viernes, 29 de enero de 2016

Felices e infelices

Un mundo feliz

Aldous Huxley

—Y esto es lo que ustedes nunca escribirán —dijo el Interventor—. Porque si fuese algo parecido a Otelo, nadie lo entendería, por más nuevo que fuese. Y si fuese nuevo, no podría parecerse a Otelo.
—¿Por qué no?
—Sí, ¿por qué no? —repitió Helmholtz.
También él olvidaba las desagradables realidades de la situación. Lívido de ansiedad y de miedo, sólo Bernard las recordaba; pero los demás le ignoraban.
—¿Por qué no?
—Porque nuestro mundo no es el mundo de Otelo. No se pueden fabricar coches sin acero; y no se pueden crear tragedias sin inestabilidad social. Actualmente el mundo es estable. La gente es feliz; tiene lo que desea, y nunca desea lo que no puede obtener. Está a gusto; está a salvo; nunca está enferma; no teme la muerte; ignora la pasión y la vejez; no hay padres ni madres que estorben; no hay esposas, ni hijos, ni amores excesivamente fuertes. Nuestros hombres están condicionados de modo que apenas pueden obrar de otro modo que como deben obrar. Y si algo marcha mal, siempre queda el soma. El soma que usted arroja por la ventana en nombre de la libertad, Mr. Salvaje. ¡La libertad! —El Interventor soltó una carcajada—. ¡Suponer que los Deltas pueden saber lo que es la libertad! ¡Y que puedan entender Otelo! Pero, ¡muchacho!
El Salvaje guardó silencio un momento.
—Sin embargo —insistió obstinadamente—, Otelo es bueno, Otelo es mejor que esos filmes del sensorama.
—Claro que sí —convino el Interventor—. Pero éste es el precio que debemos pagar por la estabilidad. Hay que elegir entre la felicidad y lo que la gente llamaba arte puro. Nosotros hemos sacrificado el arte puro. Y en su lugar hemos puesto el sensorama y el órgano de perfumes.
—Pero no tienen ningún mensaje.
—El mensaje de lo que son; el mensaje de una gran cantidad de sensaciones agradables para el público.
—Los argumentos han sido escritos por algún idiota.
El Interventor se echó a reír.
—No es usted muy amable con su amigo Mr. Watson, uno de nuestros más distinguidos ingenieros de emociones.
—Tiene toda la razón —dijo Helmholtz, sombríamente—. Porque todo esto son idioteces. Escribir cuando no se tiene nada que decir...
—Exacto. Pero ello exige un ingenio enorme. Usted logra fabricar coches con un mínimo de acero, obras de arte a base de poco más que puras sensaciones.
El Salvaje movió la cabeza.
—A mí todo esto me parece horrendo.
—Claro que lo es. La felicidad real siempre aparece escuálida por comparación con las compensaciones que ofrece la desdicha. Y, naturalmente, la estabilidad no es, ni con mucho, tan espectacular como la inestabilidad. Y estar satisfecho de todo no posee el hechizo de una buena lucha contra la desventura, ni el pintoresquismo del combate contra la tentación o contra una pasión fatal o una duda. La felicidad nunca tiene grandeza.
—Supongo que no —dijo el Salvaje, después de un silencio—. Pero ¿es preciso llegar a cosas tan horribles como esos mellizos? ¡Son horribles!
—Pero muy útiles. Ya veo que no le gustan nuestros Grupos de Bokanowski; pero le aseguro que son los cimientos sobre los cuales descansa todo lo demás. Son el giróscopo que estabiliza el avión-cohete del Estado en su incontenible carrera.
—Más de una vez me he preguntado —dijo el Salvaje— por qué producen seres como éstos, siendo así que pueden fabricarlos a su gusto en esos espantosos frascos. ¿Por qué, si se puede conseguir, no se limitan a fabricar Alfas-Doble-más?
Mustafá Mond se echó a reír.
—Porque no queremos que nos rebanen el pescuezo —contestó—. Nosotros creemos en la felicidad y la estabilidad. Una sociedad de Alfas no podría menos de ser inestable y desdichada. Imagine una fábrica cuyo personal estuviese constituido íntegramente por Alfas, es decir, por seres individuales no relacionados de modo que sean capaces, dentro de ciertos límites, de elegir y asumir responsabilidad. ¡Imagíneselo! —repitió.
El Salvaje intentó imaginarlo, pero no pudo conseguirlo.
—Es un absurdo. Un hombre decantado como Alfa, condicionado como Alfa, se volvería loco si tuviera que hacer el trabajo de un semienano Epsilon; o se volvería loco o empezaría a destrozarlo todo. Los Alfas pueden ser socializados totalmente, pero sólo a condición de que se les confíe un trabajo propio de los Alfas. Sólo de un Epsilon puede esperarse que haga sacrificios Epsilon, por la sencilla razón de que para él no son sacrificios; se hallan en la línea de menor resistencia. Su condicionamiento ha tendido unos raíles por los cuales debe correr. No puede evitarlo; está condenado a ello de antemano. Aún después de su decantación permanece dentro de un frasco: un frasco invisible, de fijaciones infantiles y embrionarias. Claro que todos nosotros —prosiguió el Interventor, meditabundo— vivimos en el interior de un frasco. Mas para los Alfas, los frascos, relativamente hablando, son enormes. Nosotros sufriríamos horriblemente si fuésemos confinados en un espacio más estrecho. No se puede verter sucedáneo de champaña de las clases altas en los frascos de las castas bajas. Ello es evidente, ya en teoría. Pero, además, fue comprobado en la práctica. El resultado del experimento de Chipre fue concluyente.
—¿En qué consistió? —preguntó el Salvaje.
Mustafá Mond sonrió.
—Bueno, si usted quiere, puede llamarlo un experimento de reenvasado. Se inició en el año 73 d.F. Los Interventores limpiaron la isla de Chipre de todos sus habitantes anteriores y la colonizaron de nuevo con una hornada especialmente preparada de veintidós mil Alfas. Se les otorgó toda clase de utillaje agrícola e industrial y se les dejó que se las arreglaran por sí mismos. El resultado cumplió exactamente todas las previsiones teóricas. La tierra no fue trabajada como se debía; había huelgas en las fábricas, las leyes no se cumplían, las órdenes no se obedecían; las personas destinadas a trabajos inferiores intrigaban constantemente por conseguir altos empleos, y las que ocupaban estos cargos intrigaban a su vez para mantenerse en ellos a toda costa. Al cabo de seis años se enzarzaron en una auténtica guerra civil. Cuando ya habían muerto diecinueve mil de los veintidós mil habitantes, los supervivientes, unánimemente, pidieron a los Interventores Mundiales que volvieran a asumir el gobierno de la isla, cosa que éstos hicieron. Y así acabó la única sociedad de Alfas que ha existido en el mundo.
El Salvaje suspiró profundamente.
—La población óptima —dijo Mustafá Mond— es la que se parece a los icebergs: ocho novenas partes por debajo de la línea de flotación, y una novena parte por encima.
—¿Y son felices los que se encuentran por debajo de la línea de flotación?
—Más felices que los que se encuentran por encima de ella. Más felices que sus dos amigos, por ejemplo.
Y señalo a Helmholtz y a Bernard.
—¿A pesar de su horrible trabajo?
—¿Horrible? A ellos no se lo parece. Al contrario, les gusta. Es ligero, sencillo, infantil. Siete horas y media de trabajo suave, que no agota, y después la ración de soma, los juegos, la copulación sin restricciones y el sensorama. ¿Qué más pueden pedir? Sí, ciertamente —agregó—, pueden pedir menos horas de trabajo. Y, desde luego, podríamos concedérselo. Técnicamente, sería muy fácil reducir la jornada de los trabajadores de castas inferiores a tres o cuatro horas. Pero ¿serían más felices así? No, no lo serían. El experimento se llevó a cabo hace más de siglo y medio. En toda Irlanda se implantó la jornada de cuatro horas. ¿Cuál fue el resultado? Inquietud y un gran aumento en el consumo de soma; nada más. Aquellas tres horas y media extras de ocio no resultaron, ni mucho menos, una fuente de felicidad; la gente se sentía inducida a tomarse vacaciones para librarse de ellas. La Oficina de Inventos está atestada de planes para implantar métodos de reducción y ahorro de trabajo. Miles de ellos. —Mustafá hizo un amplio ademán—. ¿Por qué no los ponemos en obra? Por el bien de los trabajadores; sería una crueldad atormentarles con más horas de asueto.

Las partículas elementales

Michel Houellebecq

Siempre me ha sorprendido la extraordinaria precisión de las predicciones que hizo Huxley en Un mundo feliz. Es alucinante pensar que ese libro fue escrito en 1932. Desde entonces, la sociedad occidental no ha hecho otra cosa que acercarse a ese modelo. Un control cada vez más exacto de la procreación, que cualquier día acabará estando completamente disociada del sexo, mientras que la reproducción de la especie humana tendrá lugar en un laboratorio, en condiciones de seguridad y fiabilidad genética totales. Por lo tanto, desaparecerán las relaciones familiares, las nociones de paternidad y de filiación. Gracias a los avances farmacéuticos, se eliminarán las diferencias entre las distintas edades de la vida. En el mundo que describió Huxley, los hombres de sesenta años tienen el mismo aspecto físico, los mismos deseos, y llevan a cabo las mismas actividades que los hombres de veinte años. Después, cuando ya no es posible luchar contra el envejecimiento, uno desaparece gracias a una eutanasia libremente consentida; con mucha discreción, muy deprisa, sin dramas. La sociedad que describe Brave New World es una sociedad feliz, de la que han desaparecido la tragedia y los sentimientos violentos. Hay total libertad sexual, no hay ningún obstáculo para la alegría y el placer. Quedan algunos breves momentos de depresión, de tristeza y de duda; pero se pueden tratar fácilmente con ayuda de fármacos; la química de los antidepresivos y de los ansiolíticos ha hecho considerables progresos. «Un centímetro cúbico cura diez sentimientos.» Es exactamente el mundo al que aspiramos actualmente, el mundo en el cual desearíamos vivir.
Sé muy bien que el universo de Huxley se suele describir como una pesadilla totalitaria, que se intenta hacer pasar ese libro por una denuncia virulenta; pura y simple hipocresía. En todos los aspectos, control genético, libertad sexual, lucha contra el envejecimiento, cultura del ocio, Brave New World es para nosotros un paraíso, es exactamente el mundo que estamos intentando alcanzar, hasta ahora sin éxito.
No cabe duda de que Aldous Huxley era muy mal escritor, de que sus frases son pesadas y no tienen gracia, de que sus personajes son insípidos y mecánicos. Pero tuvo una intuición fundamental: que la evolución de las sociedades humanas estaba desde hacía muchos siglos, y lo estaría cada vez más, en manos de la evolución científica y tecnológica, exclusivamente. Puede que le faltara sutileza, psicología, estilo; todo eso pesa poco al lado de la exactitud de su intuición primera. Y fue el primer escritor, incluidos los escritores de ciencia ficción, en entender que el papel principal, después de la física, lo iba a desempeñar la biología.
Huxley pertenecía a una gran familia de biólogos ingleses. Su abuelo era amigo de Darwin, escribió mucho para defender las tesis evolucionistas. Su padre y su hermano Julián también eran reputados biólogos. Es una tradición inglesa: intelectuales, pragmáticos, liberales y escépticos; muy diferente del Siglo de las Luces en Francia, basado mucho más en la observación, en el método experimental. Durante toda su juventud, Huxley tuvo la oportunidad de ver a los economistas, juristas y sobre todo científicos que su padre invitaba a la casa. Entre los escritores de su generación, era sin duda el único capaz de presentir los avances que iba a hacer la biología. Pero todo habría ido mucho más deprisa sin el nazismo. La ideología nazi contribuyó en gran medida a desacreditar las ideas de eugenismo y perfeccionamiento de la raza; hicieron falta años para recuperarlas. Lo que me atrevo a pensar lo escribió Julián Huxley, el hermano mayor de Aldous, y apareció en 1931, un año antes que Un mundo feliz. En él están esbozadas todas las ideas sobre el control genético y el perfeccionamiento de las especies, incluida la humana, que su hermano desarrolla en la novela. Todo está presentado sin ambigüedad, como una meta deseable hacia la que deberíamos tender.
Después de la guerra, en 1946, Julián Huxley fue nombrado director general de la UNESCO, que acababa de crearse. Ese mismo año su hermano publicó Regreso a un mundo feliz, donde intenta presentar su primer libro como una denuncia, una sátira. Unos años más tarde, Aldous Huxley se convirtió en el principal aval teórico del movimiento hippie. Siempre había sido partidario de la completa libertad sexual, y había desempeñado un papel pionero en la utilización de drogas psicodélicas. Todos los fundadores de Esalen lo conocían, y estaban influidos por sus ideas. Después, la New Age recogió todos los temas fundadores de Esalen. En realidad, Aldous Huxley es uno de los pensadores más influyentes del siglo.
Huxley publicó La isla en 1962; fue su último libro. Sitúa la acción en una isla paradisíaca; probablemente la vegetación y los paisajes se inspiran en Sri Lanka. En esa isla se ha desarrollado una civilización original, apartada de las grandes rutas comerciales del siglo XX, muy avanzada a nivel tecnológico y a la vez respetuosa con la naturaleza; pacífica, completamente liberada de las neurosis familiares y las inhibiciones judeocristianas. La desnudez es algo natural; el amor y la voluptuosidad se practican con toda libertad. Es un libro mediocre pero fácil de leer; tuvo una gran influencia sobre los hippies y, a través de éstos, sobre los adeptos a la New Age. Si te fijas un poco, la armoniosa comunidad descrita en La isla tiene muchos puntos en común con la de Un mundo feliz. De hecho no parece que el propio Huxley, que probablemente ya estaba gaga, se diera cuenta de la semejanza, pero la sociedad descrita en La isla está tan cerca de Un mundo feliz como la sociedad hippie libertaria de la sociedad liberal burguesa, o más bien de su variante socialdemócrata sueca.
Aldous Huxley era un optimista, como su hermano... La mutación metafísica que originó el materialismo y la ciencia moderna tuvo dos grandes consecuencias: el racionalismo y el individualismo. El error de Huxley fue evaluar mal la relación de fuerzas entre ambas consecuencias. Más concretamente, su error fue subestimar el aumento del individualismo producido por la conciencia creciente de la muerte. Del individualismo surgen la libertad, el sentimiento del yo, la necesidad de distinguirse y superar a los demás. En una sociedad racional como la que describe Un mundo feliz, la lucha puede atenuarse. La competencia económica, metáfora del dominio del espacio, no tiene razón de ser en una sociedad rica, que controla los flujos económicos. La competencia sexual, metáfora del dominio del tiempo mediante la procreación, no tiene razón de ser en una sociedad en la que el sexo y la procreación están perfectamente separados; pero Huxley olvida tener en cuenta el individualismo. No supo comprender que el sexo, una vez disociado de la procreación, subsiste no ya como principio de placer, sino como principio de diferenciación narcisista; lo mismo ocurre con el deseo de riquezas. ¿Por qué el modelo socialdemócrata sueco no ha logrado nunca sustituir al modelo liberal? ¿Por qué nunca se ha aplicado al ámbito de la satisfacción sexual? Porque la mutación metafísica operada por la ciencia moderna conlleva la individuación, la vanidad, el odio y el deseo. En sí, el deseo, al contrario que el placer, es fuente de sufrimiento, odio e infelicidad. Esto lo sabían y enseñaban todos los filósofos: no sólo los budistas o los cristianos, sino todos los filósofos dignos de tal nombre. La solución de los utopistas, de Platón a Huxley pasando por Fourier, consiste en extinguir el deseo y el sufrimiento que provoca preconizando su inmediata satisfacción. En el extremo opuesto, la sociedad erótico–publicitaria en la que vivimos se empeña en organizar el deseo, en aumentar el deseo en proporciones inauditas, mientras mantiene la satisfacción en el ámbito de lo privado. Para que la sociedad funcione, para que continúe la competencia, el deseo tiene que crecer, extenderse y devorar la vida de los hombres. Hay factores de corrección, pequeños factores humanistas... En fin, cosas que permiten olvidar la muerte. En Un mundo feliz son ansiolíticos y antidepresivos; en La isla se trata más bien de meditación, drogas psicodélicas y algunos vagos elementos de espiritualidad hindú. En la práctica, la gente de hoy en día intenta mezclar un poco las dos cosas.
Julián Huxley también aborda las cuestiones religiosas en Lo que me atrevo a pensar; les dedica toda la segunda mitad del libro. Es perfectamente consciente de que el progreso de la ciencia y del materialismo ha minado las bases de todas las religiones tradicionales; también es consciente de que ninguna sociedad puede sobrevivir sin religión. Durante más de cien páginas intenta fundar las bases de una religión compatible con el estado de las ciencias. No se puede decir que el resultado sea muy convincente; tampoco puede decirse que la evolución de nuestras sociedades haya ido tanto en ese sentido. En realidad, ya que la evidencia de la muerte material acaba con cualquier esperanza de fusión, es imposible que la vanidad y la crueldad dejen de extenderse. 

sábado, 23 de enero de 2016

P.K.D



El explorador de la conciencia se perdió dentro del laberinto.
En 1974, tras los años de vagabundeo espantoso, tuvo una experiencia mística, y hasta el momento de su muerte se preguntó si era un profeta o el juguete de una psicosis paranoica, y si existía una diferencia entre ambos.

E. Carrère


La biografía de Carrère del escritor norteamericano Philip Dick –el que tal vez sea el mejor autor de ciencia ficción en todo el nuevo mundo– es comparable, por la doble importancia del biografiado y del biógrafo, a la de Lovecraft realizada por Houellebecq. Pero sólo por eso. Las diferencias son muchas y sirven como método de contraste para describir esta obra. En aquella el personaje merece interés como emergente sociológico, y gran parte de su dignidad es recibida casi como un premio moral por cargar dentro de sí la zona gris de ese océano de realidad y, sin quererlo, develarlo. En ésta, en cambio, es el mundo el que empieza a cargarse de sentido sólo con la existencia de la persona, y sólo desde ella. La biografía de Houellebecq parte de lo individual para llegar a lo social, objetivando la tragedia. La de Carrèrre hace el viaje inverso, subjetivizando el mundo. Aquella es un homenaje; aquí nos enfrentamos a un descubrimiento. Lovecraft estaría, mejor y más conscientemente que nadie, en el mundo. Dick, descubrimos, no está en el mundo, porque pareciera que el mundo está en él.

Acertada e inteligente, esta biografía novelada de Dick genera tal vez más intriga que leer una de sus novelas, y no sabemos si no es ésta la más surrealista. Lo que resulta sin duda más exasperante es el empezar a darnos cuenta que, en algún momento y sin saberlo, hemos aceptado las reglas del juego: es esta misma irrealidad la que torna real la textura de sus fantasías. Estamos entrando en el mundo de Phil. No hay tiempo para que este solipsismo personalizado nos impresione como mesiánico, ya que cuanto más sabemos de él, más la biografía nos introduce, casi en primera persona, en su retorcida lógica, esquizofrénicamente coherente, escurridiza y difusa. Dentro de ésta empieza a perder sentido la cuestión de buscar la salida, y ya poco importa cuánto hay de cierto en la historia. La autorreferencia es la realidad.

La vida y las obras de PKD se desenvuelven en un clima de pesadilla paranoide, a la vez opresiva y liberadora, donde los muros se desmoronan pero al mismo tiempo aplastan en el proceso. El mundo se convierte en una broma lisérgica: un simulacro dentro de otro que termina, como en una obra de Escher, en que la realidad tampoco existe: la penúltima realidad que engloba a todas las demás es, al mismo tiempo, una pequeña caja dentro del más pequeño de sus escenarios ficticios.

Leer a Dick nos revela que, salvo tal vez con la excepción de un Matheson, él es el origen de todas las imágenes mentales del futurismo fantástico en la cultura americana. Leer a Carrère hace más entendible el porqué.

A la edad de 23 años se publica su primer cuento “profesional”. Se titulaba Roog: “En este relato un perro persigue a los basureros ladrándoles porque ha intuido que no son verdaderos basureros, sino extraterrestres que primero recogen y analizan los desechos de los terrícolas para luego, según se adivina, terminar recogiendo a los mismos terrícolas”. Esta ficción, como es predecible, sería sólo el comienzo de su posición ante el mundo.

Dick, por ejemplo, se desquitaba en sus historias contra la adiestrada certeza de los psiquiatras. En una de éstas un profesional intenta convencer al personaje principal de estar sufriendo una patología llamada “síndrome de aislamiento”. El paciente cree estar descubriendo que su apacible vida en un pueblito de los años cincuenta no es más que un montaje, una escenografía cerrada, tal vez una reconstrucción histórica o el intento de tal, mientras que el psiquiatra, también prisionero, en vez de pensar si algo de lo que escucha es cierto o falso, sólo intenta descubrir un síntoma. Mientras tanto, desde fuera, seres del siglo XXIII se ríen a carcajadas viendo el irónico espectáculo.

Más tarde repetiría esta idea, pero con un giro inquietante: en vez del “todos lo ignoran excepto él” sería “todos lo saben excepto él”, y así crearía el argumento con el que estamos familiarizados a través de íconos culturales como The Truman Show. A lo largo de los años, el tamaño del engaño aumentaría en complejidad y en naturaleza, hasta abarcar a todo y a todos. Pero esto, descubrimos a su vez, puede que finalmente no sea lo más original. Lo que lo hace tal es que, parece ser, para Dick esta situación se aplicaba a sí mismo y, lo que es todavía más importante, que a pesar del contexto, a pesar de la conspiración, el diagnóstico del psiquiatra no sería errado: la causa de poder ver el mundo como es nace del hecho mismo de no querer verlo como es. Su inmadurez residiría, desde el principio, en que, en cualquier caso, él no habría querido conocer cuál de entre todas es la “verdadera realidad”, sino encontrar la forma de viajar escapando de una a otra.

Al antecesor del ciberpunk, sin embargo, negarse a crecer parece que le resultaba bastante cómodo. O al menos así lo sería durante un tiempo. Me permitiré pausar un momento la reseña para citarlo directamente. En un texto declaratorio difícil de encontrar, nos permite vislumbrar entre gracias su inspiración literaria, y su posición existencial ante la vida; especialmente la propia. Si tenemos en cuenta el perfil psicológico que se tiende a suponer de nuestro misterioso sujeto, asombra que de su pluma provenga, para referirse a estas cuestiones, un sentido del humor cuasi alegre... y un sarcasmo doloroso, nada sutil:

He escrito novelas para plantear la pregunta: ¿qué cosa es real? Y he propuesto una buena cantidad de respuestas. Pero en realidad no se trataba de respuestas, eran más bien intentos de investigación de la naturaleza de la realidad. 
Y por último un tipo me escribió para decirme: “Está bien usted ha planteado esa pregunta libro tras libro, ahora escriba un libro y diga qué es real, conteste la pregunta. Diga: las cosas siguientes son reales...
Y yo me dije: “sí, en verdad es algo que debería hacer. En el fondo seguir haciendo esa pregunta se vuelve realmente monótono. Es necesario que revele al mundo lo que es real. Después de todo me he pasado veinte años abocado al problema, ahora debería conocer la respuesta, en realidad”. 
Empecé por plantearme el problema en estos términos: ¿qué cosa es real? Y por último cambié la pregunta: me pregunté ¿quién es real? 
Y miré a mi alrededor, para ver qué partes de mi universo me impactaban como reales, y por reales quiero decir convincentes... No sabía con exactitud lo que yo quería decir. Sucede simplemente que hay ciertas personas que me impactan como seres reales, mientras que otras parecen carecer de realidad para mí. Hay personas que son muy irreales. 
En mis cuentos la premisa básica predominante es que si alguna vez me encuentro con una inteligencia extraterrestre (llamada más comúnmente “criaturas del espacio exterior”) descubriré que tengo más cosas que decirle que al vecino de al lado. Lo que hace la gente de mi cuadra es entrar el periódico y el correo y alejarse en sus coches. Fuera de la casa no tienen otras costumbres, salvo cortar el césped. Una vez fui a la casa de al lado para comprobar sus costumbres en el interior. Estaban viendo televisión. Al escribir una novela de ciencia ficción, ¿podría uno postular una cultura sobre estas bases? Con seguridad no existe una sociedad semejante, salvo tal vez en mi propia mente. La cuadra en que vivo es una ficción de mi propia imaginación. Y no hay mucha imaginación implicada. 
El modo de evitar vivir en medio de una ficción carente de imaginación es entablar contacto, en nuestra propia mente, con otras civilizaciones que aún no han nacido. Cuando ustedes leen ciencia-ficción, están haciendo lo mismo que yo cuando la escribo; es probable que el vecino de ustedes sea una forma de vida tan extraña como el mío lo es para mí. Mis cuentos son intentos de recibir... de escuchar voces de otro lugar, muy lejano, sonidos muy tenues pero importantes. Sólo llegan por la noche, cuando el alboroto y el ajetreo de fondo de nuestro mundo se ha aplacado. Cuando ya se han leído los periódicos, apagado los televisores, estacionado los coches en sus diversos garages. Entonces, débilmente, oigo voces de otra estrella. (Una vez lo controlé reloj en mano, y la recepción es óptima entre las 3 y las 4.45 de la madrugada.) Desde luego, por lo común no le cuento esto a la gente cuando me preguntan “¿De dónde sacas tus ideas?” Les digo que no sé, nada más. Es más seguro. 
La mayor parte de mis cuentos fueron escritos en una época en que mi vida era más simple y tenía sentido. Podía discernir la diferencia entre el mundo real y el mundo que yo escribía. Acostumbraba trabajar en el jardín, y no hay nada fantástico ni ultradimensional en la hierba mala... a menos que uno sea un escritor de ciencia-ficción, en cuyo caso muy pronto uno está observando a la hierba mala de reojo, sospechando. ¿Cuáles son sus verdaderos motivos? ¿Y quién la propagó originalmente?
Siempre me descubría haciendo la pregunta: ¿qué es realmente? Parece sólo hierba mala. Eso es lo que quieren que pensemos que es. Un día los trajes de la hierba mala van a caer y se revelará su verdadera personalidad. Para ese entonces el Pentágono estará lleno de hierba mala y será demasiado tarde. La hierba mala, o lo que nosotros tomamos por hierba mala, dictará las condiciones. Mis primeros cuentos estaban basados en premisas semejantes. Más adelante, cuando mi vida personal se transformó en algo complicado y lleno de desgraciados recovecos, las preocupaciones acerca de la hierba mala quedaron atrás, en algún punto del camino. Llegué a aprender el hecho de que el dolor más agudo no llega bajando desde un planeta distante; sube del corazón. Pueden ocurrir las dos cosas, por supuesto: tu mujer y tu hijo te han abandonado, y puedes estar sentado solo en tu casa vacía sin ninguna razón para vivir, y además los marcianos pueden abrir un agujero en el techo y llevarte. 

La historia de Philip no termina donde uno imagina que empieza, en una reducción psicológica de la trama. Lo que de pronto aprendemos de él es que nuestra sociedad moderna, desde Descartes hasta Matrix, fue edificada sobre la paranoia. La racionalidad occidental consiste en desconfiar de “malignos” interiores y exteriores: “polis” y “rojos” se disputan la locura para defender o combatir un “sistema”. P.K.D. sólo se divierte haciendo coherente nuestra normalidad beligerante. Y todo esto es lo que Carrère encomienda al lector conozca por su cuenta, para lo cual cualquier otra cosa que diga será adelantar demasiado.

Dick es probablemente uno de los más importantes precursores, junto con Lem, de una ciencia ficción que es menos tecnología ficción (Clarke, Asimov, etc.) y más filosofía ficción, por no decir teología ficción. Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos es, casi sin lugar para probabilidades, su mejor biografía.