Yo mismo creí testarudamente en
esta responsabilidad de Marx durante mucho tiempo, y quizá, en cierta medida
–por las razones esgrimidas por Kołakowski–, no me haya equivocado enteramente.
O quizá sí. Pero sin duda me equivoqué mucho.
Vale, sin embargo, hacer una
aclaración a tiempo: que el Comunismo ha sido una de las peores (o quizá la
peor) atrocidad política creada por el hombre, es en parte muy cierto, pero
también esconde algo de falso. No entraré en este debate arduo, pero vale la
pena aquí reiterar lo que decía Castellani: los totalitarismos extremos que
casi en todos los casos llegaron a imponer, en mayor o menor medida, los
movimientos comunistas –así como el marxismo-leninismo, que utilizaba a Marx de
racionalización superflua y a Lenin como programa estratégico–, no era la mayor
corrupción política e ideológica alcanzable por la humanidad, sino sólo su
manifestación más brutal, tosca, destinada no sólo a perecer sino además
incapaz de descristianizar a Europa; sólo capaz, en cambio, de oprimirla,
dejando como única opción liberadora a un progresismo burgués general. Para él,
así como para otros pocos pensadores –que sin embargo han resultado proféticos–,
algo mucho más insidioso y “pacífico” se encontraba entre manos: la inmersión
de la humanidad, a su propio gusto, en un futuro híbrido de un mercado global
hedonista y un poder global tutelar. Una nueva izquierda (o, quizá, la
izquierda “original”, si nos remontamos al filosofismo iluminista y luego al
éxito social de los girondinos) que sería sostenida sobre el capitalismo y que
tomaría de éste sus peores características sociales, gobernando mediante una
dictadura cultural con prerrogativas típicas de los totalitarismos de la vieja
izquierda.
Hecho este excurso, sigo con el
párrafo que planeaba como continuación del anterior.
Veamos. Marx no elaboró un
programa ideológico-político, ni un proyecto de ingeniería social. La de Marx
no fue una suma de apreciaciones distorsionadas de la realidad, ni tiene
prácticamente ninguna relación doctrinal con lo que conocemos como bolchevismo.
La de Marx era una cosmovisión pretenciosa, que más allá de su extraño método
epistémico, intentaba resolver completamente, en todos sus aspectos, el
misterio de la sociedad y de su desarrollo hasta el presente, y aunar en un
solo lugar todos los aportes teóricos sobre la historia del hombre. Si lo logró,
es bastante discutible, pero lo importante es lo siguiente: su éxito no se
debió a una sofisticada demagogia ideológica. No voy a negar que en algunas
cartas poco conocidas, Marx reconociera abusar de la dialéctica hegeliana para
ganar discusiones. Pero para lograr el reconocimiento académico que tiene hasta
hoy, tuvo (y de hecho así lo hizo) que haber enriquecido el estudio de la
sociedad, la cultura, la economía y la política, y para esto poco importa
suponer cuáles eran sus verdaderas intenciones: no se puede hacer esto sin una
gran cuota de verdad, o al menos de verosimilitud. Los totalitarismos de los
partidos comunistas requirieron la prosa de Marx para darse una pátina de
legitimidad. Y esto lo admitía la mismísima embajadora conservadora
norteamericana Jeane Kirkpatrick, que iniciaba uno de los acápites de su más
clásico texto, aclarando que “descuidadamente llamamos comunismo” a los
partidos comunistas, id est al
Comunismo como movimiento. Sobra decir existieron mil autores repitiéndolo
antes.
Weber solía decir que si se
quería dar cuenta de la economía y la política, y para ello avanzar en el
desarrollo de todas las ciencias sociales como tales, había que tomar medida de
cómo se habían “saldado las cuentas” con Marx, rescatando, con prudencia, el
valor heurístico de su obra. Si no se coincide con ésta, es más que
comprensible, pero esquivarla en vez de intentar superarla, no reconociendo sus
descubrimientos en vez de pensarlos de otra manera, es como pretender eludir y
saltear a Kant en el desarrollo del pensamiento filosófico como un mero error.
Es imposible. Como sucedió con el idealismo trascendental kantiano, hay que dar
cuenta de lo que el materialismo social marxiano supo explicar. Y que supo
explicar muy bien. Cuatro lecturas nada marxistas puedo recomendar respecto a
esto último: los cuatro capítulos clásicos que Schumpeter dedicara a Karl Marx;
el estudio de su obra que hiciera Raymond Aron; dos libros por parte de un economista
poco conocido llamado Paul Craig Roberts, que descubren en Marx al precursor de
un “analista de los sistemas económicos” desde la teoría de la organización, y
un breve ensayo de Andrzej Walicki que explica la complejidad de la concepción que
de la libertad tenía el intelectual alemán. Por no hablar del impresionante
trabajo compilatorio de Furet sobre el pensamiento político de Marx –quizá el
más importante jamás hecho– mediado por una reseña crítica a sus textos dedicados
a entender esa bizarra, y perversa, “precuela” casi secuencial de las
experiencias políticas del siglo XX que fue la Revolución Francesa.
Dicho lo anterior, cabe aclarar:
no todo ha sido obra suya. Marx se paró sobre hombros de gigantes, y no lo
ocultaba. Él mismo reconocía que había logrado encastrar en un mismo lugar los
profundos análisis de autores que le precedían y que, además, en la mayoría de
los casos, le eran muy distantes respecto a su posición política. La mayoría de
éstos no eran sólo revolucionarios liberales y socialistas, como se suele
creer, sino una variopinta combinación de conservadores y tradicionalistas,
muchos incluso monárquicos. Todavía más: sus observaciones más radicales contra
el capitalismo, no provenían de aquellos, sino de estos últimos. El más
importante de entre estos quizá haya sido el bastante desconocido Lorenz von
Stein, con quien literalmente coincidió no sólo en su forma de concebir la
clase social como una sumatoria orgánica de relaciones de producción, sino
además su teoría de la lucha de clases, y hasta su idea de una infraestructura
“material” y “económica” ubicada esencialmente en los medios técnicos de reproducción
social. También vale la pena mencionar a uno de sus colegas contemporáneos: el sociólogo
tradicionalista Wilhelm Heinrich Riehl, aunque como una influencia que aquél
hubiera detestado admitir. Y otra deuda de Marx, probablemente, también haya
sido hacia Alexis de Tocqueville; un sociólogo que un poco erradamente se pone,
como sucede con el filósofo político Bertrand de Jouvenel, bajo el rubro de los
autores liberales clásicos sólo por ciertos aspectos de su obra. Pero, en
cualquier caso, si seguimos hacia atrás, encontraremos una suma de otros
grandes pensadores que afirmaban lo mismo que Karl Marx, y en tonos todavía más
provocadores. Desde Adam Smith sobre el surgimiento de la sociedad de
mercaderes hasta los Federalistas concibiendo las facciones políticas como
articuladoras de las ideologías de los diferentes intereses sociales creados
por la división del trabajo.
Volviendo pues al movimiento que
ayudó a catalizar con su genio, el punto es que la relación entre el
totalitarismo de los partidos comunistas y la visión del comunismo que Marx
tenía como señal de su llegada, es de una oposición tan radical, que cualquiera
que se hubiera dedicado unos minutos a leer su obra hubiera visto en el
bolchevismo un futuro equívoco que él mismo había en gran medida previsto. Lo
que Marx (y cualquier sociólogo serio) entendía como común al socialismo y al comunismo
(y que Marx, a diferencia de Weber y Durkheim, fusionaba en un solo elemento),
no tiene ni puede tener nada que ver con la economía planificada en forma
castrense del modelo de Lenin de un ministerio económico de “dictadores”, ni
con la economía monetaria de metas de producción (el famoso “socialismo real”) por
el que es conocido casi todo “país comunista”. Puede que el comunismo
“holístico” (Paul Mason dixit) de Marx, o “colaboracionismo” (Paul S. Adler
dixit), sea un imposible a gran escala para el hombre; una herejía sólo
accesible a quizá grandes inteligencias artificiales, y cuya realidad humana
pueda limitarse sólo al comunismo carismático de amor como el que conoció el
cristianismo primitivo. O sea: fenómenos sociales que se producen como
resultado de un objetivo distinto: una comunión en una sociedad religiosa
formada por familias, o bien a ciertos tipos de economías de parentesco, o a
las órdenes monásticas. Pero no es esta la cuestión. La cuestión es que, como
bien dice Ernst Nolte, la imagen marxista del futuro “no era ‘moderna’ en
absoluto, sino más bien arcaica al estar orientada a la noción de la humanidad
como familia y de los individuos existentes en completa reciprocidad sin
distanciamientos ni objetivaciones.” En rigor, el comunismo de Marx es una
utopía “ultra-reaccionaria” proyectada hacia el futuro y convertida en
“futurista-progresista” mediante la tecnología, vía una coordinación a gran
escala sólo posible gracias al desarrollo de lo que dio en llamar el general intellect, lo que se puede
entender como el actual trabajo intelectual, en transición de desarrollarse
enteramente, y que desplaza por su valor monetario al trabajo manual dado su
rol en el aumento de la productividad, no pudiendo finalmente ser medido
mediante precios.
Más propiamente: Marx lo que hizo
fue, en pocas palabras, unir en un solo lugar todas las formas de organización
social humanas; deslindar de éstas todos los supuestos males que según él
tenían, y aunar los frutos de su desarrollo histórico en un modelo futuro
superador. ¿El resultado de concluir de esta forma el panteísmo evolutivo de
Hegel resolviéndolo en la llegada a un paraíso social? Que Marx pudo criticar
(y defender) a todas las sociedades desde todas las posiciones ideológicas a la
vez.
Trataré de explicar esto último
con los ejemplos quizá más importantes, y aunque faltarían muchos otros, se
trata de comentarios fácilmente ubicables en su obra:
Marx rescataba, como podría
hacerlo un milenarista esjatológico, al comunismo antiguo de los patriarcados
matrilineales (presuponiendo un poco erróneamente que todas las formas
iniciales de la cultura humana habían tenido esta forma), pero éste consideraba,
ya como un modernista, que se trataba de un estado de primitivismo tribal
estático que requeriría un cambio hacia la separación social, como única forma
de progresar mediante el imperativo de la división técnica y social del
trabajo, cosa que sólo podía impulsarse mediante la explotación de estamentos
no dedicados a la economía: élites políticas, guerreras, etc., subproductos de
las formas primitivas de propiedad privada.
Marx rescataba, como un
tradicionalista, a las diferentes fases de las sociedades premodernas,
esencialmente aldeas rurales y gremios urbanos, en las cuales encontraba entramados
de relaciones personales que posibilitaban una cohesión social organizada por
la tradición pero sin velos forzosos de la función social de cada individuo, y
donde las herramientas de producción estaban de facto en manos de quienes
trabajaban (cosa que continuó en la primer fase de “economía civil” de la
sociedad burguesa, y fue tan defendida por los distributistas como opción
política). De entre estas fases, rescataba especialmente al feudalismo del
occidente cristiano, por su capacidad para abstraer un principio universal de
individuación sin que la comunidad se quebrara, aunque supusiera que estaba
condenada a hacerlo y hundirse en una vida vegetativa de “idiotismo rural”, dando
origen así a su reverso secularizado, mucho más poderoso, en los industriales y
políticos modernos: la sociedad mercantil-burocrática moderna occidental que se
extendería, con sus empresas y estados, a todo el planeta, cosa que admiraba a
la vez con la fe humanista de un ilustrado, y con la inhumanidad de un
positivista.
Marx rescataba, como un liberal
clásico, a la individuación y colectivización moderna, esto es: al desarrollo,
por un lado, de las diferentes clases de la sociedad civil burguesa, y a la
creación de una vasta economía impersonal, capaz de coordinar en un solo mundo
social a la producción de todo el planeta mediante el dinero a través del
proceso del capital y del trabajo invertido abstraído como parámetro de
coordinación subyacente y articulado mediante precios; y por el otro, a las
élites políticas concentradas en una única dirigente sociedad política
burguesa, con su Estado-nación moderno (cuya creación ya entendía como un
subproducto de las monarquías absolutas) con su capacidad de establecer un
sistema de derechos individuales que posibilitaran la libre comunicación
interpersonal y un espacio privado para concebir conscientemente, sin las
restricciones de la tradición y la religión, a la forma de organizar la
sociedad. En este sentido, Marx era a la vez un defensor de las libertades y
bienes sociales y materiales producidos por la sociedad mercantil y por la
política republicana, y hasta consideraba la democracia como una aporía que
sólo podría, como mucho, servir para representar las ideologías en pugna para
hacer funcionar a la sociedad capitalista en forma adecuada, mediante la
libertad de expresión individualizada, sin restricciones ni tradicionales ni
políticas externas, posibilitada por el Estado de Derecho. Y, sin embargo, al
mismo tiempo, consideraba que la forma de lograr estos éxitos modernos era al
precio de un resultado social que invertía el valor de los mismos, y, como
cualquier revolucionario anti-liberal, consideraba que todos estos progresos se
hacían a costa de la alienación más radical del hombre: atomización y pérdida
de control de la sociedad, capitalistas incluidos, sobre sus condiciones de
vida, la proletarización de la mayoría de los trabajadores, el hacinamiento y
la degradación moral, una cohesión humana basada sólo en el delgado hilo del
miedo al Estado y del interés en el dinero, y que desembocaba rutinariamente,
crisis mediante, en el caos y la violencia, o en la autonomización dictatorial
del Estado.
Marx admiraba y detestaba,
simultáneamente, todas estas fases históricas que él entendía como el
desarrollo necesario de la historia del hombre, y que obedecía a una simetría
ontogenética necesaria e inevitable. Y todas sus observaciones sociológicas,
tanto políticas como económicas, culturales como religiosas, tienen
necesariamente un elemento hostil a todos estos componentes de la historia que
las diferentes derechas rescatan. Sí, todo esto es cierto, pero, a la vez, como
la otra cara de la moneda, sus observaciones eran hostiles siempre en función
de aquellas que eran amistosas para las demás derechas. De hecho, y he aquí el
objetivo de este artículo y de la antología de textos que decidí hacer, es
mostrar que las múltiples derechas que conocemos, aunque tienen como raíz una
oposición mutua radical entre sí, representan aspectos positivos de la sociedad
que, con independencia de cuál se priorice, pueden conciliarse. Y conciliarse
en una comunión de intereses políticos, cosa que es definitivamente imposible que
las vinculen con las izquierdas, que tienen plena consciencia de que su
finalidad no puede ser el bien de un ordenamiento social en ningún sentido, ya
que implicaría concebir alguna forma de armonía de intereses entre grupos
dispares orgánicamente relacionados, lo cual sea quizá la mejor definición
esencialista de “derecha” que se puede elaborar. Las derechas, además, tienen
algo en común, que no es sólo coyuntural: es la oposición (por razones
intrínsecas que tienen que ver con esta misma idea de intereses confluyentes),
a la izquierda, y en particular a cierta izquierda “oficial”, que otrora fue
económicamente estatista y basada, en el fondo, en un igualitarismo espartano
sobre una economía regulada, y que hoy es culturalmente estatista, y basada, en
el fondo, en un igualitarismo sexual sobre una economía de mercado.
Pues bien, Marx, repudiaba a
estas utopías izquierdistas, ya incluso en sus versiones originales jacobinas.
Y como mucho (que no es poco) rescataba de ellas más bien sus estrategias
políticas revolucionarias y al control estatal de transición (lo cual llevó a
que él mismo fuera el responsable de la degeneración proto-totalitaria de su
movimiento, cosa que se puede ejemplificar en su posición respecto a la Comuna
de París de 1871 donde su desesperación política lo volvió un rojo más
extrañando aquél Comité de Salvación Pública que tanto desprecio le generaba),
pero nunca la definición de socialismo fue la de un estatismo general (que Marx
afirmaba existía en el “modo de producción asiático”), y todas las propuestas
en la dirección de la nacionalización estatal, sea en economía o cultura, le
parecían anomalías sin futuro y finalmente regresivas. Y, de hecho, lo eran, si
se toma por entero su cosmovisión. La obra de Marx no es una suma de
arbitrariedades atadas con alambres de púa, a pesar de eventuales y muy marcadas
ambigüedades: no deja de ser bastante sospechoso que, aun siendo de coyuntura,
las famosas diez medidas del “período de transición” hacia el socialismo,
previstas en el manifiesto de 1848, eran todas de naturaleza estatista y no
propiamente socialistas. En sus últimos años, sin embargo, apoyaba convertir a
los Mir rusos tradicionales en las bases de emplazamiento –con las fuerzas
productivas sociales ya creadas por las burguesías occidentales–, de un
comunismo autónomo obrero de gran alcance, y predecía que si una vanguardia
comunista utilizaba el Estado e intervenía, cuanto más no sea para la dirección
ideológica de estas comunidades, eso significaría la señal de que se habría
engendrado un nuevo jacobinismo. Y claramente la historia le dio la razón.
Ambas posiciones contrapuestas dejan sospechas sobre la verdadera intención de
Marx, y si acaso le importaba primero la destrucción del capitalismo, incluso a
manos de un colectivismo de tipo estatal, y recién luego la construcción de un
verdadero socialismo.
Dicho todo esto, está claro que
Marx no era, sobra aclararlo, representante ni siquiera parcial de ninguna de
las derechas políticas que grosso modo subsisten como grupos de presión social
e ideológica actualmente, y que son enemigas de las izquierdas oficiales
presentes. Marx no era ni un liberal, ni un conservador, ni un nacionalista. Y
si vamos a categorías doctrinales más profundas, lo mismo: no representaba a
ninguna posición liberal (ni siquiera al socialismo liberal de un Kelsen o un
Oppenheimer, y menos al socioliberalismo de un Stuart Mill o un Keynes). Marx no
era tampoco, obviamente, un nacionalista tradicionalista: sabía que con razón
los tradicionalistas puros rechazaban el concepto moderno estatal de “nación” inventado
en el siglo XVIII: un engendro corrosivo de la integridad de las verdaderas comunidades
de nacimiento –los pueblos locales– por lo que obviamente apoyaba por eso mismo
al nuevo “nacionalismo” en tanto pre-globalizador (sin acercarse ni por asomo a
la izquierda nacionalista). Tampoco era un conservador en ninguna de sus
formas, ni la del globalismo secular republicano de los neoconservadores, ni la
del patriotismo antiglobalista de los paleoconservadores. Pero el punto es que
tampoco era lo opuesto: no era un estatista autoritario, populista-democrático
y antiliberal; no era un humanista secular enemigo del comunitarismo medieval
(un prologuista de uno de sus libros llegó a hablar del “rancio cristianismo
ético-político” de Marx), y finalmente, no era un enemigo de la estabilidad
social si ésta todavía significaba un desarrollo social y económico, con lo
cual no era un anti-conservador.
Marx no era un izquierdista, sencillamente. Era un comunista, que no es
precisamente lo mismo.
En fin ¿qué pueden hacer con Marx
las derechas, además de lo que vienen haciendo, salvo honrosas excepciones,
hace más de un siglo, esto es: leer los argumentos que éste usaba en su contra
para elaborar contrarrespuestas superiores en forma poco constructiva? Pues es
sencillo: ¡extraer lo que éste decía en la defensa de esas mismas derechas
cuando criticaba a las restantes! Y, aclaro: no se trata de una mera
instrumentalización de su obra. Sin lugar a dudas, si Marx tenía cabal razón
cuando escribió favoreciendo a alguna de las “diferentes derechas”, entonces el
costo será para las restantes, con lo cual no tendría sentido intentar que
liberales, conservadores, nacionalistas, tradicionalistas y comunitaristas
pretendan convertirse en una suerte de “marxistas de derecha”. El marxismo, si
se adopta como sistema de pensamiento, no posibilitaría tal uso. Weber sí, pero
no Marx. (Y esto muestra, a la vez, tanto la cerrazón como el coherente
ensamblado de su pensamiento.) Sin embargo, las afirmaciones aquí citadas
pueden ser simultáneamente verdaderas, pero ser valoradas en forma distinta.
El punto es que Marx pudo haber
tenido más puntos válidos, en aquellos argumentos que favorecen a las
diferentes corrientes que llamamos “derechas”, que en aquellos argumentos que
las perjudican. Éstos se pueden aceptar críticamente, matizar, o bien resignar
al costo que implican, a la manera de Isaiah Berlin. Y aun cuando no se pudiera
¿acaso importa? Al fin y al cabo, si no fuera así, de cualquier forma las
derechas estarían en el mismo problema: para resolverlo deberían pensar igual y
no contraponerse en cuestiones clave. Pero no pueden, y está bien que así sea.
En sus fundamentos últimos no son conciliables, ni lo podrán ser, aun cuando y
sin embargo, pudieran depurar sus “modelos de sociedad” adoptando elementos
valiosos de las restantes. Fijémonos cuán cierto es esto con sólo unos ásperos
pares de ejemplos:
La obra El estado servil del distributista Hilaire Belloc es mucho más radical
en su crítica al trabajo asalariado; más intransigentemente anticapitalista que
el Manifiesto comunista de Marx y
Engels, y sin prácticamente ninguna de las apreciaciones positivas de éstos a
la sociedad burguesa, con excepción de una pequeña propiedad cuya protección
tiene más de corporativa que de liberal. Ni qué decir del medievalismo
comunitario de Régine Pernoud.
El liberalismo en la obra El socialismo de Ludwig von Mises es
visceralmente anticristiano; su defensa de la Iglesia es instrumental y casi
cínica, ya que considera al antieconomicismo bíblico como una aversión a la
base social mercantil que requiere la sociedad occidental capitalista, y su
posición al respecto no tiene matices: es radicalmente pro-moderna y
anti-tradicionalista, al punto de afirmar que la amenaza no sólo proviene del colectivismo,
sino de las “consecuencias sociales imprevisibles” de la comunidad tradicional
y que la “libertad está garantizada únicamente por el capitalismo, que reduce
prosaicamente las relaciones recíprocas entre los hombres al impersonal
principio de cambio do ut des”, así
como aclara en su capítulo dedicado al solidarismo económico, que si acaso los
propietarios privados por razones culturales hicieran un uso generalizado,
libre y voluntario, de su propiedad en formas no egoístas (esto es: no
compulsivamente maximizadoras de las ganancias), desestabilizarían la sociedad
capitalista haciéndola totalmente disfuncional.
Las obras del pensamiento
nacionalista (moderno, mal que nos pese; aunque sus intenciones sean
genuinamente tradicionalistas), se dan de patadas no sólo con el feudalismo y
el comunitarismo medievales (cayendo una y otra vez en el absolutismo), sino
incluso con el anticapitalismo implícito en el corporativismo no-estatal de los
distributistas. Y qué decir de lo que el centralismo nacionalista, por más
cuerpos intermedios que intente proteger, choca con la mecánica mercantil del
resto de la sociedad civil en cuanto a sus componentes modernos: las empresas,
cada vez más lejanas de su articulación con cuerpos intermedios tradicionales.
Ni qué hablar del Estado moderno, al que los nacionalistas intentan reconducir
para sus fines de una modernidad tecnológica culturalmente tradicionalista. Su
intento es como intentar chantajear a un demonio con ser exorcizado, para que
trabaje para la salvación de las almas del resto de la humanidad. Aun con sus
argumentos, olvidan que para un real tradicionalismo, los “pueblos” son
poblados, aldeas, villages, comunidades
económicas; las “naciones” eran etnias y lenguajes que nos daban nacimiento.
Incluso el concepto de “pueblo” como estamento estaba ligado al trabajo, pero
era opuesto a la moderna idea de “masas” bajo un Estado-nación.
¡Y los conservadores! ¿Cómo
ubicarlos? Las obras de Allan Bloom y Paul Gottfried chocan radicalmente entre
sí, siendo las del primer autor de influencia neoconservadora y las del segundo
declaradamente paleoconservadoras. Y ambas corrientes conservadoras –unas
universalistas y las otras regionalistas– son necesariamente reactivas a tanto
a las cosmovisiones individualistas de los liberales como a las colectivas de
los nacionalistas, y ni digamos a las tradicionalistas. Es cierto que los
conservadores pueden lograr combinar elementos y hasta generar sincretismos con
las demás perspectivas, como pueden ser las liberales, las nacionalistas o las
tradicionalistas, mientras que éstas no pueden lograr lo mismo entre sí. Pero
se trata de una síntesis, donde algo de la posición conservadora es sacrificada
o subsumida en una opción diferente, como puede ser el caso del
liberal-conservadorismo de Oakeshott, y otras formas relacionadas con cierto
tradicionalismo y hasta comunitarismo, como en el caso de la “economía social
de mercado” de Erhard o bien el de la “economía del don” de Zamagni.
Insisto, pues, en cualquier caso:
¿es esto hoy tan importante? Las
derechas deben aceptar que están en guerra con una nueva izquierda (en realidad
con dos: una progresista y la otra populista, que se dan de la mano en cuanto
pueden), y que, aunque en muchas cosas se encuentren a mayor distancia entre sí
que respecto de estas izquierdas, éstas izquierdas son, por la contingencia
política, cultural y social presente, su primer y principal enemigo.
Representan la principal amenaza intencional a su misma existencia;
socialmente, culturalmente y hasta políticamente. No hay para las derechas,
literalmente, ninguna forma de que puedan bregar por su causa, sin primero
combatir a estas izquierdas decididas a arrancarlas de raíz del espectro
político, y especialmente el cultural. Y estas izquierdas saben perfectamente
por qué necesitan hacerlo. Y saben que en su radicalismo hereditario, deben
rescatar de cada uno de sus adversarios sus errores y confusiones. Pues bien,
he aquí que Marx supo ver (aunque no fue el único, claramente) aquello en que
cada uno sí acertaba en cuanto su visión de los fenómenos sociales, y lo
adecuado que había en sus argumentaciones. No es coincidencia que a cada paso
en que la izquierda comunista se desarrolló, se fue alejando cada vez más,
primero del ideario comunista, luego de la obra del propio Marx (primero con
Lenin y luego con Gramsci), y finalmente de cualquier ligazón aun indirecta con
Marx (hasta llegar a Laclau).
Como bien explicó el cientista
político australiano Kenneth Minogue: la dialéctica hegeliana utilizada como
sistema ideológico para concebir toda la realidad social desde el binomio
“opresor-oprimido”, es separable de la cosmovisión marxiana, y la prueba es el
arduo –y, si se quiere, “falsable”– trabajo del marxista analítico Gerald A. Cohen.
Es cierto que aquella dialéctica era un subproducto de la forma del marxismo de
confrontar sus desafíos intelectuales cuando se veía en apuros, apelando a la
crítica de las superestructuras ideológicas mediante falacias genéticas, lo
cual sí es quizá lo más negativo y menos rescatable de toda la obra de Marx. Y
es ésta dialéctica la que vemos en casi todas las izquierdas actuales, y por lo
cual es comprensible (aunque no justificable) llamar a muchas de éstas como
“marxismo cultural”. Sin embargo, y volviendo a Minogue, la obra de Marx debe
recurrir a esta instancia neutral y ahistórica para comprender la historia; y
que cuando no lo hace en función de la dialéctica de un polilogismo clasista,
tiende a engendrar radicalismos dialécticos que se escinden de su cosmovisión
general, que es superior a las clases que analiza. Por eso, para el pensador
australiano, el de Marx es un mapa de base muy útil para entender mil y un
fenómenos sociales y que es debatible racionalmente cuando no se encierra en sí
mismo como superestructura ideológica de la vanguardia del proletariado
revolucionario. De hecho, sin entender los aciertos razonables y atendibles de
Marx, no se puede siquiera comprender correctamente a autores tan importantes
como Spengler, Polanyi, Wittfogel, Gellner, Bloch, De Benoist, Hermet, Manent, Kirk,
Strauss, Linz, MacIntyre, Genovese, Bertalanffy, Morishima, Bauer, Krugman,
Coase, Demsetz, Knight, De Soto, Williamson, Ostrom y un larguísimo y aleatorio
etcétera (y conste no repito aquí los autores que menciono en el resto de este
artículo) de pensadores de las diferentes “derechas” así como de otras
corrientes más centristas (no tibias, digo: realmente de centro) o bien que son
de izquierdas, y que cuando son sinceras, como en el caso de Hannah Arendt, y
aquí Claudia Hilb, sufren el escarnio de ser funcionales a la derecha o de ser directamente la derecha, precisamente por no adaptarse a ciertas modas
post-marxistas de turno y, en cambio, denunciar que gran parte de la izquierda
histórica ha abandonado el ideal de una emancipación cabal de la explotación, y
se ha convertido, desde hace ya bastante tiempo, en la defensa corporativa de
dispares conglomerados de élites políticas, de jerarquías nada igualitarias de
empleados estatales, o de oligarquías militares como la venezolana, todo en
nombre de aquellos asistencialismos de penitenciaría del siglo XX, cuyos
residuos ejemplares son hoy Cuba y Corea del Norte.
Y hay algo más, con lo que quiero
cerrar antes de reproducir estas citas: lo que llamamos el pensamiento marxiano
en general, por entero, y no sólo en estos fragmentos, es literal y
hermenéuticamente incompatible como cosmovisión con la del bolchevismo leninista
o lo que conocemos oficialmente como “comunismo”. El leninismo no es más que el
análisis de las condiciones sociales para la adopción del poder político por
parte de los partidos comunistas, con el fin de establecerlos como reguladores
de la vida social y económica de diferentes naciones, y no, como en el caso del
análisis marxiano, un análisis de las condiciones sociales para la creación de un
desarrollo autónomo, fuera de la ingeniería política, de asambleas
provisionales obreras para la transición hacia una “asociación libre de
productores individuales”, lo cual requiere un insight mucho más profundo en el análisis de los fenómenos sociales.
Es por esto que los mejores intelectuales y académicos de la Guerra Fría
citaban a Marx para criticar a las dictaduras de los partidos comunistas. Y no
para referirse sonsamente a la “traición” respecto a las promesas de Marx
respecto a las condiciones que se requerían para una revolución comunista (ya
que éste fácilmente Marx podría haberse equivocado), sino porque los mismos
métodos analíticos de Marx para analizar a la sociedad capitalista podían
usarse para desmenuzar a los modelos, tanto de los militarmente planificados
“comunismos de guerra”, como de los estatalmente dirigidos “socialismos reales”,
y que, a la inversa de lo que se cree, la conquista del poder por el
bolchevismo no demostraba que Marx estuviera equivocado. Como mucho, demostraba
que ciertos textos de Marx, sacados de contexto y convertidos en una mala
escolástica, podían servir como una buena justificación ideológica para
regímenes que él mismo jamás negó pudieran surgir antes del comunismo por éste
profetizado (e insisto: afirmar esto, no significa por ello que tuviera razón).
Estos regímenes habían podido tomar el poder no mediante la maduración
revolucionaria de ninguna clase obrera para reemplazar al capitalismo, sino por
todo lo contrario: incluso la democracia directa y a la vez plural de los
verdaderos soviets obreros defendida
por Arendt contra la dictadura del partido bolchevique, era incapaz de fundar
un nuevo orden socioeconómico. Ni siquiera fueron estas asambleas minoritarias
las que impusieron el poder del Partido, sino que fue obra de milicianos
provistos por Kerensky. De vuelta, regreso con lo que ya decía la embajadora de
Ronald Reagan, y que quiero citar completo a pesar de la extensión de los
párrafos:
Los partidos comunistas sirven
como "vanguardia del proletariado" en naciones sin proletariado, sin
capitalistas, sin industria; la conquista militar, la subversión y los golpes
de estado sustituyen a las revoluciones proletarias; pequeñas élites de
intelectuales ambiciosos sustituyen a las masas trabajadoras. Entretanto, el
marxismo clásico es invocado para rodear la búsqueda de poder con una aureola
de moralidad y ciencia. Ocasionalmente es enriquecido, pero en general es
simplemente invocado: sus postulados básicos no son examinados a la luz de la
historia ni de la práctica bolchevique.
En vez de existir la tan
cacareada "unidad de teoría y práctica" del movimiento comunista,
existe una escisión absoluta entre la teoría y la práctica. En el nivel del
conflicto político, los comunistas son pragmatistas consumados y maestros en Realpolitik,
no obstaculizada por consideraciones ideológicas dogmáticas ni por inhibiciones
éticas. También juzgamos mal la función de la ideología oficial.
Para los no comunistas ha
resultado extremadamente difícil asimilar el hecho y las implicaciones de la
irrelevancia de la filosofía marxista del desarrollo histórico para la conducta
del movimiento. De hecho, el movimiento comunista no tiene base económica ni
ninguna relación específica con ninguna clase económica. De hecho, los partidos
comunistas no tienen lazos previsibles, determinados o integrales con ningún
grupo social o económico particular. La pertenencia tribal, los intereses
regionales, el idioma, las rivalidades personales, el nacionalismo, el color y
otros factores a menudo sirven como base para separar a los enemigos de los
amigos, no su relación con los medios de producción. En las zonas
subdesarrolladas, vemos una y otra vez los esfuerzos de los dirigentes
comunistas occidentalizados para encontrar o crear la base social para un
partido reducido. Sus esfuerzos se concentran en cualquier grupo que esté más
distanciado de la autoridad existente o menos integrado a la estructura de
autoridad existente. En China, resultaron ser los intelectuales y campesinos;
en la India, ciertos grupos regionales y de casta; en Estados Unidos, ciertos
sectores de la clase media; en Gran Bretaña, ciertas minorías étnicas; en
Francia, los obreros industriales y la intelligentsia; en Africa, ciertas
tribus. Y así sucesivamente.
Si los partidos comunistas
hablaran de colectivización a los campesinos, de internacionalismo a las
naciones nuevas, de conflicto inexorable a los pacifistas, de conformidad
ideológica a los intelectuales, de capitalismo de estado a las clases
trabajadoras y de dictadura a las clases medias, en pocas palabras, si los
partidos comunistas intentaran hacer proselitismo a través del atractivo de sus
propios valores, las líneas del conflicto estarían claramente trazadas.
Finalmente, pues ¿qué sucede
entonces con la Nueva Izquierda? Al fin y al cabo, incluso el realismo político
de los partidos ideológicos leninistas estaba constreñido a una forma
específica de éxito, y ésta era la pugna compulsiva entre sus miembros por
conducir y liderar un totalitarismo basado en un dirigismo estatal completo.
Gramsci liberó bastante al Partido de los condicionamientos impuestos por sus
propias excusas “marxistas” y ayudó a fundar un izquierdismo pro-bolchevique
nuevo. Pero éste, paradójicamente, terminaría deslindándose gradualmente del
objetivo cada vez más ruinoso de crear naciones penitenciarias con economías de
hospicio público: sistemas que finalmente sólo servían para mantener a las poblaciones
civiles como refugiadas de guerra en países en situación de paz, y cuya única
utilidad era su capacidad para sobrealimentar la industria del armamento a
costa del resto de la capacidad productiva. Laclau y Mouffe dieron el último
paso: abolieron hasta las últimas referencias que quedaban en la “izquierda
oficial” ex-comunista a las condiciones sociales como infraestructuras (con lo
cual, simultáneamente, se privó a sí misma de coordenadas para crear
exitosamente cualquier tipo de revolución social, cualquiera fuera su forma) y
fundó un movimiento amplio pero sin un partido como refugio fijo, para llevar
al poder (mediante el recurso a técnicas nuevas provistas como “estrategias”
para el populismo izquierdista) a los ex-miembros desempleados de la Comintern,
pero esta vez en gobiernos estatistas incoherentes, más personalistas que
unipartidarios, y sin el condicionamiento de recrear un régimen colectivista.
El resultado fue el actual desastre, entre trágico y farsesco, conocido como
“Socialismo del Siglo XXI”, cuyas únicas variantes intentadas fueron obra de
dos símiles decadentes del allendismo: el de Maduro en Venezuela y el de Ortega
en Nicaragua. Hoy ambos devenidos en déspotas vulgares, luego de autogolpes contra
sus propias constituciones amañadas.
Ahora bien, tanto el reciclado
populista pro-totalitario dirigido por el castrismo latinoamericano, como el
humanismo totalitario del neo-progresismo (ambas caras de la “Nueva Izquierda”),
no son fenómenos ajenos a esa disolución cultural y a esa fusión conflictiva
que licúa las relaciones interpersonales, propias del desarrollo de la vida
social en los países capitalistas. Y si bien son la creación deliberada de
liderazgos intelectuales y de organismos ideológicos, son, también, un producto
del desarrollo cultural de las élites sociales, las clases medias y altas, de
los países capitalistas. Surgieron de explotar la situación de masas, cuyas
degradadas condiciones de vida no han sido impuestas coercitiva ni previamente
por la legislación de un Estado izquierdista, sino que han sido el resultado,
necesario y progresivo, de formas extremas de mercantilización social: no sólo
la atomización de la esfera pública de la vida social, connatural a los intercambios
económicos y políticos modernos, sino también la desintegración de las esferas
privadas personalizadas (familias, clubes, grupos de amigos, iglesias, etc.) al
mínimo individual: una identidad (im)personal, vital pero aislada,
ilusoriamente abstraída de sus relaciones. Acciones deliberadas han colaborado
suplementariamente sobre otras no deliberadas, en la obra socialmente deletérea
de envilecer y criminalizar los últimos ligamentos comunitarios e
interpersonales que existían dentro de aquellos espacios privados, destruyéndolos
con el interés y la desconfianza mutua, y convirtiendo a todas las formas de
relación social ociosa en potenciales esferas públicas, basadas en vínculos reticulares,
y expuestas a ser judicializadas y legisladas, por ende, por un poder público,
como vemos crecientemente. Los llamados “nuevos reaccionarios” (Muray, Dantec y
Houellebecq) han dado excelente cuenta de este fenómeno.
Pues bien, para entender mejor
todo esto, las herramientas intelectuales elaboradas por Marx son bastante
útiles, y por eso es que las usan autores de “derecha”, de “centro” y de “izquierda”,
en cualquiera de los sentidos que se le quiera dar a estos conceptos en la
geografía ideológica de la política. De hecho, diría que hoy y desde hace ya bastate
más que un par de décadas, han sido más autores de derecha que de izquierda los
que han recurrido a Marx, como es el caso de Furet o Aron. Incluso defensores
de la familia han citado a Marx, puesto que aunque éste considere a la misma un
subproducto de prevalencia biológica (que existiría incluso dentro de los
comunismos primitivos tribales, y que en el comunismo futuro creía él tendería
a desaparecer), no dejaba de ser para él una herencia de una forma comunista de
vida: las observaciones marxianas son más que útiles para entender la
aniquilación de las familias tradicionales extensas (que existieron hasta
terminada la Edad Media) y su reemplazo por la familia nuclear burguesa
destinada a representar egoísmos en conflicto. La izquierda, en cambio, jugó la
carta de inventarnos conflictos ad hoc: ha retornado a un radicalismo
dialéctico totalmente elástico aplicable a cualquier grupo social para
enmarcarlo en una dinámica de opresor-oprimido, así como se ha degradado a un
neo-jacobinismo vulgar, a medio camino entre el elitismo ideológico de los partidos
de cuadros bolcheviques, y el populismo electoralista autoritario de
organizaciones de masas disfrazadas de mediadoras de un cesarismo plebiscitario.
El izquierdismo se ha refugiado en una lectura, sesgada y malinterpretada, de
la crítica post-nietzscheana de Weber al concepto de “Historia” (con mayúsculas),
para imbuir a este sociólogo de un contingentismo histórico y un anti-esencialismo
social que él mismo jamás aceptó, y que sirve de falso soporte a una lectura
postmoderna, abstrusa o sincrética, de los fenómenos sociales, por parte de
cualquier izquierda que tenga a mano un lenguaje pomposo que oculte su carácter
repetitivo y su mediocridad vestida de academicidad. Como mencioné antes: varias
de las herramientas de análisis esbozadas por Marx para criticar a la sociedad
capitalista (gracias a las cuales es mucho más sencilla y comprensible la
lectura de Weber), no sólo son utilizadas por muchos liberales para defender a
ésta (o bien para matizar y sofisticar su defensa, como fue el caso del propio
Weber), sino que también han servido para perfeccionar las críticas de
conservadores, nacionalistas y tradicionalistas que, otrora, inspiraron a Marx,
pero que también les sirvieron para criticar al colectivismo e incluso al
propio marxismo. Lo mismo se da con el estatismo, el populismo y hasta los
diferentes movimientos revolucionarios. Y hoy muchas de las herramientas
marxianas de análisis sirven para comprender mejor a los nuevos radicalismos de
la izquierda, aun más que sus versiones “clásicas”.