lunes, 20 de noviembre de 2023

El misterio del capital intelectual de Marx



La verdad es que me es muy difícil comenzar siquiera este extenso prólogo: una informal introducción aclaratoria al esbozo de una antología de citas “derechistas” de ¡Karl Marx! Sé que escribo para un lector medio que, estadísticamente, ve en Marx a una suerte de “bestia negra” de todos sus principios. Alguien que ve en él casi algo no humano, de una maligna inteligencia angélica, que ha inventado una habilísima retórica para manipular y tergiversar la realidad, todo a favor de crear el programa socioeconómico de un movimiento totalitario cuyo nombre propio ha sido “Comunismo”, el cual a su vez encarnaría la manifestación más alta, jamás alcanzada, del mal en política. Yo mismo creí testarudamente en esta responsabilidad de Marx durante mucho tiempo, y quizá, en cierta medida –por las razones esgrimidas por Kołakowski–, no me haya equivocado enteramente. O quizá sí. Pero sin duda me equivoqué mucho.

Vale, sin embargo, hacer una aclaración a tiempo: que el Comunismo ha sido una de las peores (o quizá la peor) atrocidad política creada por el hombre, es en parte muy cierto, pero también esconde algo de falso. No entraré en este debate arduo, pero vale la pena aquí reiterar lo que decía Castellani: los totalitarismos extremos que casi en todos los casos llegaron a imponer, en mayor o menor medida, los movimientos comunistas –así como el marxismo-leninismo, que utilizaba a Marx de racionalización superflua y a Lenin como programa estratégico–, no era la mayor corrupción política e ideológica alcanzable por la humanidad, sino sólo su manifestación más brutal, tosca, destinada no sólo a perecer sino además incapaz de descristianizar a Europa; sólo capaz, en cambio, de oprimirla, dejando como única opción liberadora a un progresismo burgués general. Para él, así como para otros pocos pensadores –que sin embargo han resultado proféticos–, algo mucho más insidioso y “pacífico” se encontraba entre manos: la inmersión de la humanidad, a su propio gusto, en un futuro híbrido de un mercado global hedonista y un poder global tutelar. Una nueva izquierda (o, quizá, la izquierda “original”, si nos remontamos al filosofismo iluminista y luego al éxito social de los girondinos) que sería sostenida sobre el capitalismo y que tomaría de éste sus peores características sociales, gobernando mediante una dictadura cultural con prerrogativas típicas de los totalitarismos de la vieja izquierda.

Hecho este excurso, sigo con el párrafo que planeaba como continuación del anterior.

Veamos. Marx no elaboró un programa ideológico-político, ni un proyecto de ingeniería social. La de Marx no fue una suma de apreciaciones distorsionadas de la realidad, ni tiene prácticamente ninguna relación doctrinal con lo que conocemos como bolchevismo. La de Marx era una cosmovisión pretenciosa, que más allá de su extraño método epistémico, intentaba resolver completamente, en todos sus aspectos, el misterio de la sociedad y de su desarrollo hasta el presente, y aunar en un solo lugar todos los aportes teóricos sobre la historia del hombre. Si lo logró, es bastante discutible, pero lo importante es lo siguiente: su éxito no se debió a una sofisticada demagogia ideológica. No voy a negar que en algunas cartas poco conocidas, Marx reconociera abusar de la dialéctica hegeliana para ganar discusiones. Pero para lograr el reconocimiento académico que tiene hasta hoy, tuvo (y de hecho así lo hizo) que haber enriquecido el estudio de la sociedad, la cultura, la economía y la política, y para esto poco importa suponer cuáles eran sus verdaderas intenciones: no se puede hacer esto sin una gran cuota de verdad, o al menos de verosimilitud. Los totalitarismos de los partidos comunistas requirieron la prosa de Marx para darse una pátina de legitimidad. Y esto lo admitía la mismísima embajadora conservadora norteamericana Jeane Kirkpatrick, que iniciaba uno de los acápites de su más clásico texto, aclarando que “descuidadamente llamamos comunismo” a los partidos comunistas, id est al Comunismo como movimiento. Sobra decir existieron mil autores repitiéndolo antes.

Weber solía decir que si se quería dar cuenta de la economía y la política, y para ello avanzar en el desarrollo de todas las ciencias sociales como tales, había que tomar medida de cómo se habían “saldado las cuentas” con Marx, rescatando, con prudencia, el valor heurístico de su obra. Si no se coincide con ésta, es más que comprensible, pero esquivarla en vez de intentar superarla, no reconociendo sus descubrimientos en vez de pensarlos de otra manera, es como pretender eludir y saltear a Kant en el desarrollo del pensamiento filosófico como un mero error. Es imposible. Como sucedió con el idealismo trascendental kantiano, hay que dar cuenta de lo que el materialismo social marxiano supo explicar. Y que supo explicar muy bien. Cuatro lecturas nada marxistas puedo recomendar respecto a esto último: los cuatro capítulos clásicos que Schumpeter dedicara a Karl Marx; el estudio de su obra que hiciera Raymond Aron; dos libros por parte de un economista poco conocido llamado Paul Craig Roberts, que descubren en Marx al precursor de un “analista de los sistemas económicos” desde la teoría de la organización, y un breve ensayo de Andrzej Walicki que explica la complejidad de la concepción que de la libertad tenía el intelectual alemán. Por no hablar del impresionante trabajo compilatorio de Furet sobre el pensamiento político de Marx –quizá el más importante jamás hecho– mediado por una reseña crítica a sus textos dedicados a entender esa bizarra, y perversa, “precuela” casi secuencial de las experiencias políticas del siglo XX que fue la Revolución Francesa.

Dicho lo anterior, cabe aclarar: no todo ha sido obra suya. Marx se paró sobre hombros de gigantes, y no lo ocultaba. Él mismo reconocía que había logrado encastrar en un mismo lugar los profundos análisis de autores que le precedían y que, además, en la mayoría de los casos, le eran muy distantes respecto a su posición política. La mayoría de éstos no eran sólo revolucionarios liberales y socialistas, como se suele creer, sino una variopinta combinación de conservadores y tradicionalistas, muchos incluso monárquicos. Todavía más: sus observaciones más radicales contra el capitalismo, no provenían de aquellos, sino de estos últimos. El más importante de entre estos quizá haya sido el bastante desconocido Lorenz von Stein, con quien literalmente coincidió no sólo en su forma de concebir la clase social como una sumatoria orgánica de relaciones de producción, sino además su teoría de la lucha de clases, y hasta su idea de una infraestructura “material” y “económica” ubicada esencialmente en los medios técnicos de reproducción social. También vale la pena mencionar a uno de sus colegas contemporáneos: el sociólogo tradicionalista Wilhelm Heinrich Riehl, aunque como una influencia que aquél hubiera detestado admitir. Y otra deuda de Marx, probablemente, también haya sido hacia Alexis de Tocqueville; un sociólogo que un poco erradamente se pone, como sucede con el filósofo político Bertrand de Jouvenel, bajo el rubro de los autores liberales clásicos sólo por ciertos aspectos de su obra. Pero, en cualquier caso, si seguimos hacia atrás, encontraremos una suma de otros grandes pensadores que afirmaban lo mismo que Karl Marx, y en tonos todavía más provocadores. Desde Adam Smith sobre el surgimiento de la sociedad de mercaderes hasta los Federalistas concibiendo las facciones políticas como articuladoras de las ideologías de los diferentes intereses sociales creados por la división del trabajo.

Volviendo pues al movimiento que ayudó a catalizar con su genio, el punto es que la relación entre el totalitarismo de los partidos comunistas y la visión del comunismo que Marx tenía como señal de su llegada, es de una oposición tan radical, que cualquiera que se hubiera dedicado unos minutos a leer su obra hubiera visto en el bolchevismo un futuro equívoco que él mismo había en gran medida previsto. Lo que Marx (y cualquier sociólogo serio) entendía como común al socialismo y al comunismo (y que Marx, a diferencia de Weber y Durkheim, fusionaba en un solo elemento), no tiene ni puede tener nada que ver con la economía planificada en forma castrense del modelo de Lenin de un ministerio económico de “dictadores”, ni con la economía monetaria de metas de producción (el famoso “socialismo real”) por el que es conocido casi todo “país comunista”. Puede que el comunismo “holístico” (Paul Mason dixit) de Marx, o “colaboracionismo” (Paul S. Adler dixit), sea un imposible a gran escala para el hombre; una herejía sólo accesible a quizá grandes inteligencias artificiales, y cuya realidad humana pueda limitarse sólo al comunismo carismático de amor como el que conoció el cristianismo primitivo. O sea: fenómenos sociales que se producen como resultado de un objetivo distinto: una comunión en una sociedad religiosa formada por familias, o bien a ciertos tipos de economías de parentesco, o a las órdenes monásticas. Pero no es esta la cuestión. La cuestión es que, como bien dice Ernst Nolte, la imagen marxista del futuro “no era ‘moderna’ en absoluto, sino más bien arcaica al estar orientada a la noción de la humanidad como familia y de los individuos existentes en completa reciprocidad sin distanciamientos ni objetivaciones.” En rigor, el comunismo de Marx es una utopía “ultra-reaccionaria” proyectada hacia el futuro y convertida en “futurista-progresista” mediante la tecnología, vía una coordinación a gran escala sólo posible gracias al desarrollo de lo que dio en llamar el general intellect, lo que se puede entender como el actual trabajo intelectual, en transición de desarrollarse enteramente, y que desplaza por su valor monetario al trabajo manual dado su rol en el aumento de la productividad, no pudiendo finalmente ser medido mediante precios.

Más propiamente: Marx lo que hizo fue, en pocas palabras, unir en un solo lugar todas las formas de organización social humanas; deslindar de éstas todos los supuestos males que según él tenían, y aunar los frutos de su desarrollo histórico en un modelo futuro superador. ¿El resultado de concluir de esta forma el panteísmo evolutivo de Hegel resolviéndolo en la llegada a un paraíso social? Que Marx pudo criticar (y defender) a todas las sociedades desde todas las posiciones ideológicas a la vez.

Trataré de explicar esto último con los ejemplos quizá más importantes, y aunque faltarían muchos otros, se trata de comentarios fácilmente ubicables en su obra:

Marx rescataba, como podría hacerlo un milenarista esjatológico, al comunismo antiguo de los patriarcados matrilineales (presuponiendo un poco erróneamente que todas las formas iniciales de la cultura humana habían tenido esta forma), pero éste consideraba, ya como un modernista, que se trataba de un estado de primitivismo tribal estático que requeriría un cambio hacia la separación social, como única forma de progresar mediante el imperativo de la división técnica y social del trabajo, cosa que sólo podía impulsarse mediante la explotación de estamentos no dedicados a la economía: élites políticas, guerreras, etc., subproductos de las formas primitivas de propiedad privada.

Marx rescataba, como un tradicionalista, a las diferentes fases de las sociedades premodernas, esencialmente aldeas rurales y gremios urbanos, en las cuales encontraba entramados de relaciones personales que posibilitaban una cohesión social organizada por la tradición pero sin velos forzosos de la función social de cada individuo, y donde las herramientas de producción estaban de facto en manos de quienes trabajaban (cosa que continuó en la primer fase de “economía civil” de la sociedad burguesa, y fue tan defendida por los distributistas como opción política). De entre estas fases, rescataba especialmente al feudalismo del occidente cristiano, por su capacidad para abstraer un principio universal de individuación sin que la comunidad se quebrara, aunque supusiera que estaba condenada a hacerlo y hundirse en una vida vegetativa de “idiotismo rural”, dando origen así a su reverso secularizado, mucho más poderoso, en los industriales y políticos modernos: la sociedad mercantil-burocrática moderna occidental que se extendería, con sus empresas y estados, a todo el planeta, cosa que admiraba a la vez con la fe humanista de un ilustrado, y con la inhumanidad de un positivista.

Marx rescataba, como un liberal clásico, a la individuación y colectivización moderna, esto es: al desarrollo, por un lado, de las diferentes clases de la sociedad civil burguesa, y a la creación de una vasta economía impersonal, capaz de coordinar en un solo mundo social a la producción de todo el planeta mediante el dinero a través del proceso del capital y del trabajo invertido abstraído como parámetro de coordinación subyacente y articulado mediante precios; y por el otro, a las élites políticas concentradas en una única dirigente sociedad política burguesa, con su Estado-nación moderno (cuya creación ya entendía como un subproducto de las monarquías absolutas) con su capacidad de establecer un sistema de derechos individuales que posibilitaran la libre comunicación interpersonal y un espacio privado para concebir conscientemente, sin las restricciones de la tradición y la religión, a la forma de organizar la sociedad. En este sentido, Marx era a la vez un defensor de las libertades y bienes sociales y materiales producidos por la sociedad mercantil y por la política republicana, y hasta consideraba la democracia como una aporía que sólo podría, como mucho, servir para representar las ideologías en pugna para hacer funcionar a la sociedad capitalista en forma adecuada, mediante la libertad de expresión individualizada, sin restricciones ni tradicionales ni políticas externas, posibilitada por el Estado de Derecho. Y, sin embargo, al mismo tiempo, consideraba que la forma de lograr estos éxitos modernos era al precio de un resultado social que invertía el valor de los mismos, y, como cualquier revolucionario anti-liberal, consideraba que todos estos progresos se hacían a costa de la alienación más radical del hombre: atomización y pérdida de control de la sociedad, capitalistas incluidos, sobre sus condiciones de vida, la proletarización de la mayoría de los trabajadores, el hacinamiento y la degradación moral, una cohesión humana basada sólo en el delgado hilo del miedo al Estado y del interés en el dinero, y que desembocaba rutinariamente, crisis mediante, en el caos y la violencia, o en la autonomización dictatorial del Estado.

Marx admiraba y detestaba, simultáneamente, todas estas fases históricas que él entendía como el desarrollo necesario de la historia del hombre, y que obedecía a una simetría ontogenética necesaria e inevitable. Y todas sus observaciones sociológicas, tanto políticas como económicas, culturales como religiosas, tienen necesariamente un elemento hostil a todos estos componentes de la historia que las diferentes derechas rescatan. Sí, todo esto es cierto, pero, a la vez, como la otra cara de la moneda, sus observaciones eran hostiles siempre en función de aquellas que eran amistosas para las demás derechas. De hecho, y he aquí el objetivo de este artículo y de la antología de textos que decidí hacer, es mostrar que las múltiples derechas que conocemos, aunque tienen como raíz una oposición mutua radical entre sí, representan aspectos positivos de la sociedad que, con independencia de cuál se priorice, pueden conciliarse. Y conciliarse en una comunión de intereses políticos, cosa que es definitivamente imposible que las vinculen con las izquierdas, que tienen plena consciencia de que su finalidad no puede ser el bien de un ordenamiento social en ningún sentido, ya que implicaría concebir alguna forma de armonía de intereses entre grupos dispares orgánicamente relacionados, lo cual sea quizá la mejor definición esencialista de “derecha” que se puede elaborar. Las derechas, además, tienen algo en común, que no es sólo coyuntural: es la oposición (por razones intrínsecas que tienen que ver con esta misma idea de intereses confluyentes), a la izquierda, y en particular a cierta izquierda “oficial”, que otrora fue económicamente estatista y basada, en el fondo, en un igualitarismo espartano sobre una economía regulada, y que hoy es culturalmente estatista, y basada, en el fondo, en un igualitarismo sexual sobre una economía de mercado.

Pues bien, Marx, repudiaba a estas utopías izquierdistas, ya incluso en sus versiones originales jacobinas. Y como mucho (que no es poco) rescataba de ellas más bien sus estrategias políticas revolucionarias y al control estatal de transición (lo cual llevó a que él mismo fuera el responsable de la degeneración proto-totalitaria de su movimiento, cosa que se puede ejemplificar en su posición respecto a la Comuna de París de 1871 donde su desesperación política lo volvió un rojo más extrañando aquél Comité de Salvación Pública que tanto desprecio le generaba), pero nunca la definición de socialismo fue la de un estatismo general (que Marx afirmaba existía en el “modo de producción asiático”), y todas las propuestas en la dirección de la nacionalización estatal, sea en economía o cultura, le parecían anomalías sin futuro y finalmente regresivas. Y, de hecho, lo eran, si se toma por entero su cosmovisión. La obra de Marx no es una suma de arbitrariedades atadas con alambres de púa, a pesar de eventuales y muy marcadas ambigüedades: no deja de ser bastante sospechoso que, aun siendo de coyuntura, las famosas diez medidas del “período de transición” hacia el socialismo, previstas en el manifiesto de 1848, eran todas de naturaleza estatista y no propiamente socialistas. En sus últimos años, sin embargo, apoyaba convertir a los Mir rusos tradicionales en las bases de emplazamiento –con las fuerzas productivas sociales ya creadas por las burguesías occidentales–, de un comunismo autónomo obrero de gran alcance, y predecía que si una vanguardia comunista utilizaba el Estado e intervenía, cuanto más no sea para la dirección ideológica de estas comunidades, eso significaría la señal de que se habría engendrado un nuevo jacobinismo. Y claramente la historia le dio la razón. Ambas posiciones contrapuestas dejan sospechas sobre la verdadera intención de Marx, y si acaso le importaba primero la destrucción del capitalismo, incluso a manos de un colectivismo de tipo estatal, y recién luego la construcción de un verdadero socialismo.

Dicho todo esto, está claro que Marx no era, sobra aclararlo, representante ni siquiera parcial de ninguna de las derechas políticas que grosso modo subsisten como grupos de presión social e ideológica actualmente, y que son enemigas de las izquierdas oficiales presentes. Marx no era ni un liberal, ni un conservador, ni un nacionalista. Y si vamos a categorías doctrinales más profundas, lo mismo: no representaba a ninguna posición liberal (ni siquiera al socialismo liberal de un Kelsen o un Oppenheimer, y menos al socioliberalismo de un Stuart Mill o un Keynes). Marx no era tampoco, obviamente, un nacionalista tradicionalista: sabía que con razón los tradicionalistas puros rechazaban el concepto moderno estatal de “nación” inventado en el siglo XVIII: un engendro corrosivo de la integridad de las verdaderas comunidades de nacimiento –los pueblos locales– por lo que obviamente apoyaba por eso mismo al nuevo “nacionalismo” en tanto pre-globalizador (sin acercarse ni por asomo a la izquierda nacionalista). Tampoco era un conservador en ninguna de sus formas, ni la del globalismo secular republicano de los neoconservadores, ni la del patriotismo antiglobalista de los paleoconservadores. Pero el punto es que tampoco era lo opuesto: no era un estatista autoritario, populista-democrático y antiliberal; no era un humanista secular enemigo del comunitarismo medieval (un prologuista de uno de sus libros llegó a hablar del “rancio cristianismo ético-político” de Marx), y finalmente, no era un enemigo de la estabilidad social si ésta todavía significaba un desarrollo social y económico, con lo cual no era un anti-conservador.
Marx no era un izquierdista, sencillamente. Era un comunista, que no es precisamente lo mismo.

En fin ¿qué pueden hacer con Marx las derechas, además de lo que vienen haciendo, salvo honrosas excepciones, hace más de un siglo, esto es: leer los argumentos que éste usaba en su contra para elaborar contrarrespuestas superiores en forma poco constructiva? Pues es sencillo: ¡extraer lo que éste decía en la defensa de esas mismas derechas cuando criticaba a las restantes! Y, aclaro: no se trata de una mera instrumentalización de su obra. Sin lugar a dudas, si Marx tenía cabal razón cuando escribió favoreciendo a alguna de las “diferentes derechas”, entonces el costo será para las restantes, con lo cual no tendría sentido intentar que liberales, conservadores, nacionalistas, tradicionalistas y comunitaristas pretendan convertirse en una suerte de “marxistas de derecha”. El marxismo, si se adopta como sistema de pensamiento, no posibilitaría tal uso. Weber sí, pero no Marx. (Y esto muestra, a la vez, tanto la cerrazón como el coherente ensamblado de su pensamiento.) Sin embargo, las afirmaciones aquí citadas pueden ser simultáneamente verdaderas, pero ser valoradas en forma distinta.

El punto es que Marx pudo haber tenido más puntos válidos, en aquellos argumentos que favorecen a las diferentes corrientes que llamamos “derechas”, que en aquellos argumentos que las perjudican. Éstos se pueden aceptar críticamente, matizar, o bien resignar al costo que implican, a la manera de Isaiah Berlin. Y aun cuando no se pudiera ¿acaso importa? Al fin y al cabo, si no fuera así, de cualquier forma las derechas estarían en el mismo problema: para resolverlo deberían pensar igual y no contraponerse en cuestiones clave. Pero no pueden, y está bien que así sea. En sus fundamentos últimos no son conciliables, ni lo podrán ser, aun cuando y sin embargo, pudieran depurar sus “modelos de sociedad” adoptando elementos valiosos de las restantes. Fijémonos cuán cierto es esto con sólo unos ásperos pares de ejemplos:

La obra El estado servil del distributista Hilaire Belloc es mucho más radical en su crítica al trabajo asalariado; más intransigentemente anticapitalista que el Manifiesto comunista de Marx y Engels, y sin prácticamente ninguna de las apreciaciones positivas de éstos a la sociedad burguesa, con excepción de una pequeña propiedad cuya protección tiene más de corporativa que de liberal. Ni qué decir del medievalismo comunitario de Régine Pernoud.

El liberalismo en la obra El socialismo de Ludwig von Mises es visceralmente anticristiano; su defensa de la Iglesia es instrumental y casi cínica, ya que considera al antieconomicismo bíblico como una aversión a la base social mercantil que requiere la sociedad occidental capitalista, y su posición al respecto no tiene matices: es radicalmente pro-moderna y anti-tradicionalista, al punto de afirmar que la amenaza no sólo proviene del colectivismo, sino de las “consecuencias sociales imprevisibles” de la comunidad tradicional y que la “libertad está garantizada únicamente por el capitalismo, que reduce prosaicamente las relaciones recíprocas entre los hombres al impersonal principio de cambio do ut des”, así como aclara en su capítulo dedicado al solidarismo económico, que si acaso los propietarios privados por razones culturales hicieran un uso generalizado, libre y voluntario, de su propiedad en formas no egoístas (esto es: no compulsivamente maximizadoras de las ganancias), desestabilizarían la sociedad capitalista haciéndola totalmente disfuncional.

Las obras del pensamiento nacionalista (moderno, mal que nos pese; aunque sus intenciones sean genuinamente tradicionalistas), se dan de patadas no sólo con el feudalismo y el comunitarismo medievales (cayendo una y otra vez en el absolutismo), sino incluso con el anticapitalismo implícito en el corporativismo no-estatal de los distributistas. Y qué decir de lo que el centralismo nacionalista, por más cuerpos intermedios que intente proteger, choca con la mecánica mercantil del resto de la sociedad civil en cuanto a sus componentes modernos: las empresas, cada vez más lejanas de su articulación con cuerpos intermedios tradicionales. Ni qué hablar del Estado moderno, al que los nacionalistas intentan reconducir para sus fines de una modernidad tecnológica culturalmente tradicionalista. Su intento es como intentar chantajear a un demonio con ser exorcizado, para que trabaje para la salvación de las almas del resto de la humanidad. Aun con sus argumentos, olvidan que para un real tradicionalismo, los “pueblos” son poblados, aldeas, villages, comunidades económicas; las “naciones” eran etnias y lenguajes que nos daban nacimiento. Incluso el concepto de “pueblo” como estamento estaba ligado al trabajo, pero era opuesto a la moderna idea de “masas” bajo un Estado-nación.

¡Y los conservadores! ¿Cómo ubicarlos? Las obras de Allan Bloom y Paul Gottfried chocan radicalmente entre sí, siendo las del primer autor de influencia neoconservadora y las del segundo declaradamente paleoconservadoras. Y ambas corrientes conservadoras –unas universalistas y las otras regionalistas– son necesariamente reactivas a tanto a las cosmovisiones individualistas de los liberales como a las colectivas de los nacionalistas, y ni digamos a las tradicionalistas. Es cierto que los conservadores pueden lograr combinar elementos y hasta generar sincretismos con las demás perspectivas, como pueden ser las liberales, las nacionalistas o las tradicionalistas, mientras que éstas no pueden lograr lo mismo entre sí. Pero se trata de una síntesis, donde algo de la posición conservadora es sacrificada o subsumida en una opción diferente, como puede ser el caso del liberal-conservadorismo de Oakeshott, y otras formas relacionadas con cierto tradicionalismo y hasta comunitarismo, como en el caso de la “economía social de mercado” de Erhard o bien el de la “economía del don” de Zamagni.

Insisto, pues, en cualquier caso: ¿es esto hoy tan importante? Las derechas deben aceptar que están en guerra con una nueva izquierda (en realidad con dos: una progresista y la otra populista, que se dan de la mano en cuanto pueden), y que, aunque en muchas cosas se encuentren a mayor distancia entre sí que respecto de estas izquierdas, éstas izquierdas son, por la contingencia política, cultural y social presente, su primer y principal enemigo. Representan la principal amenaza intencional a su misma existencia; socialmente, culturalmente y hasta políticamente. No hay para las derechas, literalmente, ninguna forma de que puedan bregar por su causa, sin primero combatir a estas izquierdas decididas a arrancarlas de raíz del espectro político, y especialmente el cultural. Y estas izquierdas saben perfectamente por qué necesitan hacerlo. Y saben que en su radicalismo hereditario, deben rescatar de cada uno de sus adversarios sus errores y confusiones. Pues bien, he aquí que Marx supo ver (aunque no fue el único, claramente) aquello en que cada uno sí acertaba en cuanto su visión de los fenómenos sociales, y lo adecuado que había en sus argumentaciones. No es coincidencia que a cada paso en que la izquierda comunista se desarrolló, se fue alejando cada vez más, primero del ideario comunista, luego de la obra del propio Marx (primero con Lenin y luego con Gramsci), y finalmente de cualquier ligazón aun indirecta con Marx (hasta llegar a Laclau).

Como bien explicó el cientista político australiano Kenneth Minogue: la dialéctica hegeliana utilizada como sistema ideológico para concebir toda la realidad social desde el binomio “opresor-oprimido”, es separable de la cosmovisión marxiana, y la prueba es el arduo –y, si se quiere, “falsable”– trabajo del marxista analítico Gerald A. Cohen. Es cierto que aquella dialéctica era un subproducto de la forma del marxismo de confrontar sus desafíos intelectuales cuando se veía en apuros, apelando a la crítica de las superestructuras ideológicas mediante falacias genéticas, lo cual sí es quizá lo más negativo y menos rescatable de toda la obra de Marx. Y es ésta dialéctica la que vemos en casi todas las izquierdas actuales, y por lo cual es comprensible (aunque no justificable) llamar a muchas de éstas como “marxismo cultural”. Sin embargo, y volviendo a Minogue, la obra de Marx debe recurrir a esta instancia neutral y ahistórica para comprender la historia; y que cuando no lo hace en función de la dialéctica de un polilogismo clasista, tiende a engendrar radicalismos dialécticos que se escinden de su cosmovisión general, que es superior a las clases que analiza. Por eso, para el pensador australiano, el de Marx es un mapa de base muy útil para entender mil y un fenómenos sociales y que es debatible racionalmente cuando no se encierra en sí mismo como superestructura ideológica de la vanguardia del proletariado revolucionario. De hecho, sin entender los aciertos razonables y atendibles de Marx, no se puede siquiera comprender correctamente a autores tan importantes como Spengler, Polanyi, Wittfogel, Gellner, Bloch, De Benoist, Hermet, Manent, Kirk, Strauss, Linz, MacIntyre, Genovese, Bertalanffy, Morishima, Bauer, Krugman, Coase, Demsetz, Knight, De Soto, Williamson, Ostrom y un larguísimo y aleatorio etcétera (y conste no repito aquí los autores que menciono en el resto de este artículo) de pensadores de las diferentes “derechas” así como de otras corrientes más centristas (no tibias, digo: realmente de centro) o bien que son de izquierdas, y que cuando son sinceras, como en el caso de Hannah Arendt, y aquí Claudia Hilb, sufren el escarnio de ser funcionales a la derecha o de ser directamente la derecha, precisamente por no adaptarse a ciertas modas post-marxistas de turno y, en cambio, denunciar que gran parte de la izquierda histórica ha abandonado el ideal de una emancipación cabal de la explotación, y se ha convertido, desde hace ya bastante tiempo, en la defensa corporativa de dispares conglomerados de élites políticas, de jerarquías nada igualitarias de empleados estatales, o de oligarquías militares como la venezolana, todo en nombre de aquellos asistencialismos de penitenciaría del siglo XX, cuyos residuos ejemplares son hoy Cuba y Corea del Norte.

Y hay algo más, con lo que quiero cerrar antes de reproducir estas citas: lo que llamamos el pensamiento marxiano en general, por entero, y no sólo en estos fragmentos, es literal y hermenéuticamente incompatible como cosmovisión con la del bolchevismo leninista o lo que conocemos oficialmente como “comunismo”. El leninismo no es más que el análisis de las condiciones sociales para la adopción del poder político por parte de los partidos comunistas, con el fin de establecerlos como reguladores de la vida social y económica de diferentes naciones, y no, como en el caso del análisis marxiano, un análisis de las condiciones sociales para la creación de un desarrollo autónomo, fuera de la ingeniería política, de asambleas provisionales obreras para la transición hacia una “asociación libre de productores individuales”, lo cual requiere un insight mucho más profundo en el análisis de los fenómenos sociales. Es por esto que los mejores intelectuales y académicos de la Guerra Fría citaban a Marx para criticar a las dictaduras de los partidos comunistas. Y no para referirse sonsamente a la “traición” respecto a las promesas de Marx respecto a las condiciones que se requerían para una revolución comunista (ya que éste fácilmente Marx podría haberse equivocado), sino porque los mismos métodos analíticos de Marx para analizar a la sociedad capitalista podían usarse para desmenuzar a los modelos, tanto de los militarmente planificados “comunismos de guerra”, como de los estatalmente dirigidos “socialismos reales”, y que, a la inversa de lo que se cree, la conquista del poder por el bolchevismo no demostraba que Marx estuviera equivocado. Como mucho, demostraba que ciertos textos de Marx, sacados de contexto y convertidos en una mala escolástica, podían servir como una buena justificación ideológica para regímenes que él mismo jamás negó pudieran surgir antes del comunismo por éste profetizado (e insisto: afirmar esto, no significa por ello que tuviera razón). Estos regímenes habían podido tomar el poder no mediante la maduración revolucionaria de ninguna clase obrera para reemplazar al capitalismo, sino por todo lo contrario: incluso la democracia directa y a la vez plural de los verdaderos soviets obreros defendida por Arendt contra la dictadura del partido bolchevique, era incapaz de fundar un nuevo orden socioeconómico. Ni siquiera fueron estas asambleas minoritarias las que impusieron el poder del Partido, sino que fue obra de milicianos provistos por Kerensky. De vuelta, regreso con lo que ya decía la embajadora de Ronald Reagan, y que quiero citar completo a pesar de la extensión de los párrafos:

Los partidos comunistas sirven como "vanguardia del proletariado" en naciones sin proletariado, sin capitalistas, sin industria; la conquista militar, la subversión y los golpes de estado sustituyen a las revoluciones proletarias; pequeñas élites de intelectuales ambiciosos sustituyen a las masas trabajadoras. Entretanto, el marxismo clásico es invocado para rodear la búsqueda de poder con una aureola de moralidad y ciencia. Ocasionalmente es enriquecido, pero en general es simplemente invocado: sus postulados básicos no son examinados a la luz de la historia ni de la práctica bolchevique.

En vez de existir la tan cacareada "unidad de teoría y práctica" del movimiento comunista, existe una escisión absoluta entre la teoría y la práctica. En el nivel del conflicto político, los comunistas son pragmatistas consumados y maestros en Realpolitik, no obstaculizada por consideraciones ideológicas dogmáticas ni por inhibiciones éticas. También juzgamos mal la función de la ideología oficial.

Para los no comunistas ha resultado extremadamente difícil asimilar el hecho y las implicaciones de la irrelevancia de la filosofía marxista del desarrollo histórico para la conducta del movimiento. De hecho, el movimiento comunista no tiene base económica ni ninguna relación específica con ninguna clase económica. De hecho, los partidos comunistas no tienen lazos previsibles, determinados o integrales con ningún grupo social o económico particular. La pertenencia tribal, los intereses regionales, el idioma, las rivalidades personales, el nacionalismo, el color y otros factores a menudo sirven como base para separar a los enemigos de los amigos, no su relación con los medios de producción. En las zonas subdesarrolladas, vemos una y otra vez los esfuerzos de los dirigentes comunistas occidentalizados para encontrar o crear la base social para un partido reducido. Sus esfuerzos se concentran en cualquier grupo que esté más distanciado de la autoridad existente o menos integrado a la estructura de autoridad existente. En China, resultaron ser los intelectuales y campesinos; en la India, ciertos grupos regionales y de casta; en Estados Unidos, ciertos sectores de la clase media; en Gran Bretaña, ciertas minorías étnicas; en Francia, los obreros industriales y la intelligentsia; en Africa, ciertas tribus. Y así sucesivamente.

Si los partidos comunistas hablaran de colectivización a los campesinos, de internacionalismo a las naciones nuevas, de conflicto inexorable a los pacifistas, de conformidad ideológica a los intelectuales, de capitalismo de estado a las clases trabajadoras y de dictadura a las clases medias, en pocas palabras, si los partidos comunistas intentaran hacer proselitismo a través del atractivo de sus propios valores, las líneas del conflicto estarían claramente trazadas.

Finalmente, pues ¿qué sucede entonces con la Nueva Izquierda? Al fin y al cabo, incluso el realismo político de los partidos ideológicos leninistas estaba constreñido a una forma específica de éxito, y ésta era la pugna compulsiva entre sus miembros por conducir y liderar un totalitarismo basado en un dirigismo estatal completo. Gramsci liberó bastante al Partido de los condicionamientos impuestos por sus propias excusas “marxistas” y ayudó a fundar un izquierdismo pro-bolchevique nuevo. Pero éste, paradójicamente, terminaría deslindándose gradualmente del objetivo cada vez más ruinoso de crear naciones penitenciarias con economías de hospicio público: sistemas que finalmente sólo servían para mantener a las poblaciones civiles como refugiadas de guerra en países en situación de paz, y cuya única utilidad era su capacidad para sobrealimentar la industria del armamento a costa del resto de la capacidad productiva. Laclau y Mouffe dieron el último paso: abolieron hasta las últimas referencias que quedaban en la “izquierda oficial” ex-comunista a las condiciones sociales como infraestructuras (con lo cual, simultáneamente, se privó a sí misma de coordenadas para crear exitosamente cualquier tipo de revolución social, cualquiera fuera su forma) y fundó un movimiento amplio pero sin un partido como refugio fijo, para llevar al poder (mediante el recurso a técnicas nuevas provistas como “estrategias” para el populismo izquierdista) a los ex-miembros desempleados de la Comintern, pero esta vez en gobiernos estatistas incoherentes, más personalistas que unipartidarios, y sin el condicionamiento de recrear un régimen colectivista. El resultado fue el actual desastre, entre trágico y farsesco, conocido como “Socialismo del Siglo XXI”, cuyas únicas variantes intentadas fueron obra de dos símiles decadentes del allendismo: el de Maduro en Venezuela y el de Ortega en Nicaragua. Hoy ambos devenidos en déspotas vulgares, luego de autogolpes contra sus propias constituciones amañadas.

Ahora bien, tanto el reciclado populista pro-totalitario dirigido por el castrismo latinoamericano, como el humanismo totalitario del neo-progresismo (ambas caras de la “Nueva Izquierda”), no son fenómenos ajenos a esa disolución cultural y a esa fusión conflictiva que licúa las relaciones interpersonales, propias del desarrollo de la vida social en los países capitalistas. Y si bien son la creación deliberada de liderazgos intelectuales y de organismos ideológicos, son, también, un producto del desarrollo cultural de las élites sociales, las clases medias y altas, de los países capitalistas. Surgieron de explotar la situación de masas, cuyas degradadas condiciones de vida no han sido impuestas coercitiva ni previamente por la legislación de un Estado izquierdista, sino que han sido el resultado, necesario y progresivo, de formas extremas de mercantilización social: no sólo la atomización de la esfera pública de la vida social, connatural a los intercambios económicos y políticos modernos, sino también la desintegración de las esferas privadas personalizadas (familias, clubes, grupos de amigos, iglesias, etc.) al mínimo individual: una identidad (im)personal, vital pero aislada, ilusoriamente abstraída de sus relaciones. Acciones deliberadas han colaborado suplementariamente sobre otras no deliberadas, en la obra socialmente deletérea de envilecer y criminalizar los últimos ligamentos comunitarios e interpersonales que existían dentro de aquellos espacios privados, destruyéndolos con el interés y la desconfianza mutua, y convirtiendo a todas las formas de relación social ociosa en potenciales esferas públicas, basadas en vínculos reticulares, y expuestas a ser judicializadas y legisladas, por ende, por un poder público, como vemos crecientemente. Los llamados “nuevos reaccionarios” (Muray, Dantec y Houellebecq) han dado excelente cuenta de este fenómeno.

Pues bien, para entender mejor todo esto, las herramientas intelectuales elaboradas por Marx son bastante útiles, y por eso es que las usan autores de “derecha”, de “centro” y de “izquierda”, en cualquiera de los sentidos que se le quiera dar a estos conceptos en la geografía ideológica de la política. De hecho, diría que hoy y desde hace ya bastate más que un par de décadas, han sido más autores de derecha que de izquierda los que han recurrido a Marx, como es el caso de Furet o Aron. Incluso defensores de la familia han citado a Marx, puesto que aunque éste considere a la misma un subproducto de prevalencia biológica (que existiría incluso dentro de los comunismos primitivos tribales, y que en el comunismo futuro creía él tendería a desaparecer), no dejaba de ser para él una herencia de una forma comunista de vida: las observaciones marxianas son más que útiles para entender la aniquilación de las familias tradicionales extensas (que existieron hasta terminada la Edad Media) y su reemplazo por la familia nuclear burguesa destinada a representar egoísmos en conflicto. La izquierda, en cambio, jugó la carta de inventarnos conflictos ad hoc: ha retornado a un radicalismo dialéctico totalmente elástico aplicable a cualquier grupo social para enmarcarlo en una dinámica de opresor-oprimido, así como se ha degradado a un neo-jacobinismo vulgar, a medio camino entre el elitismo ideológico de los partidos de cuadros bolcheviques, y el populismo electoralista autoritario de organizaciones de masas disfrazadas de mediadoras de un cesarismo plebiscitario. El izquierdismo se ha refugiado en una lectura, sesgada y malinterpretada, de la crítica post-nietzscheana de Weber al concepto de “Historia” (con mayúsculas), para imbuir a este sociólogo de un contingentismo histórico y un anti-esencialismo social que él mismo jamás aceptó, y que sirve de falso soporte a una lectura postmoderna, abstrusa o sincrética, de los fenómenos sociales, por parte de cualquier izquierda que tenga a mano un lenguaje pomposo que oculte su carácter repetitivo y su mediocridad vestida de academicidad. Como mencioné antes: varias de las herramientas de análisis esbozadas por Marx para criticar a la sociedad capitalista (gracias a las cuales es mucho más sencilla y comprensible la lectura de Weber), no sólo son utilizadas por muchos liberales para defender a ésta (o bien para matizar y sofisticar su defensa, como fue el caso del propio Weber), sino que también han servido para perfeccionar las críticas de conservadores, nacionalistas y tradicionalistas que, otrora, inspiraron a Marx, pero que también les sirvieron para criticar al colectivismo e incluso al propio marxismo. Lo mismo se da con el estatismo, el populismo y hasta los diferentes movimientos revolucionarios. Y hoy muchas de las herramientas marxianas de análisis sirven para comprender mejor a los nuevos radicalismos de la izquierda, aun más que sus versiones “clásicas”.

Unas últimas aclaraciones, pues, antes de pasar directamente a las citas de Marx que elegí para esta suerte de antología del “derechismo de Marx”. Los textos están extraídos directamente de traducciones originales, pero el orden de los fragmentos están deliberadamente modificados, a veces incluso intercalando fragmentos de diferentes obras. No aclaro con precisión qué párrafo pertenece a qué obra y qué páginas, porque sería realmente caótico. Pero quien acaso suponga que esta fragmentación y reunificación personalizada por mí, implica acaso una descontextualización que cambia el sentido de los párrafos citados, puede tomarse la total libertad de “copiar y pegar” en el buscador de Google cualquiera de los párrafos y leerlos en su contexto original. Allí se verá que todas las afirmaciones de Marx no cambian de sentido. Obviamente, mi selección es de aquellas partes en las que el autor escribe algo que las diferentes posiciones políticas de derechas pueden reconocer como válidas y fructíferas, con lo cual omití las oraciones y párrafos (por lo general subsiguientes) en los cuales Marx aclara que su posición no deja de ser, como ya dije, necesariamente adversaria de aquello que a la vez elogia. El mal social para Marx, es parte de un desarrollo en fases necesario y cruento, y todos los bienes que ese desarrollo puede ir acumulando requieren, provisionalmente, de su negación histórica. La producción moderna, por ejemplo, llevó a la necesidad de articular las relaciones de las personas entre sí como representantes de cosas, y de allí a la explotación del capital, pero esto le parecía sencillamente un mal evolutivo e inevitable (y con sus propios beneficios de imposible realización previa). Sólo el comunismo futuro –creía Marx–, podría conciliar todos estos bienes en un mismo lugar. Luego, no me pareció que tuviera sentido dejar esos párrafos a manera de oraciones aclaratorias. Sin embargo, a pesar de esto, yo mismo hice las aclaraciones pertinentes como prólogo para cada “capítulo” de esta breve y muy incompleta antología. La razón es también fácil de entender: cada sección está dirigida a una “derecha” diferente, y por ende será fácil para el lector avispado descubrir la relación amor-odio de Marx con las diferentes formaciones sociales que corresponden a momentos del desarrollo histórico según su obra: en el capítulo del “Marx liberal” podremos encontrar la contracara negativa de aquello que elogia el “Marx tradicionalista”. Y así con múltiples oposiciones que no son tampoco siempre binarias, sino que remiten a una relación bastante compleja, pero que denota, sin embargo, la continuidad de coherencia en la obra del Prometeo de Tréveris.