La llamada Escuela Austríaca de Economía (o Escuela de Viena) está en boca de todos, pero los voceros usualmente elegidos, al menos últimamente, son los, a mi juicio, más inconvenientes representantes teóricos de dicha escuela. De hecho, ni siquiera representan a la totalidad de la misma, sino sólo a una rama de la misma, y a esa rama la representan creo que bastante mal. Veamos...
Para empezar, debemos ir paso por paso. La Escuela Austríaca (EA for short) engloba a todos los que parten de la premisa de su iniciador, Carl Menger, que es la de un marginalismo subjetivista y ordinal (no cardinal). Eso es lo que hace que un economista pueda llamarse propiamente austríaco. Nada más. No una posición pro-capitalista, ni pro-liberal, ni nada de eso. La EA luego se ramifica (las primeras grandes dos ramas en las que diverge la Escuela de Viena son las de Eugen von Böhm-Bawerk y Friedrich von Wieser; este último de hecho un liberal-socialista), y éstos, así como muchos otros, pueden considerarse sus miembros en tanto y en cuanto sigan en la línea de este tipo de marginalismo. Del resto ajeno a la EA, o sea: de los otros dos principales creadores del marginalismo, a saber: William Jevons y León Walras, cabe aclarar varias cosas. Primero, que de estos dos autores descienden otras escuelas (la Escuela de Lausana con Vilfredo Pareto, y la de Cambridge con Alfred Marshall) que luego terminarían en lo que se llamaría la síntesis neoclásica de microeconomía (de hecho las teorías del equilibro económico, parcial y general, son una suma de la obra de Marshall y de Walras). Más tarde, a su vez, esta microeconomía se fusionaría con la lectura macroeconómica que Samuelson hizo de Keynes, y que, en conjunto, pasarían a ser la "micro" y la "macro" del mainstream actual, o sea: la síntesis neoclásica-neokeynesiana, donde entra un gran abanico de economistas y también de muy dispares propuestas de política económica (desde Samuelson y Hicks, pasando por Stigler y Friedman, hasta los actuales Williamson, Stiglitz, y un largo etcétera, por decir algunos de entre montones de nombres). Este abanico está dentro de lo que se llama "ortodoxia económica" (confundida con posiciones pro-mercado, que es lo que se ha vulgarizado mal como medidas "ortodoxas"). Fuera de este abanico, están todos los demás abanicos que no responden a esta síntesis, y que se les suele llamar "heterodoxia económica", pero que tiene muchas variantes (todas también confundidas vulgarmente con políticas económicas dirigistas, intervencionistas, etc.), entre otras la marxista, la schumpeteriana, la neorricardiana, la postkeynesiana, la austríaca, y tantas otras.
Dicho esto, volvamos a revisar la Escuela Austríaca. Luego de Menger, la rama de Böhm-Bawerk influiría especialmente en Ludwig von Mises, mientras que la de Wieser influiría en Friedrich von Hayek. En realidad, influiría en otros grandes pensadores, y algunos que creo más relevantes en muchas cuestiones clave, pero... resulta que Mises y Hayek (el segundo alumno del primero) resultaron ser una suerte de apologetas del liberalismo económico, que es la forma actual de decir "medidas liberales en economía para fines liberales en economía". Esta aclaración es importante, porque existen liberales que, aunque coinciden en los fines socialmente individualistas y de libertad privada moderna del liberalismo, esbozan medios no tan propiamente liberales, o al menos no respecto a la libertad de mercado, entre estos el propio Keynes y, a un nivel más filosófico y neocontractualista, el kantiano Rawls ó el rousseauniano Raz, en oposición al ya mencionado Hayek y también, dentro del neocontractualismo, al lockeano Nozick ó al hobbesiano Gauthier.
Dicho todo esto, la posición miseana se fue tornando a lo largo de su vida (especialmente desde Human Action) en un apriorismo axiomático que parte de la praxeología para deducir toda la teoría económica de los procesos de mercado, a los que se dio en llamar cataláctica. Sobre esta cuestión hay opiniones divididas: por un lado, quienes afirman (Mark Blaug) que el apriorismo de Mises es cabal y, por ende, un "apriorismo extremo" como abiertamente es defendido por Rothbard; por el otro están quienes, por el contrario, afirman (Fritz Machlup) que tal apriorismo, a diferencia del de Rothbard, es un "apriorismo moderado", y que Mises lo aplicaría al análisis de los fenómenos empíricos en forma hipotética, como un método interpretativo posible, y no necesario por la mera afirmación de la validez de los axiomas.*
La posición hayekiana, creo, es radicalmente distinta, y esto aunque sus propuestas de política económica puedan coincidir mayormente (no en todo, mucho ojo: Hayek incluso defiende la redistribución del ingreso y hasta una suerte de amplia renta básica universal, entre otras tantas cosas.) Hayek es un liberal clásico pro-mercado, mientras que Mises, aunque dice serlo, termina en una posición liberal más pura, pro-mercado, y además minarquista. Mises es un utilitarista, pero su ontología social se articula sobre la propiedad en sentido lockeano como principio rector (no moral), mientras que Hayek, un utilitarista de normas (y un evolucionista en la línea de Hume), aunque reconoce -¡al igual que Marx!- que Locke ha descrito con mucha claridad la naturaleza de la propiedad burguesa, no la considera el principio rector del orden social, aunque sí la base "atómica" de la naturaleza de la sociedad de mercado. Pues bien, el panegirismo liberal pro-mercado ha adoptado a estos dos autores, y lo ha hecho bastante mal, porque ha intentado una síntesis que no se puede hacer. O mejor dicho, se pueden complementar, pero no creo -insisto, es mi opinión tentativa- que puedan ser parte de un paradigma bien unificado. Eclécticamente, sí, como bien lo hace el amigo Gustavo "El Lacha" Lazzari, pero... no me parece que en una síntesis ni en una teoría unificada.
Aclaración necesaria aquí: es cierto que, como afirma Kirzner, en un punto clave Mises y Hayek confluyen, y es en la cuestión de la necesidad de articular con mercados conocimiento disperso (tácito, como aclara Michael Polanyi para agregar precisión) y de su generación en el proceso de mercado, cosa que, aunque haga rechinar dientes en ambos bandos, es algo en realidad planteado por estos austríacos como por los marxistas. De hecho, para Marx, la ley del valor opera en el capitalismo porque el proceso de mercado es el que mediante la competencia y la independencia entre los agentes autodetermina los límites de las empresas, descubriendo así los valores de cambio que coordinan la producción porque tienden hacia un equilibrio que siempre es dinámico y nunca se alcanza porque detendría el proceso que comunica a los agentes de acuerdo mediante tasas de intercambio que son el parámetro guía para una sociedad basada en la lógica del capital, entre otras muy curiosas coincidencias con Hayek respecto al rol informativo de los precios. Sin embargo, sobre el punto de la "dispersión del conocimiento" regresaré más abajo, ya que el presupuesto de que el conocimiento articulado y la coordinación creada por la misma impediría comunicar per se el conocimiento tácito, es una premisa contra el ideario marxiano que considero errónea, y que hasta sus autores consideran pueden tener excepciones, aunque en su reconocimiento hacen pocas y limitadas concesiones (aldeas, campamentos, etc., sin conexión con mercados externos). La necesidad de coordinar con mercados un conocimiento disperso no comunicable salvo por un mercado, no implica una limitación de dicha dispersión en sí misma, sino de su amplitud. No sólo esto: el propio Kirzner concibe la existencia de una idea de equilibrio en cuanto afirma que es la existencia de desequilibrio es la que motiva al descubrimiento empresarial, y no hay noción de desequilibrio sin un equilibrio, aunque sea tendencial, con el cual compararlo. En rigor, Kirzner repite en forma invertida la fórmula de Schumpeter: en vez de una "destrucción creativa" de empresas que genera desequilibrios, son los desequilibrios los que generan una "creación destructiva" de otras empresas que encarnan viejos equilibrios. Aunque se niegue, en esto Lange tenía algo de razón, y es que el mercado es un sistema de prueba y error más o menos a ciegas. En lo que Lange se equivocaba radicalmente (y lo hacía porque violentaba el pensamiento marxiano que decía representar a pesar de ser un seguidor de Pareto) es que esos ensayos de prueba y error se podían hacer por fuera del sistema de precios formados en la competencia de mercado, la maximización de ganancias y la acumulación de capital. Sin saberlo Lange -y el dato es de por sí un poco triste- era que Hayek estaba, sin saberlo o sin reconocerlo, más cerca que él de Marx. Dicho todo esto, vuelvo al punto central de la divergencia Mises-Hayek en la EA (sea quien sea quien tenga la razón, si Salerno o Caldwell), y es que, por lo menos, no creo que epistemológicamente Hayek parta de las mismas premisas fundamentales para la teoría económica que Mises. Y creo, también, que la forma de llegar a muchísimas conclusiones similares se hace, en general, por un camino muy distinto, y por ende a una conclusión de conjunto final -otra vez a mi juicio- muy distinta en su naturaleza, por más que pudiera llegar a ser complementaria en alguna síntesis ulterior en otro marco teórico. (Por otra parte, no creo que la cuestión de la dispersión del conocimiento sea tan central en Mises como lo es en Hayek, pero bueno, esto es otro de los temas frecuentes de discusión dentro de las ramas hoy hegemónicas dentro de la EA, y no pretendo ser yo quien lo resuelva).
Pues bien, este error de pretender una síntesis superadora -allí donde no puede hacerse- es el que cometen autores como Jesús Huerta de Soto en España (no confundir con el importante economista peruano Hernando de Soto) y los Alberto Benegas Lynch en Argentina. Por suerte, en España y Argentina hay economistas que rescatan mucho a este liberalismo clásico pro-mercado de propiedad privada y que a su vez se afilian bastante a algunas ramas de la EA, pero que no caen -o al menos muy pocas veces- en esta versión infantilizada y apologética de la teoría económica, a saber, por mencionar los dos más conocidos e intelectualmente valiosos de esta línea: Juan Ramón Rallo en España y Adrián Ravier en Argentina. Personalmente recomiendo seguir a estos dos últimos y sus colegas, y no tanto a los autores anteriormente mencionados que, para colmo, son los que el presidente Javier Milei no para de citar como sus principales referencias. Lo cual es, además, curioso: dado que Milei posee un rico y diverso espectro de conocimientos de economía, de teorías y de diferentes áreas de investigación económica, el hecho de que elija como economistas divulgadores a representantes de una única rama de una única escuela, y que éstos encima sean dogmáticos, y algunos hasta toscos, que como si fuera poco distorsionan tanto la rama que creen representar como la escuela en general a la que pertenece dicha rama, es, en suma, sorprendente. Todo esto dicho, que se entienda, sin ironía alguna: es que realmente no lo entiendo. Y ojo, no digo que no tengan cosas rescatables los autores que estos economistas hispanohablantes tanto referencian. No es ése el problema de estos divulgadores (en particular Huerta de Soto), sino su divulgación y sus conclusiones. No entraré aquí en detalles sobre su trabajo y sus manuales y estudios, que no considero de un gran valor, desgraciadamente. Pero debo volver a los autores que Huerta de Soto y Benegas Lynch (h) suelen referenciar, ya que, por ejemplo, es de apreciar, en los economistas que suelen mencionar, el estudio por las cuestiones más subjetivistas de los análisis sobre el rol empresarial y de la dispersión del conocimiento tácito no articulable respecto al problema del cálculo económico en el socialismo, a saber, consecutivamente... en Socialism de Mises (1922), Individualism and Economic Order de Hayek (1935-1947) y Competition, Economic Planning and the Knowledge Problem de Kirzner (1974-2004). Personalmente, aclaro, yo me vuelco más a cuestiones objetivistas, como hace la crítica institucionalista que se centra en la incapacidad provisional de comunicar el conocimiento articulable así como la necesidad de un policentrismo coherente, a saber, consecutivamente... en Economic Planning in Soviet Russia de Brutzkus (1922-1934), The Contempt of Freedom de Polanyi (1935-1940) y Alienation and the Soviet Economy de Roberts (1971). Pero, en cualquier caso, una aproximación no se opone a la otra, ni mucho menos. Desgraciadamente, y a diferencia de Adrián Ravier, Huerta de Soto cree que sí, y ningunea a la segunda, por ejemplo, en su libro sobre lo que él llama socialismo, a diferencia de autores mucho más serios y ecuánimes, como Peter Böttke. En un video de su canal de YouTube, Juan Ramón Rallo le señala a Huerta de Soto, con mucha cortesía, que esta definición de socialismo es, como poco, arbitraria, y se sobreentiende que a su juico errónea (en otros videos, también muy corteses, marca su distancia con las premisas y conclusiones de su colega español).
También, sin duda, hay que señalar el énfasis de los autores subjetivistas en la crítica a las limitaciones epistemológicas de las modelizaciones neoclásicas, pero... de ahí a creer que Mises y Hayek pueden ser una síntesis explicativa del funcionamiento del capitalismo, es directamente de una gran arrogancia, y también fatal. De hecho, ni siquiera el heredero más dogmático del pensamiento miseano, que es Murray Rothbard, aceptaba una síntesis entre su amado Mises y los aportes de Hayek al que casi dejaba a un costado. Pero resulta que -y esto es lo que me asusta- este miseano-rothbardianismo es lo que nuestro presidente ha adoptado como descripción del capitalismo y de la apologética de las políticas económicas que considera acordes con éste. Todavía más, Milei agrava el problema cuando recurre a autores ajenos a la EA, en general del mainstream (como ser Stigler y Friedman, o bien Lucas y Sargent, Arrow y Buchanan... ¡todos neoclásicos de pura cepa!) en tesis que encima son totalmente incompatibles e irreconciliables con Mises o con Hayek. Por dar un ejemplo: Milei ha evocado eufóricamente la epistemología positivista de Friedman (la cual más bien debería llamársele instrumentalista, pero para el caso da igual), que se da de patadas con toda la Escuela Austríaca (especialmente con Mises), mucho más que con Keynes, los keynesianos o los postkeynesianos (y con los neokeynesianos el instrumentalismo friedmaniano es todavía más compatible). Y esto por dar sólo un ejemplo. Veamos que sus cuatro perros se llaman: Murray (por Murray Rothbard), Friedman (por Milton Friedman), Robert y Lucas (por Robert Lucas). No digo que Javier no pueda hacer un uso ecléctico e instrumental de todos estos autores. Esto no sería lo grave. Lo grave es que no aclare ¡o peor, que no lo perciba!, la completa incompatibilidad de un apriorista dogmático de esta rama -a mi juicio la más pobretona- de la EA, como lo es Rothbard, con estos otros dos grandes economistas del mainstream. A decir verdad, Murray no debería haber sido otro perro más, sino algún miembro de otra especie, y dejar a Robert, Lucas y Milton como perros, o viceversa. Y no es una broma burlona ni mucho menos: es que estos autores pertenecen realmente casi a dimensiones paralelas en el mundo de la teoría económica a nivel de sus bases epistémicas. Si al menos el cuarto perro en discordia hubiera sido Hayek... ¿pero justo Rothbard? En fin.
Por eso, insisto en que es preferible para un defensor de las políticas económicas actuales, seguir en estos temas a un Rallo, que incluso a pesar de sus matizaciones es muy cercano a las propuestas de Milei, que a un Huerta de Soto, aunque sea quien el propio Milei menciona hasta en Davos, en una exposición en la que -no, no puedo dejar de repetirlo- al mismo tiempo y en nombre de esta línea de la EA despotricó contra los modelos neoclásicos que él mismo utilizó toda su vida, sigue utilizando, y que lo llevó a nombrar a sus perros en nombre de algunos de sus más inteligentes representantes; el problema no es el reconocimiento tan abierto de mente a autores dispares, sino el problema del destrato contradictorio al paradigma del que dependen los autores que le dieron nombre a sus canes.
Yo, propiamente, y lo aclaro de antemano, no soy liberal: soy, si se quiere, un socialcristiano, por ponerme un nombre práctico y simplificador para quien, como nos pasa a un Fernando Romero Moreno y a mí, debemos recurrir a un ideal de mínima a falta de un ideal de máxima realmente tradicionalista. Pero... si tengo que elegir una rama del liberalismo (en el sentido contemporáneo y usual del término) con políticas económicas con las que más coincido, me iría hacia modelos de capitalismo renano como el propuesto por el economista de otra rama muy distinta de la EA, que fue el liberal -y, sí, a la vez socialcristiano- Ludwig Erhard, padre del llamado "milagro alemán". Erhard fue economista del canciller Konrad Adenauer, y luego él mismo canciller de Alemania. Ambos se basaron en una síntesis coloquialmente denominada como "Economía Social de Mercado" (un nombre vago para una posición que combinaba políticas económicas liberalizantes con atenuantes comunitaristas) y que sintetizaba varias ramas ortodoxas y heterodoxas (incluso entre las heterodoxas, unía a los parcialmente opuestos Lord Keynes y Von Hayek), y también pro medios de mercado así como otros medios no tan pro-mercado. (No quiero extenderme en este punto, pero sus padrinos intelectuales fueron: el ordoliberal y austríaco Walter Eucken, el neodistributista Wilhelm Röpke, y el reformulador de la sozialpolitik Alfred Müller-Armack, los cuales a su vez tenían de referencia, al igual que Max Weber y Joseph Schumpeter, dos posiciones tan opuestas como lo fueron alguna vez el marginalismo austríaco y el historicismo alemán). En resumen, que el modelo chileno de Hernán Büchi Buc no es mi idea de un ideal, por decir poco. Y esto lo digo prefiriéndolo por lejos a la ensalada de modelos del statu quo argentino, de su ISI desde la década del 30, de su esclerosado esquema industrial-sindical y de sus hibridaciones sistémicas.
Hecho todo este largo rodeo, vayamos al punto. Aquí voy a postear un viejo comentario que ya ni recuerdo dónde lo hice, pero que hace un énfasis, por momentos punzantes, en los problemas de este liberalismo de mercado y propiedad privada, que desgraciadamente es más que minarquista dogmático, y llega hasta ser una rama del liberalismo que se cruza con el libertarianismo. Recuérdese que "libertarianismo" en realidad significa una orientación hacia la abolición del Estado, pero que no necesariamente puede ser en función del capitalismo: el abanico libertario, y especialmente el más extremo anarquista, va de las posiciones anarco-comunistas de Kropotkin a las anarco-capitalistas de Molinari, pasando por varios intermedios que pasaré aquí abajo en una imagen. A su vez, como aclaré antes, el abanico liberal, definido por el individualismo contractual, sería un eje perpendicular al libertario, que va de posiciones de socialismo liberal al capitalismo liberal, pasando por todos los posibles intermedios (socioliberalismo, liberalismo crítico, ordoliberalismo, liberalismo clásico, liberalismo privatista, etc.). Y, como si fuera poco, la Escuela Austríaca de economía es, a su vez, otro tercer eje en el que podemos encontrar, respecto a los otros dos ejes, posiciones totalmente diversas (aunque prepondere cierto liberalismo clásico), cosa que precisamente es lo que aclaro aquí con mucho énfasis. Dado todo lo anterior, podemos dar un simple ejemplo donde dos autores se encuentran en la misma posición respecto a los dos primeros ejes normativos, filosófico-político y socioeconómico, y en veredas opuestas en el tercer eje de la teoría económica. En el liberalismo privatista de tipo libertario-anarquista, o sea, en la ideología que busca llegar a un anarco-capitalismo, podemos encontrar tanto al mencionado austríaco-apriorista Murray Rothbard como a un neoclásico de pura cepa como David Friedman, y esto termina llevándolos a discrepancias radicales sobre la forma de realización de sus posturas propositivas.
Mi crítica en este comentario a una imagen y a un texto de Huerta de Soto, resumen mis objeciones a varias de las cosas que se suelen afirmar en los debates con, desgraciadamente, gente que está todavía más equivocada, como es el caso argentino de los kirchneristas, casi todos seguidores de una rama del postkeynesianismo que es la de Michał Kalecki. Dado que para la crítica al kaleckianismo basta con ir hasta las contradicciones internas de su núcleo teórico, casi todos coinciden en mayor o menor medida en las refutaciones: austríacos, representantes más o menos dirigistas del mainstream, y prácticamente todas las ramas del marxismo (salvo el comunismo oficial que hoy ya ni cita a Marx y se agarra de cualquier cosa, puesto que ha caído más bajo que cuando adoptó la legitimación leninista y la fusionó con Gramsci... así de mal estamos). Kalecki plantea disparates como que no se llega a un tope en los precios de las prepagas, no meramente porque la demanda inelástica de los productos referentes a la salud se coman los ingresos destinados a otros productos (que sí tienden a la baja aunque sean monopólicos), sino porque -según los kirchneristas que lo aman- las empresas pueden subir todavía más el precio ya que pueden decidir políticamente (¡dentro del mercado!) bajar la cantidad ofrecida mancomunadamente. Si esto fuera cierto, y fuera una lógica política que ocurre dentro del proceso de mercado (como afirman los kaleckianos) todo proveedor de salud y alimentos monopólico, oligopólico (o incluso aquellos en un mercado de competencia perfecta) tenderían a comerse todos los ingresos restantes de la población y llevar a cero la venta de todos los demás productos. Para Kalecki la inversión no es afectada por las ganancias y los salarios, y el proceso de competencia (incluso el de un monopolio para maximizar ganancias por cantidad) se esfuma con la idea de un "poder de mercado" con capacidad de establecer ¡en forma descoordinada y con intereses contrapuestos! sus fines políticos e imponerlos. Aunque este autor parece admitir que este poder "político" es, al mismo tiempo, parte de un proceso capitalista con su propia lógica y sus propias leyes económicas, que se encuentra más allá del control de sus agentes, cosa que bien señala Astarita como una clara contradicción. Diría yo, un disparate en realidad, pero bueno... (no por nada habrán sacado a patadas a Kalecki de la administración económica en Polonia.) En Argentina tenemos a sus seguidores, a estos vendedores de leche podrida, como panelistas, por ejemplo uno de ellos debatiendo con un apriorista liberal como Bertie que habla desde una simplificación rothbardiana sin atacar el argumento kaleckiano-kirchnerista desde sus premisas. Es triste. Yo mismo podría desarrollar aquí los disparates gravísimos de la Modern Monetary Theory si no fuera porque el tema me excede en cuanto a mis estudios como para hacerlo con precisión (lo cual es innecesario porque ya lo han hecho tantos otros autores), y además porque incluso al enumerar las locuras de la MMT haría este artículo una interminable enumeración de delirios. Como se puede ver, lejos están aquí los debates de paradigmas serios, como los de marxianos y böhm-bawerkianos (salvo quizás entre Iñigo Carrera, Astarita, Rallo, Romaniega, etc.)
Pero bueno... no voy a dispersarme más y pasaré, al fin, a esta suerte de breve artículo en respuesta a Huerta de Soto que encontré en el arcón de un viejo disco rígido...
Ahora sí, por fin, copio aquí aquel viejo comentario, con algunas revisiones:
Sobre
lo dicho en la imagen [aclaración: no está en este posteo y no la encuentro], voy a citar las oraciones clave:
-
Se le llama capital al
valor estimado a precios de mercado de los bienes de capital.
Respuesta: esto es
mayormente cierto, pero no enteramente, porque la estimación a precios de
mercado es necesaria para el capital en sentido marxista, pero no para el
capital en el sentido que se da en este artículo (como meros bienes de
producción). Luego, y por esto mismo, la oración corre el riesgo de ser
autorreferente: si decimos que “se le llama” capital a este valor estimado,
entonces la primer palabra capital usada en la oración debería ir
entrecomillada, porque sino ¿qué es un bien de capital? ¿Qué significa capital
en la oración? Esto no es aclarado en las siguientes oraciones. Veamos…
-
El bien de capital es
el que es usado en la producción de bienes o servicios, por ejemplo: la
maquinaria, herramientas, edificios, entre otros.
Respuesta: supongamos
entonces que esto es un bien de capital, pues entonces existen bienes de
capital desde que existe humanidad. ¿Son
estos bienes sumados “el capital”? Si es así, estamos en la definición vulgar, que
llega hasta nosotros desde Say hasta la EA, y que no garantiza
un valor productivo dentro del proceso económico por entero… salvo que –en el
caso del sistema de mercado, y sólo en éste– dicho “capital” (como conjunto de
bienes de producción) ofrezca ganancias. ¿O referirse a ellos como “de capital”
implica que “capital” significa otra cosa? Si significa otra cosa,
necesariamente no puede ser la primera definición de más arriba sin caer en una
respuesta circular.
-
Capital viene del
latín caput~capitis, que significa cabeza. ¿Por qué se llama capital al valor
estimado a precios de mercado de los bienes de capital? Porque se requiere un
esfuerzo mental (cabeza, caput) el estimar utilizando los precios de mercado,
cual es, a través del cálculo económico y la contabilidad, el valor que tienen
los precios de los bienes de capital que están a nuestra disposición para
nuestros fines.
Respuesta: en esta
definición curiosamente objetivista del valor de los bienes de capital,
aparecen los primeros errores. El primero es histórico: la referencia a la
cabeza para referirse al capital surge porque dentro de una sociedad de
mercado, solía existir una cabeza por cada uso activo de poseer y usufructuar
de los bienes de capital. Cuando la centralización industrial transformó
(primero en Inglaterra y luego en el resto del mundo durante el siglo XIX) esta
economía mercantil en un universo separado entre unos pocos “capitalistas” y el
resto de mano de obra asalariada, surgió la posibilidad y la necesidad de una
búsqueda ilimitada y compulsiva por mantener o aumentar el capital frente a la
competencia. Búsqueda sin frenos, puesto que antes la masa de antiguos
propietarios trabajadores no quedaban atrapados en el círculo vicioso de la
competencia y regulaban la tasa de ganancia no en búsqueda constante de una
mayor demanda, sino poniendo el límite de su propio cansancio. Esto formaba un
equilibrio homoestático que lograra que la moderna “economía civil” mercantil
no se transformara en una economía propiamente “capitalista”, centrada en el
aumento constante de la tasa de capitalización sino en el aseguramiento de un
bienestar fijo, como sucedía en las economías gremiales y de aldea
precapitalistas. Sólo recién cuando surge el capitalismo, o sea: cuando las
cabezas que poseen bienes de producción son pocas y no trabajan, entonces
pueden crear empresas impulsadas por aumentar la producción a costa de un aumento
de la cantidad de trabajo, con lo cual el trabajador compensa su pérdida de
tiempo libre con un aumento del consumo, realimentando una suerte de “dilema
del prisionero” generalizado que hemos dado en llamar “consumismo”. ¿Pueden
acaso los asalariados “decidir” en esta historia y trabajar menos para ganar
menos? No, no pueden. Luego de un gran perjuicio aquí olvidado, que es el que
los transformó en asalariados y los hizo perder su independencia económica por
obra de la competencia (y mucho antes su sustento en economías cooperativas
como las precapitalistas), surgió una mejora para el asalariado, fuera por
acción sindical, o por un aumento de la competencia entre capitales (como
consecuencia usualmente de un aumento de la tasa de capitalización), o ambas a
la vez. Pero esta mejora fue siempre en el nivel de consumo del salario, no en
una mejora por reducción de las horas de trabajo, que siempre pudo lograrse
mediante restricciones legales (por presión política o sindical), puesto que la
fuerza de trabajo está impulsada siempre a poder pedir mayores salarios o
aprovechar menores precios de bienes de consumo, pero nunca a la reducción de
las horas de trabajo. Las empresas que compiten por una mejor mano de obra rara
vez lo hacen ofreciendo menor cantidad de tiempo de trabajo sino mayores
salarios. Lo mismo ocurre con la calidad de las condiciones de trabajo.
Como fuera, lo que
aquí se insinúa es que el capital (en el sentido aquí utilizado: conjunto de
bienes de producción útiles) se llamaría de esta forma porque requeriría de una
actividad empresarial, y eso es falso. De hecho ni siquiera se dice en la oración.
Estimar el valor de los bienes de capital no es actividad empresarial sino mero
cálculo económico. Se está confundiendo aquí las ganancias de la actividad
empresarial (ver Schumpeter, Sweezy, Kirzner, etc.) con el interés del capital.
Ambos ingresos tienen orígenes distintos, y tanto marxistas como sus críticos
(austríacos, neoclásicos, etc.) reconocen esta distinción, más allá de que
expliquen el origen del interés del capital (y también en parte las ganancias
de la actividad empresarial) de diferentes formas.
-
Capitalismo: es el
sistema político-económico donde las personas pueden ejercer libremente la
función empresarial.
Esta definición es
incorrecta. No es la definición esencial de capitalismo. Es medianamente correcta
sólo para referirse a uno de los aspectos del sistema capitalista, que es el
que requiere de la actividad empresarial privada. Y la palabra “libremente” agregada
por el autor de la cuenta, es tramposa. La libertad no es una exigencia cabal
para ser empresario y capitalista (la Alemania Nazi era un capitalismo casi
completamente regulado con empresas privadas funcionando en base al lucro, en
vez de un conglomerado de empresas estatales en manos de una clase de
burócratas como en la Unión Soviética basadas en el cumplimiento de metas de
producción), y por otra parte dicho “uso libre” de la función empresarial, es
en realidad compulsiva para el capitalista. Todavía más, esta “libertad”
compulsiva no es accesible para todos, sino todo lo contrario. La mayoría de la
población no puede usar “libremente” su función empresarial con bienes de
capital (salvo con su propio capital humano y bajo criterios que ella no ha desarrollado),
por la simple razón de que un mercado de industrias que se haya centralizado (y
en general lo está) lleva a que competitivamente triunfe una minoría de
empresarios, desde unos pocos grandes hasta muchos chicos, disponiendo de
bienes de capital (o sea: disponiendo de empresas), y sea más eficiente que la
mayoría se mantenga asalariada. No hay forma de que “libremente” (por desearlo,
o siquiera por tener la capacidad) la mayoría pueda hacer uso de su actividad
empresarial de esta forma, como no hay forma de que libremente todos puedan
llegar a la cima de una pirámide humana (de humanos apilados, sí) sin llevar
hacia abajo a otros, de la misma forma que en la construcción de un edificio no
todos puedan ser arquitectos aunque la mayoría de los albañiles se encontraran
milagrosamente igualmente capacitados para hacer arquitectura. Lo máximo será
una disputa entre unos pocos arquitectos, ya que una vez siendo albañiles, es
casi imposible que pasen a convertirse en arquitectos aun pudiendo ser mejores que
el arquitecto en jefe. A este desplazamiento se le da en llamar “circulación de
las élites” (la económica) y requiere de la “destrucción creativa” de empresas
por otras nuevas, y casi siempre se da entre las clases propietarias medias y
las altas, no entre las asalariadas que son las que casi siempre deben
dedicarse al trabajo operando esos bienes de capital, sean tornos u hoy
computadoras (lo cual los priva crecientemente del “capital cultural”,
“técnico” y “social” para acceder a la remota posibilidad de ocupar un cargo
capitalista, y esto se agrava en los países con mayores tasas de desigualdad
entre empresariados y trabajadores).
-
Función empresarial:
es la innata capacidad de todo ser humano para descubrir las oportunidades que
surgen en su entorno y actuar para aprovecharlas. Para ello es necesario el
derecho de propiedad privada sobre los bienes de capital para estimar su valor
utilizando los precios de mercado.
Esta capacidad no es
innata: se entrena, y se entrena sólo en sociedades donde es necesario mercar
(y dentro de mercar, eventualmente lucrar si uno no es asalariado) para obtener
bienes de otros. Por supuesto el derecho de propiedad privada es necesario para
esto, pero precisamente porque genera las condiciones para que esta forma de
obtener ingresos sea la única posible. No sólo eso: la propiedad privada aquí
referida, no es cualquier propiedad privada, sino la propiedad privada
alienable e individualizada, lo que se da en llamar propiedad burguesa, que es
una de tantas formas históricas que ha tomado la propiedad privada. No hay que
ser marxista para saber esto, sino que basta con ser un historiador
medianamente versado. El entorno de oportunidades aquí mencionado son enormes
mercados de capitales, trabajo y consumo, que se crean sólo donde los recursos
materiales se administran en espacios públicos masivos de mercado: sean los
bienes de producción, los trabajadores y los consumidores atomizados (cuyo consumo
es parte requerida para que ejerzan su rol de productores), a los que se
vincula impersonalmente como meros compradores y vendedores.
Respecto a la
valoración de los bienes de capital (en el sentido amplio de “capital” aquí
usado: bienes utilizados para la producción), ésta valoración no requiere per se ni propiedad privada ni mucho
menos precios de mercado. Sólo lo requiere en nuestra sociedad de masas, y sólo
en tanto y en cuanto por ahora ésta funciona bien únicamente mediante un
mercado formador de precios y empresas que dependan de los mismos, y por ende
funcionen guiados por el lucro. Esto lo reconoce el propio Ludwig von Mises, cuando todavía no se había adulterado su conocimiento teórico a la apología del capitalismo desregulado o “liberal”
(entrecomillo porque todo capitalismo existe sobre bases institucionales
liberales, por más que sobre éste luego operen restricciones o regulaciones del
Estado, que la más de las veces es orgánica no sólo a los intereses y el poder
de los más importantes factores empresariales de poder, sino al funcionamiento
mismo de los mercados incluso contra la voluntad de estos mismos actores
económicos). Mises dice así, en el lenguaje de un Max Weber del cual todavía
aprendía: “En las relaciones sencillas de la economía doméstica cerrada puede
advertirse en todo su conjunto el camino que va del comienzo del proceso de la
producción hasta su fin, y porque siempre es posible juzgar si tal o cual
procedimiento puede producir más o menos bienes listos para el uso o el
consumo.” En tal caso, no es necesaria una “función empresarial”. No sólo
porque se trata de economías tradicionales y medianamente estáticas, sino
porque incluso cuando se involucra un proceso creativo en la producción, éste
no se instrumentaliza a ciegas intentando buscar anónimos de mercado de
consumo, sino en consunción con quienes consumirán lo producido y cooperarán en
la producción. Por eso Weber hablaba de que las economías precapitalistas eran,
en su base, unidades de colaboración económica comunitarias necesariamente
consuntivas, mientras que las economías modernas, en especial en su forma
terminada y capitalista, las unidades económicas se disuelven en un gran
espacio público, que es en realidad un gran mercado guiado por precios, y allí
la “cooperación social” es lucrativa, y por ende no es colaborativa sino
competitiva. Sobre este punto, y la compulsión a la búsqueda egoísta del
ingreso, ver los comentarios de Friedrich A. Hayek: https://youtu.be/frRu8d0TUWk?t=347 (ver de 5:47 a 7:23), o bien lo que nos dice con todavía menos pelos en la lengua al final de su breve ensayo "The Reactionary Character of the Socialist Conception".
Pero también hay comentarios dejados por el economista español a esta imagen. Veámosla...
Bueno, ya en el primer
párrafo el lenguaje es vago y bastante poco académico cuando se refiere a
“moral social”, sea lo que sea que esto signifique, ya que pueda referirse a
muchas cosas: que sea moral lo que hace funcionar a la sociedad, la moral que
es popular en una sociedad, la moral que funda una organización social, un tipo
distinto de moral aplicado a lo social, etc. Pero dejemos estos “detalles” y
sigamos con el texto.
En el segundo párrafo
se nos dice que “moralmente” el capitalismo es “superior” a “todos los demás
órdenes sociales”. ¿Qué órdenes sociales? No se sabe. Simplemente se los
menciona, pero se los reduce a algo indescriptible: la guerra. Pareciera que
hay dos opciones: o contratos voluntarios (de mercado, obviamente) o el
conflicto bélico. A ver: es medio difícil siquiera de imaginar un orden
socioeconómico basado en el conflicto hobbesiano. Tal cosa no existe. Ni siquiera
en el caso de la esclavitud. Y habría que imaginar una suerte de esclavitud
general, donde todos trabajaran para un único propietario (que probablemente no
requeriría el reconocimiento social de su propiedad para hacer valer su
posesión total). Sólo así no habría otra organización económica que una suerte
de donación involuntaria en especie a este único dueño de todo, y éste
redistribuir lo necesario para la subsistencia de los esclavos. Pero véase: tal
sistema, de existir, sería centralizado totalmente, y de hecho funcionaría: no
sería muy diferente a un despotismo hidráulico oriental o a lo que solemos
entender por un colectivismo estatal de tipo “soviético”: una suerte de
asistencialismo penitenciario en el mejor de los casos. Pero insistimos:
estaría funcionando. Todas las civilizaciones anteriores al capitalismo
deberían haber operado de esta forma, y por lo visto habrían entonces
funcionado, ya que han creado de hecho grandes reinos y hasta imperios, y no
meros conglomerados tribales. Obviamente, éste no ha sido el caso, pero no
porque hubiera un margen de economía capitalista no subyugada que mantuviera en
pie el desarrollo de estos órdenes sociales, sino porque la base económica por
la cual subsistía la mayor parte de la población y que era el soporte de
grandes civilizaciones operaba eficientemente a pesar de no funcionar en
grandes masas de agentes económicos dentro de sociedades de mercado. Y no había
guerra de todos contra todos. Y la cooperación social era pacífica y no basada
en el conflicto. Y con todo eso, sin embargo, la cooperación no era usualmente
contractual sino estatutaria, y aun cuando surgían relaciones
contractuales no se trataba, salvo excepciones periféricas, de mercados de
bienes. Y allí todos también debían “disciplinar” su comportamiento para el
bienestar de otros, pero sólo si decidían depender de otros para obtener
producciones más vastas (posibilidad que no existe en nuestras sociedades,
donde la única opción viable es la autarquía). De hecho, en aquellas economías,
realmente se podía pautar mutuamente el tipo de trabajo que se quería realizar,
en vez de que el disciplinamiento lo realizara un mercado de capitales y
trabajo. En nuestras sociedades, los individuos hacen lo que otros desean, pero
esos “otros” tampoco hacen siquiera lo que desean, sino que se encuentran en la
misma circunstancia, forzándose mutuamente a trabajar en formas que no pueden
sopesar con su voluntad de consumo. Su producción está orientada a la
maximización de la producción, sin importar si ésta fue demandada al precio de
una maximización constante de la cantidad de esfuerzo realizado (sea trabajo en
el capital, o dirección empresarial en la utilización del capital) para
acumular capital. Por supuesto para el liberal actual, que es menos un liberal
clásico y más un liberal economicista y/o patrimonialista de mercado (el
liberal moderno, o “neoliberal”), todo esto es inentendible: no conciben otra
cooperación que la basada en el intercambio de un bien por otro (como sucede en
los mercados), y se olvidan que más de siete octavas partes de la historia
económica del hombre funcionaron mediante una cooperación no regulada por el
intercambio, sino por una circulación y una producción basadas en la
reciprocidad dispersa o en la redistribución central, sea a escala doméstica o
mayormente en economías de parentesco, entre tantas otras (ver Karl Polanyi en El sustento del hombre). Incluso antes
del más moderno capitalismo, la propia economía mercantil tenía formas de
“economía civil” donde la impersonalidad del mercado no creaba una lógica de
acumulación de capital y donde la cooperación era guiada no sólo por la
maximización del consumo sino por un control mutuo sobre la compulsión de
producir a costa de un trabajo extenuante (ver Stefano Zamagni en Por una economía del bien común).
Sociedades ya burguesas hubo, como fue el primer Estados Unidos: se trataba de
amplias clases medias agrarias de farmers, no sometidas a la lógica del
capital, de la competencia. En estos casos los productores, si era necesario,
cuidaban que la compulsión por depender de mercados no llevara a una
concentración de la riqueza, y mantenían las unidades atomizadas propias de una
sociedad mercantil a una escala pequeña suficiente para que todos los
trabajadores fueran propietarios de sus herramientas de producción. A estos
criterios se los ha dado en llamar distributistas, y de hecho existe un
movimiento económico-político con dicho nombre, representado por dos autores
caros a los conservadores católicos, que son Hilaire Belloc y G. K. Chesterton.
El primero escribió un libro titulado El
estado servil, cuya tesis luego sería
asumida como válida dentro de la teoría económica por lo que podríamos describir como “neo-distributismo” (ver Wilhelm Röpke en Civitas humana).
El libro de Belloc (así como el de Röpke) analiza tres
circunstancias históricas modernas que son posteriores a la destrucción de la
antigua unión entre trabajador y herramientas de producción: 1) el mercado
desregulado capitalista, que se ha convertido en una suerte de “esclavitud” asalariada
a un mercado de capitales, 2) el colectivismo o dirigismo estatal, que es una
esclavitud directa, a veces asalariada o directamente basada en la
redistribución de racionamiento, 3) el mercado regulado capitalista combinado
con asistencialismo estatal, que se ha convertido en aquella misma “esclavitud”
pero convertida en un revival de la vieja servidumbre (refiriéndose no a la
servidumbre feudal, sino al antiguo término que describía al esclavo
mantenido). Para Belloc, la situación número 1 se combinaría con una
negociación conflictiva con la número 2, dando lugar a la tercera: el estado de
cosas servil que se da en el presente capitalismo. Paradójicamente, el propio
Hayek cita a este libro elogiosamente por su crítica al asistencialismo
estatal, sin mencionar sin embargo que cuando Belloc hablaba de servidumbre se
refería a la condición de un capitalismo donde a los asalariados se les aseguraba
la subsistencia de los rigores de la competencia total, mientras que el propio
Hayek se refería con “servidumbre” sólo a la situación 2: la esclavitud del
colectivismo estatal.
Y siguiendo con Hayek,
retomo el video de la entrevista al autor: allí éste deja bien claro que los
principios éticos y morales no regulan ni pueden regular al sistema de mercado.
Hayek dice claramente, que hay una tendencia altruista del ser humano para
edificar la cooperación social, y sólo donde la cooperación social se ha
despersonalizado y automatizado puede basarse en un criterio totalmente ajeno a
la tendencia medianamente gregaria del hombre, como es el del lucro. Por eso la
crítica al lucro del sistema capitalista n es una crítica al hombre, sino a un
sistema que lo compele a lucrar para sobrevivir cooperando de una forma única
contra alternativas que está imposibilitado de elegir, por incapacidad de
organizarse y por estar inmerso (culturalmente pero también socialmente) en
condiciones masivas donde es imposible una decisión sincronizada hacia una
economía colaborativa, salvo en casos de crisis terminal (ver Paul Mason en Postcapitalismo).
¡Por supuesto que la
solidaridad debe ser voluntaria y no impuesta! El problema es, precisamente,
que la insolidaridad de nuestra sociedad no es voluntaria: es impuesta. Es muy
cierto que un vasto “orden extenso”, de masas e impersonal, no puede conocer salvo
por precios la utilidad y escasez de los bienes producidos por otros en forma
privada e independiente, a ciegas salvo por tanteos riesgosos en mercados
anónimos. Pero eso no significa que tal situación pase por tal necesidad a ser
voluntaria. Hacer pasar una necesidad por una virtud es una vieja falacia no
formal. La solidaridad que existe en nuestra sociedad es forzosamente ajena al
proceso de circulación y producción de bienes, y sucede con las sobras de lo
que no se requiere para sobrevivir en la competencia y por la acumulación de
capital. Esta solidaridad jamás puede compensar el egoísmo compulsivo mediante
el cual se han obtenido estas ganancias, y mucho menos borrar las consecuencias
sociales deletéreas de una subsistencia basada únicamente en el intercambio
mercantil.
Vamos a desglosar
ahora el tercer párrafo, aunque no requiera muchas más aclaraciones:
científicamente, el capitalismo no es el único sistema posible. La historia lo
demuestra, pero también la teoría (no la mala teoría apriorística moldeada ad
hoc para crear una ficción elemental a base de un par de principios verdaderos
y varios saltos lógicos mal dados). Donde no hay precios de mercado, la
economía no colapsa. El problema es cuando no hay precios y se intenta una
producción de escala en forma dirigida gerencialmente, lo cual exige una
economía de guerra. Allí la economía sin duda es imposible. Ésto lo vieron casi
simultáneamente tres economistas con una buena base en sociología: Weber
primero en 1919, luego Mises (ya citado) en 1920, y finalmente Brutzkus
en 1921 (que conoció la cuestión de cerca). Pero hay una economía “socialista”
que no colapsa, aunque funciona bastante mal, que es la economía de precios de
mercado sin mercado, o sea: en la cual los ingresos de las empresas no dependen de esos precios
sino de recompensas estatales a las empresas (por “metas de producción” y otros
criterios) deducida de la venta de los bienes a esos precios. Este último caso
es el llamado “modelo soviético” posterior a la NEP rusa, y fue el que se
generalizó a casi todos los países del mal llamado “socialismo real” (el
análisis de este modelo fue eludido por Mises, pero fue objeto de atención de
Brutzkus, que realmente entendió la diferencia, porque vivió en Rusia y lo vio
de cerca, y que creó una escuela de economistas dedicadas al análisis serio del “socialismo”.) Tales economías no son realmente planificadas, e incluso, de entre
una minoría de precios que pretenden regular, un porcentaje ínfimo logra ser
realmente regulado. Este sistema obviamente no funciona normalmente y adolece
de fallas sistémicas y una producción tecnológica en general magra aunque
funcional a la industria militar y, además, sustentable (ver los trabajos de autores que también suelo recomendar: János Kornai, Richard Portes y Serguei Oushakine).
La economía no colapsa. Subsiste, y no sólo por la existencia de algunos
precios externos. Pero el resultado es pobre y termina creando un engendro que
opera como si se tratara de un hospicio público con trabajos sin incentivos por
salarios que dependan de la productividad del trabajo, fábricas con recursos
mal asignados, colas de espera para productos que deben ser finalmente
racionados, "chernobyles", etc. Todo esto finalmente dependiendo de la exportación de materias primas y otros commodities.
Cerremos ahora con el
último párrafo: éste empieza diciendo que el capitalismo hoy en día sólo existe
“por rasgos” pero no de manera generalizada. Otra vez, es necesario citar a
Mises, que en esto no se equivocó: no importa cuán estatizada esté una
economía, mientras los precios de los bienes de producción sean regulados por
el mercado y el resto dependa de éstos, entonces más allá de las intervenciones
que existan, el sistema sigue siendo capitalista. ¡Incluso puede serlo para las
empresas estatales aun cuando, eventualmente, no operaran con criterios de
lucro! Veamos lo que nos dice Mises: “Sin duda existe una diferencia radical
muy importante entre la estatización de ciertas empresas, en medio de una
sociedad que, por otros motivos, mantiene el principio de propiedad privada de
los medios de producción, y la realización integral del socialismo, que no
tolera propiedad privada alguna de los medios de producción junto a la
propiedad de la comunidad. Mientras el Estado explote solamente algunas
empresas, el mercado fijará los precios de los medios de producción. De esta
manera se da a las empresas estatizadas la posibilidad de calcular. Si querrán
o si podrán tomar los resultados del cálculo como líneas directivas de su
gestión, es ya problema diferente. Sin embargo, el solo hecho de que, en cierta
medida, el éxito de una empresa pueda evaluarse en cifras, proporciona un punto
de apoyo a la dirección comercial de esas empresas que, forzosamente, falta en
la dirección de una comunidad puramente socialista. La manera como se dirige
una empresa estatizada se puede calificar, con razón, como gestión mala, pero
cuando menos es una gestión.”
La crisis de los años
30 todavía se discute cuál fue su causa. Incluso entre los liberales (que
culpan a un intervencionismo exógeno que parece hubiera bajado de un plato
volador) hay posiciones encontradas al respecto: Rothbard dice una cosa,
Friedman padre e hijo (ancap el hijo) dicen otra. La expansión crediticia mencionada ¿acaso
surgió sólo por intereses del Estado o por necesidades intrínsecas al propio
sistema capitalista? La imagen de un sistema capitalista que tiende a la
estabilidad en proporción a su desregulación, no es real. Ni siquiera lo era
para Hayek, que contemplaba intervenciones pro-mercado, y hasta planes de
asignación universales como formas de seguridad social que no pusieran al
sistema en crisis. Las economías capitalistas más “liberalizadas” (esto es: más
desreguladas), son, ciertamente: Suiza, Nueva Zelanda (que agrego yo),
Singapur, Hong Kong. Pero también lo son los modelos nórdicos, con una
redistribución del ingreso (en términos proporcionales y absolutos mucho
mayores que los de que cualquier asistencialismo generalizado proporcionado por
necesidad bajo la dictadura de los partidos comunistas). Y ojo al detalle: Hong
Kong y Singapur no tienen tan excelentes condiciones de vida. El nivel de
sobreexplotación y las malas condiciones de trabajo son moneda corriente en
estos países, especialmente Hong Kong. Singapur es un caso distinto, pero allí
el Estado opera como una suerte coach neoliberal que fuerza a la población a
tener una actitud empresarial y positiva para con el capitalismo, en forma
compulsiva: una política cultural que es una suerte de estajanovismo puesto de
cabeza, que invade la vida privada para inculcar un autointerés forzado, como
si ya no bastara con el que impone cualquier sociedad mercantil por sí misma. Por
el contrario, Suiza y Nueva Zelanda tienen varias limitaciones, culturales y
políticas, a esta liberalización extrema, y una mayor protección social, sea
por parte de la sociedad civil o desde el Estado. Y hay algo que tampoco se
cuenta, que es la dificultad de estos países (a diferencia del modelo nórdico)
para la movilidad social: la “circulación de las élites” de las que hablaba
antes, es mucho más limitada, y un dato que no mencioné antes: ¿es más justo o
positivo obtener beneficios por un aumento de la productividad del trabajo,
pero ocupar en la realidad una posición cada vez más baja para la mayoría en la
pirámide social? No olvidemos que en estos países la tajada que la clase obrera
saca de la producción total, es mucho más reducida que en otros países
(compárese Chile con Uruguay, Hong Kong con Japón, etc.), y tiende a decrecer,
pero como el tamaño de la torta aumenta en proporción mayor, la pobreza
relativa en aumento es compensada por una reducción de la pobreza absoluta.
Pero esto significa, lisa y llanamente, que, o bien cada obrero está recibiendo
una porción más chica del valor de cada cosa que fabrica y pasa por sus manos
en el día de trabajo, o que, para el liberal, el trabajador cada vez aporta
menos a la producción general, y los empresarios son una suerte de superhombres
en crecimiento que cada vez son más escasos y útiles y que por eso ganan miles
de veces más que un empleado medio.
El párrafo cierra con
un “gracias al capitalismo”, y entre paréntesis se define al capitalismo así:
“libertad económica, industria privada, ahorro y bienes de capital” en… “en
manos de los empresarios”. No creo que haya sido un acto fallido, pero sí
producto de una forma mentis: los
no-empresarios tendrían libertad económica también… pero industria privada,
ahorro y bienes de capital… sólo si son tan eficientes como esa minoría de
grandes genios. ¿Genios los CEOs? ¿Escasos? ¿O simplemente los primeros en llegar
ante una mesa de accionistas que apenas tienen control sobre sus negocios, y
que pagan millones a tiburones a cambio de que cuiden su capital sin mover un
dedo? No es el trabajo arduo lo que hace ricos a los ricos. Miren la vida que
llevan los empresarios en las zonas residenciales, y el “trabajo empresarial”
que realizan en una oficina día a día, y compárese con las tétricas colas que
hacen los asalariados desde la madrugada hasta pasada la noche, para volver en
transportes públicos sobrepoblados y descargarse como ganado en zonas obreras
sin seguridad. Y no me refiero siquiera a la seguridad para sus ahorros magros (malgastados
en libros de autoayuda) que les quedan de una vida vivida al día. No no, esa
inseguridad la doy por descontada: me refiero a la seguridad física frente al
delito, problemas de salud, stress, y angustia de perder el trabajo y quedar en
la calle, condición que los obliga a someterse a condiciones de trabajo
realmente serviles. ¿Lo dice esto un izquierdista? No ¡lo dice el que se ha
tomado como el gran refutador de una de las tantas teorías (en este caso la de
Marx) que pretenden explicar una explotación que es más que obvia! ¿Quién? Sí,
el propio Eugen von Böhm-Bawerk, que explicaba el interés del plusvalor
capitalista como surgido de la diferencia entre arriesgarse por la creación de
un bien futuro y el valor de un bien presente, y cuya explicación sigue siendo
al día de hoy la de todos los liberales, incluyendo a Ramón Rallo (que, aunque ha dado en la diana respecto a la incapacidad del modelo marxiano para resolver el llamado problema de la transformación, no ha probado definitivamente que la explotación capitalista no exista, sea o no en el modelo marxiano). Esto decía Böhm-Bawerk
sin embargo, de la causa de existencia del trabajo asalariado: no era la baja
productividad marginal del obrero medio la causa, sino que “en las
circunstancias de la industria moderna, los trabajadores asalariados
escasamente poseen medios suficientes para utilizar su propio trabajo en
métodos de producción que se extiendan por años” y que por tanto, para
sobrevivir no pueden ahorrar para invertir en un propio capital, lo cual lleva
a que “no pueden emplear su trabajo remunerativamente trabajando por su cuenta,
y por lo tanto están dispuestos, como un conjunto, a vender el futuro producto
de su trabajo por un monto considerablemente menor de bienes presentes”.
Insisto, esto lo decía… ¡Böhm-Bawerk! Pero hay más opciones, por suerte, entre
tener que elegir a los apologetas más serios del capitalismo como este gran
economista austríaco (que lo era, y muy valioso), y marxistas fieles a la crítica de Marx a cualquier representación teórica y por ende también a la idea de una teórica económica marxista (también serios e intelectualmente fructíferos) pero que deberían reconocer encontrarse cerrados a ver ciertos
problemas muy serios de su cosmovisión (ver Kenneth Minogue en La teoría pura de la ideología). Y obviamente no me refiero los toscos marxistas-leninistas totalitarios
reciclados con estrategias populistas en izquierdistas estatistas declarados,
para meternos en infiernos como el venezolano o el zimbabuense. Todo esto lo
vienen diciendo economistas derechistas, no sólo cercanos a la defensa del
capitalismo, como Schumpeter, sino otros más lejanos a esta defensa (de hecho
Marx ha copiado casi todo su análisis sociológico del surgimiento de las clases
sociales bajo el capitalismo, del padre de la sozialpolitik monárquica
moderna: Lorenz von Stein).
El erróneamente
titulado “liberal”, el conservador resignado de Alexis de Tocqueville,
describía en forma descarnada la degradación que había sufrido el trabajador en
la Revolución Industrial en Inglaterra, y hoy hay desde meros conservadores a
tradicionalistas que siguen denunciando aquellas cosas que los liberales
(incluso algunos liberales de derecha) no suelen ver. Pero hoy apenas sus voces son
escuchadas, y tenemos que estar atrapados entre panegíricos ancaps baratos de
red social, y el estalinismo burocratizado de los PCs del castrocomunismo
venezolano exportador de versiones del “socialismo real” todavía peor diseñadas
que las del siglo XX, también generalizados por las redes sociales.